martes, 29 de diciembre de 2020

DOMINGO SEGUNDO DESPUÉS DE NAVIDAD -B-

 1ª Lectura: Eclesiástico 24,1-4. 12-16.

La Sabiduría hace su propio elogio, se gloría en medio de su pueblo. Abre la boca en la asamblea del Altísimo y se gloría delante de sus Potestades. En medio de su pueblo será ensalzada y admirada en la congregación plena de los santos; y recibirá alabanzas de la muchedumbre de los escogidos y será bendita entre los benditos. Entonces el Creador del universo me ordenó, el Creador estableció mi morada: Habita en Jacob, sea Israel tu heredad. Desde el principio, antes de los siglos, me creó, y no cesaré jamás. En la santa morada, en su presencia ofrecí culto y en Sión me estableció; en la ciudad escogida me hizo descansar, en Jerusalén reside mi poder. Eché raíces en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad.

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 El texto pertenece a lo que se considera el capítulo central del libro del Eclesiástico. Es la cumbre de la reflexión veterotestamentaria sobre la Sabiduría de Dios. Una Sabiduría que hunde sus raíces en la historia y geografía humanas. Y es en la Navidad de Jesús donde se revela ese  enraizamiento de Dios, de su Sabiduría. Una Sabiduría paradójica, manifestada en la humildad de Belén y en la locura de la Cruz.

2ª Lectura: Efesios 1,3-6. 15-18.

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales, en el cielo. Ya que en Él nos eligió, antes de la creación del mundo, para que fuésemos santos e irreprochables en su presencia, por amor. Nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos por Jesucristo, conforme a su agrado; para alabanza de la gloria de su gracia, de la que nos colmó en el Amado. Por lo que yo, que he oído hablar de vuestra fe en Cristo, no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mi oración, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama y cuál la riqueza de gloria que da en la herencia a los santos.

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Cristo no es solo la encarnación de la Sabiduría de Dios, sino que también encarna su Bendición. En Él hemos sido elegidos para ser santos, y predestinados a ser sus hijos adoptivos. Una “adopción” que no rebaja la calidad de la filiación sino que la revalida (cf Jn 1,13). En el mundo greco-romano la filiación meramente natural, para gozar de legitimidad legal, necesitaba el reconocimiento oficial de la adopción. El cristiano debe ser consciente de ello, de que ha sido reconocido, adoptado por Dios como hijo.

Evangelio: Juan 1,1-18.

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió…

La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad….

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En el prólogo del IV Evangelio halla su plenitud la reflexión sapiencial sobre la Sabiduría de Dios. Hasta donde no llegó el pensamiento humano, porque no podía llegar, llegó la iniciativa del amor de Dios. En el nacimiento de Jesucristo se ha manifestado en plenitud la revelación de la Bendición de Dios. Jesús es el HOY exhaustivo de Dios (cf. Heb 1,1-2). Y en su nacimiento, hemos nacido como hijos de Dios.

REFLEXIÓN PASTORAL

     Además y por encima de la escenografía tradicional de reyes y pastores, ángeles y estrellas, la Navidad tiene un contenido muy preciso: el misterio, que es buena nueva, de la presencia de Dios entre los hombres, para los hombres y por los hombres.

    La formulación del misterio de la Navidad en el NT es muy plural. Estamos habituados y solemos privilegiar las formulaciones “narrativas” de los evangelios de san Mateo y  de san Lucas, pero no son las únicas. Hay otras, que podríamos calificar de “kerigmáticas”, de gran densidad teológica, que no pueden ser ignoradas.

     Una de ellas es la que presenta el evangelio de este domingo segundo de Navidad: el Prólogo del Evangelio de san Juan. Pero no es el único testimonio. También en los escritos paulinos se encuentran referencias y ecos del misterio navideño. Así, en la carta a los Gálatas Pablo define a la Navidad como “plenitud de los tiempos”, además de hablar de la “mujer” de la Navidad (Gál 4,4). Y en el himno de la carta a los Filipenses se encuentra una emocionada evocación navideña, al celebrar la decisión del Hijo de Dios de hacerse hombre (Flp 2,6-11).

