1ª Lectura: Génesis 22,1-2. 9a. 15-18.
Dios le dijo: Toma a tu hijo único, al que
quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio,
sobre uno de los montes que yo te indicaré.
Cuando llegaron al sitio que le había dicho
Dios, Abrahán levantó allí un altar y apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac
y lo puso sobre el altar, encima de la leña. Entonces Abrahán tomó el cuchillo
para degollar a su hijo; pero el ángel del Señor gritó desde el cielo:
¡Abrahán, Abrahán! Él contestó: Aquí me
tienes.
Dios le ordenó: No alargues la mano contra
tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado
a tu hijo, a tu único hijo.
Abrahán levantó los ojos y vio un carnero
enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció
en sacrificio en lugar de su hijo.
El ángel del Señor volvió a gritar a Abrahán desde el cielo: Juro por mí mismo -oráculo del Señor-: Por haber hecho eso, por no haberte reservado a tu hijo, tu único hijo, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de las playas. Tus descendientes conquistarán las puertas de las ciudades enemigas. Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido.
*** *** ***
Es la tentación de Dios a Abrahán. El texto
ha de ser contemplado en dos niveles: el primero, refleja la fe de Abrahán en
Dios y su amor a él por encima de todo. Y eso revertirá en bendición. Las
pruebas de la fe son siempre enriquecedoras: Abrahán salió enriquecido.
El segundo, anuncia en profecía el amor de
Dios, que si no permitió que Abrahán sacrificara a su hijo Isaac, sí permitió el sacrificio de su propio Hijo,
a quien no se lo reservó sino que nos lo entregó (Jn 3,16), y se entregó en él,
por amor al hombre pecador. Y en ese Hijo hemos sido bendecidos con todo tipo
de bendiciones espirituales (Ef 1,3).
*** *** ***
El texto forma parte de un himno
apasionado y optimista del amor salvador de Dios. No hay duda: Dios está con
nosotros; es nuestro aliado, la prueba es Jesucristo. Toda su existencia, vida,
muerte y resurrección, es una existencia “entregada” por amor al hombre
necesitado de salvación. Sin aludirlo expresamente, san Pablo tiene presente el
caso del sacrificio de Isaac. Dios supera cualitativamente a Abrahán.
En aquel tiempo Jesús se llevó a Pedro, a
Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró
delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no
puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés
conversando con Jesús.
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a
Jesús: Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti,
otra para Moisés y otra para Elías. Estaban asustados y no sabía lo que decía.
Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: Este es mi Hijo
amado; escuchadlo.
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.
*** *** ***
El relato de la Transfiguración es un
relato de revelación. Muestra la centralidad
plenificadora de Jesús -entre Elías, el profeta de los últimos tiempos, y
Moisés, el revelador de la Ley-, y su verdad
íntima y última: el Hijo amado de Dios. La invitación a “escucharle” es la
tarea de quien quiera ser su discípulo. Una escucha cordial, que ha de
traducirse en la vida. La “conversación” de Elías y Moisés con Jesús desvela,
además, que de él, de Jesús, reciben su luz y su plenitud la Ley y los Profetas
(Mt 5,17).
REFLEXIÓN PASTORAL
Avanzar en el conocimiento del misterio de
Cristo y vivirlo en su plenitud, era el horizonte que el pasado Domingo nos
marcaba la oración colecta de la misa. Y para eso hoy Jesús, junto con Pedro,
Santiago y Juan, nos invita a subir al monte de la Transfiguración. Necesitamos
inundar nuestra vida con su luz, para ser “luz
del mundo” (Mt 5,14); necesitamos acceder a su verdad más íntima, para ser
testigos de la Verdad…
El escenario que contempla el evangelio de
este domingo es radicalmente distinto al del domingo pasado: del desierto
inhóspito y árido, al monte luminoso de
la Transfiguración; del Jesús tentado por el diablo, al Jesús glorificado por
el Padre; del “Si eres hijo de Dios…”,
al “Este
es mi Hijo”.
La Cuaresma nos sitúa ante la apremiante
necesidad de situarnos en la ruta de Jesús, de asumir sus proyectos, ya que “mis planes no son vuestros planes” (Is
55,8), de abrir nuestro corazón a su evangelio -“convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15)-, y esto exige
someter nuestra vida a un fuerte ritmo. Un camino que solo podremos recorrer y
un ritmo que solo podremos mantener, iluminados por la convicción y la
experiencia de la cercanía y de la presencia del Señor.
De ahí que exclame san Pablo: “Si Dios está por nosotros, ¿quién estará
contra nosotros?” (2ª lectura). Aún las situaciones aparentemente más
contradictorias y desesperadas encuentran la perspectiva justa cuando los
ilumina la fe. Dios es quien da la auténtica dimensión a las cosas. Sin él todo
se desdibuja, se tergiversa…, y el hombre y el mundo quedan desenfocados, sin
perspectiva. Por eso, “Escuchadlo”.
La primera lectura nos ofrece un ejemplo
claro de cómo quien se abandona, quien abraza cordialmente el plan de Dios, no
queda frustrado. ¡Dios no defrauda, ni merma! ¡Devuelve, enriquecida, nuestra
ofrenda!
A Abrahán se le exige que sacrifique su
futuro, su hijo único, al que quiere, a Isaac, y él no pregunta, no se revela,
no formula ningún “pero”… ¡Dios proveerá! Se fía de Dios más que de sí mismo…
En definitiva, su futuro no estaba en su hijo, su futuro era Dios y estaba en Dios.
Y obedeciendo a Dios hasta el final no perdió a su hijo, y ganó el futuro. Hay
que esperar hasta el “tercer día”, ese el “dia del Señor”, en que se cumple su
palabra en Jesucristo.
Por el contrario, nosotros ¡cuántas veces
nos desestabilizamos ante cualquier dificultad e impugnamos el proceder de
Dios, haciéndole responsable de nuestra irresponsabilidad! ¡Cuántos porqués
dirigidos a Dios, deberíamos responderlos nosotros mismos!
Nos cuesta aceptar la limitación inherente
a nuestro ser de criaturas; nos cuesta abrazar cordialmente las exigencias de
la conversión cristiana; nos cuesta desprendernos de nuestros esquemas de vida
para acoger los del Señor; nos cuesta todo tanto, hasta parecernos imposible;
nos falta clarividencia para descubrir la auténtica verdad, más allá de la
aparente verdad de las cosas…, porque nos falta la experiencia de Dios, de su
cercanía, de su presencia. Y un creyente sin experiencia de Dios es una
contradicción. Sin sentir esa presencia íntima, esa fuerza de Dios, la vida
cristiana es imposible. No es una aventura sino una locura.
Profundicemos en el mensaje de la palabra
de Dios, que nos invita a situarnos en la ruta de Jesús, a caminar a su ritmo;
a hacer un camino que, gracias a Dios, pasará por la etapa del monte Calvario,
pero que tiene su meta definitiva en el de la Transfiguración. Una ruta que,
contra toda apariencia, tiene sentido, porque es Dios quien la da el sentido,
ya que “si Dios está con nosotros, ¿quién
contra nosotros?” (Rom 8,31)
El evangelio de hoy ilumina la Cuaresma,
descubriendo su auténtico sentido: la meta de la conversión cristiana no es la
mortificación, sino la transfiguración.
.-
¿Me fío y confío en el Señor?
.-
¿Hasta dónde permito que Dios “invada” mi vida?
.-
¿Es la luz y la verdad de Dios las que iluminan mis pasos?
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