     Por su parte, en la carta a los Hebreos se apunta al “hoy” de Dios, presentando a la Navidad como el inicio de ese “hoy” en el que Dios “nos ha hablado por medio del Hijo” (Heb 1,2). Incluso en el libro del Apocalipsis se habla de una navidad eclesial, tipificada en la Mujer encinta “que dio a luz un Hijo varón, que ha de regir a todas las naciones” (Ap 12,1-6). De una lectura meditada de estos y otros testimonios se desprende una comprensión enriquecida y enriquecedora de este misterio.

     La Navidad nos habla de “presencia” salvadora (Jn 1,14)); de “entrega” redentora (Flp 2,6ss); de “bendición” universal (Ef 1,3); de “luz” que brilla en la oscuridad (Jn 1,5); de plenitud de la verdad y de la vida (Jn 1,9; de palabra definitiva de Dios (Heb 1,2); de alumbramiento exhaustivo del amor divino (Jn 3,17).

     Y nos recuerda que todo eso no ha sido porque sí, sino por nosotros. De ahí que al celebrar la Navidad debemos sentirnos implicados en esa aventura de Dios. El “nacimiento” del hijo de Dios es para que nosotros renazcamos como hijos de Dios. La Navidad no puede aislarse. La celebración navideña debe ayudarnos a redescubrir, cada vez con mayor profundidad nuestra condición de hijos de Dios, que ha derramado sobre nosotros el Espíritu de su Hijo para que podamos decir con verdad ¡Padre! (Gál 4,6)

     Este es el gran contenido de la Navidad: Saber y sentir a Dios con nosotros y por nosotros. Sentirle Padre y sentirnos hijos. Y la gran pregunta es: Si Dios está con nosotros, ¿nosotros con quien estamos? Si Dios es nuestro Padre, ¿nos vivimos como hermanos? Lo sabremos si “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (GS 1).

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Qué resonancias provoca en mí el nacimiento del Hijo de Dios?

.- ¿Me lleva a profundizar mi filiación divina y mi fraternidad humana?

.- ¿Me acerca a Dios y me hace sentirle cerca?

 

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

viernes, 25 de diciembre de 2020

SAGRADA FAMILIA -B-

1ª Lectura: Eclesiástico 3,3-7. 14-17a.

    Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre la prole. El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos, y cuando rece, será escuchado; el que respete a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor le escucha.

    Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones, mientras viva; aunque flaquee su mente, ten indulgencia, no lo abochornes, mientras seas fuerte. La piedad para con tu padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados; el día del peligro se te recordará y se desharán tus pecados como la escarcha bajo el sol.

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    El texto de Eclesiástico no solo es normativo sino crítico. Las advertencias que dirige a los hijos suponen la existencia de situaciones en que los padres no disfrutaban del reconocimiento debido por los hijos. El autor subraya la capacidad “redentora” del amor y el respeto a los padres, máxime en su ancianidad y debilidad física y mental. Sin embargo, las “obligaciones” no son solo de los hijos para con los padres. También deben profundizarse las relaciones de los padres para con los hijos, liberándolas de toda tentación paternalista o de inhibición en el ejercicios de sus deberes. Sin olvidar, las relaciones de conyugalidad, expuestas a la tentación de una vivencia superficial y tergiversada.

2ª  Lectura: Colosenses 3,12-21.

    Hermanos: Como pueblo elegido de Dios, pueblo sacro y amado, sea vuestro uniforme: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos  mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón: a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y sed agradecidos: la Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús, ofreciendo la Acción de Gracias a Dios Padre por medio de él.

   Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene al Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.

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El texto seleccionado pertenece a la tercera parte de la carta a los Colosenses -las exhortaciones a la comunidad-. Dos niveles se advierten en él: el de  la familia de Dios, la Iglesia (Gál 6,10), y el de  la familia doméstica, la de la carne y la sangre. Respecto de la primera, destaca diversas actitudes, enfatizando sobre todo el perdón, el amor y la gratitud. Una familia cohesionada en torno a la palabra de Cristo. Respecto de la segunda, se mueve en los parámetros de una convivencia íntima y cordial. Con un subrayado especial: no exasperar a los hijos.

Evangelio: Lucas 2,22-40.

   Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”.

    Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quién has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este está puesto en Israel para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma”.

    Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

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  Tres cuadros ofrece el relato de san Lucas. En el primero -la presentación- confluyen tres aspectos: la purificación ritual de la madre (Lc 2,22 = Lev 12,2-4), la consagración de primogénito (Lc 2,22b-23 = Ex 13,2) y el rescate (Lc 2,24 = Ex 13,13; 34,20; Lev 5,7; 12,8), que en el caso de Jesús se hace conforme a lo prescrito para las familias económicamente débiles.

    Un segundo cuadro lo protagonizan Simeón (de quien no se dice que fuera un anciano) y la profetisa Ana (de la que sí se afirma su ancianidad). Son los encargados de desvelar el misterio. Como al entrar Jesús en el Jordán, hundido en el anonimato, se abrieron los cielos para descubrir su verdad más profunda (Mc 1,11); al entrar en el templo, también hundido en el anonimato, se abren los labios de Simeón para descubrir el misterio de aquel niño. Ya desde el principio Dios ha revelado “estas cosas a la gente sencilla” (Mt 11,25). El tercer cuadro, en apretada síntesis, muestra el proceso de crecimiento integral de Jesús en la familia de Nazaret.

REFLEXIÓN PASTORAL

     La celebración de la fiesta de la Sagrada Familia nos brinda la oportunidad no solo de admirar y venerar a la Familia de Nazaret, sino de proyectar la mirada más allá de ese horizonte y contemplar la realidad de la familia como “esquema” existencial de Dios, hacia adentro (su propio Misterio) y hacia afuera. Porque la primera concreción de la familia, donde esta es radicalmente “sagrada”, es el misterio personal de Dios, formulado como: Padre, Hijo y Espíritu de Amor. El evangelio de san Juan lo destaca: la vida de Dios es una vida familiar, y espejo original de los valores familiares fundamentales.

     Porque Dios es familia y Dios es Amor, la familia es amor. Porque Dios es Comunión, la familia es comunión. Porque Dios es Intimidad, la familia es intimidad. Porque Dios es Vida, la familia es vida. Porque Dios es Uno, la familia es una…

    Dios, en su misterio personal de amor, es el referente  primero de la familia humana. San Pablo lo expresa con nitidez: “Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3,14-15).

     Y cuando decidió “salir” al mundo, eligió la familia como lugar de acampada (Jn 1,14). La familia de Nazaret fue el espacio de humanización en el que el Hijo de Dios aprendió a ser hijo de hombre (Lc 2,51-52). Una experiencia constructiva.

    La familia, pues, hunde sus raíces en la mente y en el corazón de Dios. En su proyecto creacional Dios pensó al hombre en esquema de familia. “Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos” (GS n 24). La humanidad como familia es el horizonte al que hemos de abrir la vida, superando egoísmos fronterizos que nos enfrentan y destruyen, impidiéndonos gozar de la belleza y la bondad de lo creado. Una dimensión ante la  que Francisco de Asís vibró particularmente en su Canto a las criaturas: desde el hermano sol a la hermana muerte.

    A esto dedicó Jesús su existencia, a descubrir este perfil de la creación como familia. Nos mostró a Dios como Padre (Mt 5,45.48; 6,9.32; Jn 16,26-27…) y  a cada uno como hermano (Mt 23,28). Y pensó su proyecto eclesial en clave de familia (Mt 12,48-49). San Pablo profundizará esta realidad, asumida como primer quehacer en su tarea evangelizadora: construir la Iglesia como “familia de los hijos de Dios” (Ef 2,19), un quehacer gozoso y doloroso (2 Cor 11,28). Llegando, incluso, a la audacia de presentar a Jesús como el esposo de la iglesia (2 Cor 11,2)

         Vale la pena dedicar hoy unos momentos a agradecer, a celebrar y a revisar este don tan delicado y expuesto. Y a orar por la familia en todos sus “sentidos”, humanos, creaturales y eclesiales, pues es un tesoro que llevamos en frágiles envolturas (2 Cor 4,7).

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Siento así la familia?

.- ¿Me siento familia de los hijos de Dios?

.- ¿Cómo ejerzo mi responsabilidad familiar en la creación?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

 

sábado, 19 de diciembre de 2020

DOMINGO IV DE ADVIENTO -B-

1ª Lectura: 2 Samuel 7,1-5. 8b-11. 16.

    Cuando el rey David se estableció en su palacio, y el Señor le dio la paz con todos los enemigos que le rodeaban, el rey dijo al profeta Natán: Mira, yo estoy viviendo en casa de cedro, mientras que el arca del Señor vive en una tienda. Natán respondió al rey: Ve y haz cuanto piensas, pues el Señor está contigo. Pero aquella noche recibió Natán la siguiente palabra del Señor: Ve y dile a mi siervo David: “¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Yo te saqué de los apriscos de andar tras las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. Yo estaré contigo en todas tus empresas, acabaré con tus enemigos, te haré famoso como a los más famosos de la tierra. Daré un puesto a Israel, mi pueblo: lo plantaré para que viva en él sin sobresaltos, y en adelante no permitiré que malhechores lo aflijan como antes, desde el día que nombré jueces para gobernar a mi pueblo Israel. Te pondré en paz con todos tus enemigos, te haré grande y te daré una dinastía. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre”.

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    Toda la historia es gracia, es el mensaje central del texto. No es David el constructor ni el protagonista de la historia; es Dios. No es David quien construye casa a Dios, es Dios quien le construye la saca, pues si el Señor no construye la casa…. (Sal 127,1) Las promesas a David hallaron su cumplimiento en Cristo: Él es la Paz verdadera, la Fuerza, el Rey y el Reino eternos. En el fondo subyacen dos planteamientos teológicos diferentes: la teología de la Tienda (época premonárquica) y la teología del Templo (época monárquica).

2ª Lectura: Romanos 16,25-27.

    Hermanos: Al que puede fortalecernos según el Evangelio que yo proclamo, predicando a Cristo Jesús -revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora en la Sagrada Escritura, dado a conocer por decreto del Dios eterno, para traer a todas las naciones a la obediencia de la fe-, al Dios, único Sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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     El texto seleccionado es la doxología final de la carta.  Dirigida a Dios, constructor y destino final de la historia; en ella se presenta a Jesucristo como la plenitud del misterio de Dios, manifestado de manera fragmentaria durante siglos eternos (cf. Heb 1,1-2). Es el núcleo del Evangelio predicado por Pablo (cf. Rom 1,2-5).

Evangelio: Lucas 1,26-38.

    A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.

    El ángel, entrando a su presencia, le dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres.  Ella se turbó ante estas palabras, y se preguntaba qué saludo era aquél.

    El ángel le dijo:

    No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.

    Y María dijo al ángel: ¿Cómo será eso, pues no conozco varón?

     El ángel le contestó: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.

     María contestó: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

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   Mientras Mateo presenta el anuncio a José (Mt 1,18-24), Lucas presenta la anunciación a María. Coinciden ambos en lo central: Jesús es obra del Espíritu. El texto lucano subraya el cumplimiento en Jesús de las promesas davídico-mesiánicas. La gravidez de Isabel no es una garantía de la veracidad del anuncio, sino una manifestación del poder de Dios. Además destaca la figura de María, de apertura y disponibilidad para acoger en ella los designios de Dios. Dios ha elegido a una mujer humilde (Lc 1,48) y una geografía humilde (Nazaret) para anunciar y realizar su gran obra. En ella ha construido “su casa”. Por otro lado, el relato de la anunciación a María ha de compararse con el de la anunciación a Zacarías (Lc 1,5-25) para percibir su singularidad.


REFLEXIÓN PASTORAL

 

    La figura de Juan el Bautista motivaba el pasado domingo nuestra reflexión cristiana sobre la necesidad de un discernimiento personal y situacional, al tiempo que nos invitaba a vivir atentos para descubrir la siempre nueva y sorprendente presencia del Señor.

     Hoy otra figura, más próxima, no solo cronológica sino vitalmente al misterio de la Navidad, María, la Virgen Madre de Dios, ocupa el espacio central.

      Ella es la primera luz, la señal más cierta de que viene el Enmanuel. Por eso, no es una figura ornamental, sino fundamental de la Navidad. Ella nos introduce y nos revela el modo más veraz de celebrar cristianamente la venida del Señor, mostrándonos la única postura responsable ante la Navidad: acogida gozosa y cordial de la Palabra de Dios, y el estilo: encarnándola y dándola a luz en la propia vida.

       He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Así nos presenta el evangelio de este domingo a María. Apertura radical, sin fronteras. Profesión de fe y ofrecimiento total. Por eso la “felicitarán todas las generaciones” (Lc 1,48). Y en esto consiste su grandeza: en su entrega inigualablemente audaz y confiada a Dios; en su acogida inigualablemente creadora del Señor, hasta el punto de ofrecerle la propia carne para que el Hijo de Dios se encarnara.

     Interiorizada por Dios, que la hizo su madre; e interiorizadora de Dios, convertido en su hijo. Dios es el espacio vital de María y, milagrosamente, María se convierte en espacio vital para Dios. Dios es la tierra fecunda donde se enraíza y germina María y, milagrosamente, María se convierte en espacio vital para Dios...

      Sin María, sin su acogida de la Palabra de Dios, la Navidad no habría sido posible. Para su gran obra Dios pulsó, llamó respetuosamente a las puertas de una joven. Y María dijo: Sí, ¡Adelante! Hágase en mí. Y se convirtió en la “puerta estrecha” (Mt 7,14) y pobre por la que entró el Hijo de Dios en nuestra casa.

       Si nosotros no nos situamos ante el Señor y su palabra con la misma actitud de María, la Navidad será una ocasión perdida y sólo un pretexto para la evasión. La Navidad es la fiesta del nacimiento de Dios por y para nosotros. Si Dios no nace en nuestras vidas, no habrá de verdad Navidad. Todo se diluirá en luces que no alumbran, en voces que no dan respuesta, en consumos que nos consumen...

     Sin renunciar a la interpretación festiva de la Navidad, este año matizada por la pandemia que estamos sufriendo, esforcémonos por no colaborar a la difuminación y secuestro del misterio que celebramos, protagonizados por la agresividad de una publicidad superficial y un consumismo insolidario con las necesidades de tantos hombres para quienes, careciendo de lo necesario, todo eso resulta una insultante provocación.

     Ya en el umbral de la Navidad acojamos la recomendación del ángel a san José: “No temas acoger a María” (Mt 1,20) Porque ella hizo florecer la Navidad; porque es la maestra del Evangelio; porque con ella siempre estará su Hijo. Ella es la mejor compañera y maestra de la Navidad. 

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Acepto al Señor como constructor de mi vida?

.- ¿Cómo me sitúo ante la palabra de Dios? ¿Cómo María?

.- ¿Se valorar los espacios y la realidades humildes?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

 

miércoles, 9 de diciembre de 2020

DOMINGO III DE ADVIENTO -B-

1ª Lectura: Isaías 61,1-2a. 10-11.

     El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros, la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor…

    Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas. Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos, ante todos los pueblos.

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    Dos voces resuenan en este texto: La voz del profeta, ungido por el Espíritu para anunciar la buena noticia del año de gracia del Señor a los infortunados. Quién sea este personaje permanece en la incógnita. Su mensaje es afín al de Is 35. Y hallará eco y plenitud en Jesucristo (Lc 4,18-19). Y la voz de la ciudad que, agradecida y gozosa, celebra la obra de Dios en su favor. Esta imagen de la ciudad como “novia” tendrá resonancias eclesiales en el NT, especialmente en el libro del Apocalipsis (Apo 19,7; 21,2.9). 

2ª Lectura: 1 Tesalonicenses 5,16-24.

    Hermanos: Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. En toda ocasión tened la Acción de Gracias: esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros. No apaguéis el espíritu, no despreciéis el don de profecía; sino examinadlo todo, quedándoos con los bueno. Guardaos de toda forma de maldad. Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro ser, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la Parusía de nuestro Señor Jesucristo. El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas.

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    Nos hallamos en las exhortaciones finales de la carta. Pablo recuerda y recomienda una serie de elementos que el cristiano ha de tener presente en su vida: alegría, oración perseverante, asiduidad eucarística y discernimiento positivo. Una existencia así no quedará frustrada, porque Dios no falta a su palabra. Así hay que esperar y vivir el adviento del Señor. 

Evangelio: Juan 1,6-8. 19-28.

     Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.

     Los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: ¿Tú quién eres?

     El confesó sin reservas: Yo no soy el Mesías.

     Le preguntaron: Entonces, ¿qué? ¿Eres tú Elías?

     El dijo: No lo soy.

     ¿Eres tú el Profeta?

     Respondió: No

     Y le dijeron: ¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?

      El contestó: Yo soy “la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor (como dijo el profeta Isaías).

      Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?

     Juan les respondió: Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.

      Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan Bautizando.

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    El texto seleccionado está construido con unos versículos tomados del Prólogo del IV Evangelio (el testimonio sobre Juan Bautista), y con otros tomados de la respuesta a la legación enviada por los judíos de Jerusalén (testimonio de Juan Bautista). Entre ambos hay una convergencia fundamental: Juan es un enviado de Dios, un testigo veraz de la Luz, Jesucristo. Juan desactiva expectativas equivocadas e invita a un discernimiento, pues a quién él anuncia está ya “en medio de vosotros”.

REFLEXIÓN PASTORAL

    Dos palabras sintetizan el mensaje de este domingo: discernimiento y reconocimiento. Ambas sugerencias vienen de Juan el Bautista. Había despertado expectativas y admiración por doquier, pero  no se aprovecha de ese estado de opinión. No confunde ni se confunde.  Conocía su misión, y no permitió que la  popularidad le nublara la vista. “Yo no soy”, solo uno es, Dios.

    “Él, como dice san Agustín, era la voz; Cristo era la Palabra”. Por eso, “Él tiene que crecer, y  yo tengo que menguar” (Jn 3,30). Es el primer nivel del discernimiento: el autodiscernimiento. Pero, comenzando por ahí, hay que ir más allá, a examinar nuestro entorno. El cristiano debe ser una persona capaz de realizar ese análisis lúcido de la realidad, hoy particularmente urgente y necesario.

    La segunda  sugerencia del Bautista también merece ser reseñada: “En medio de vosotros hay uno que no conocéis”, dice, refiriéndose a Jesucristo. Una advertencia de actualidad para nosotros. ¿Sabemos reconocer hoy la presencia de Cristo? Porque Él está entre nosotros y con nosotros hasta el fin del mundo. El problema es cómo está entre nosotros y con qué tipo de presencia.

    Su presencia es real, pero sacramental; encarnada en realidades que no son de percepción inmediata, sino que requieren la luz de la fe para descubrirla.

    Cristo está en sus “palabras de vida”; en su “cuerpo y sangre” eucarísticos..., y está en el hombre, particularmente en el necesitado. Aceptamos sin mayor dificultad, o al menos sin tanta dificultad, las presencias “religiosas” del Señor, y las veneramos, pero manifestamos resistencias y falta de sensibilidad para reconocerle en las presencias “conflictivas”.

      La exposición del Santísimo y su adoración no deberíamos reducirla exclusivamente a la Eucaristía, pues el mismo que dijo “Tomad, comed, esto es mi cuerpo... (Mt 26, 26)”, dijo: “Tuve hambre, estuve desnudo... Y cada vez que lo  hicisteis…, o no lo hicisteis con uno de esto, lo hicisteis o no lo hicisteis conmigo” (Mt 25, 31-45). Jesús también está expuesto, ¡y a cuántos riesgos!, en el hermano, particularmente en el necesitado.

     Próximos ya a la Navidad, acojamos las exhortaciones  de san Pablo en la segunda lectura: “estad siempre alegres”, “Sed constantes en orar”, “en toda ocasión tened la Acción de Gracias”, “examinadlo todo, quedándoos con los bueno”, alegría, oración perseverante, asiduidad eucarística y discernimiento permanente para que el Señor nos abra los ojos y podamos  descubrir su presencia entre nosotros; para no confundirle ni confundirnos; para que no se repita entre nosotros el dicho evangélico: “Vino a su casa, y  los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11) sino que más bien podamos asumir el mensaje de la primera lectura: “El Espíritu del Señor, Dios, está sobre mí... Y me ha enviado a  curar los corazones desgarrados”, y  cantar con la alegría de María (salmo responsorial), por sabernos y sentirnos implicados en la obra liberadora del Dios, que enaltece a los humildes y a los hambrientos colma de bienes.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Soy evangelista, portador de la buena noticia?

.- ¿Sé reconocer la presencia de Jesús en la vida?

.- ¿Mi lectura de la vida está inspirada en la bondad?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

DOMINGO II DE ADVIENTO -B-

1ª Lectura: Isaías 40,1-5. 9-11.

    Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle: que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados. Una voz grita: En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que los montes y las colinas se abajen, que lo torcido se enderece que lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos -ha hablado la boca del Señor-. Súbete a lo alto de un monte, heraldo de Sión, alza con fuerza la voz, heraldo de Jerusalén, álzala, no temas, dí a las ciudades de Judá: aquí está vuestro Dios. Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza, su brazo domina. Mirad: le acompaña el salario, la recompensa le precede. Como un pastor apacienta el rebaño, su mano los reúne. Lleva en brazos los corderos, cuida de las madres.

                            ***             ***             ***

     Nos hallamos en el inicio de la segunda parte del libro de Isaías. Con palabras consoladoras, dirigidas al corazón, se quiere 1) levantar el ánimo de un pueblo traumatizado por la experiencia del destierro y la desaparición de sus instituciones identitarias (templo y rey), 2) garantizar que Dios no se ha olvidado de sus promesas, y 3) estimular al pueblo a involucrarse en un proceso de renovación espiritual. La prueba del exilio debe ayudar a leer la historia desde claves más profundas. Dios sigue al frente de su pueblo: cual nuevo Moisés lo conduce en el retorno a la nueva tierra, a través de un desierto transformado, pero no como líder guerrero, sino como pastor solícito.

 2ª Lectura: 2 Pedro 3,8-14.

     Queridos hermanos: No perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos.  Lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan. El día del Señor llegará como un ladrón. Entonces el cielo desaparecerá con gran estrépito; los elementos se desintegrarán abrasados y la tierra con todas sus obras se consumirá. Si todo este mundo se va desintegrar de este modo, ¡qué santa y piadosa ha de ser vuestra vida! Esperad y apresurad la venida del Señor, cuando desaparecerán los cielos consumidos por el fuego y se derretirán los elementos. Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia. Por tanto, queridos hermanos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con Él, inmaculados e irreprochables.

                            ***             ***             ***

   A una comunidad inquieta por el tema de la venida gloriosa del Señor se le exhorta a no dejarse confundir. Dios cumplirá su palabra, pero a “su” tiempo. Y los tiempos de Dios están marcados por su voluntad salvadora. Esa venida será renovadora, transformadora y dará lugar a un mundo nuevo, a cuya aparición el cristiano está invitado a colaborar con una vida santa y piadosa. La esperanza del día del Señor no debe provocar temor ni inhibición en los creyentes, porque en la preparación de esa venida nos ha implicado el mismo Señor. Esa esperanza debe involucrarnos en su realización.

Evangelio: Marcos 1,1-8.

    Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Está escrito en el Profeta Isaías: Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Una voz grita en el desierto: Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos.

    Juan bautizaba en el desierto: predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán.  Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y proclamaba: Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo.

                            ***             ***             ***

      La grande, nueva y buena noticia es Jesucristo. Es lo que se propone contar san Marcos. Su Evangelio se abre con una profesión de fe en Jesús como el Mesías y el Hijo de Dios. Y como figura precursora, legitimada desde el AT,  introduce a Juan el Bautista. Un hombre esencial: en sus vestidos y en su mensaje, porque para anunciar al Esencial, a Jesús, sobran los adornos. Un hombre singular, pero distinto de Jesús en su ser y su hacer. Su mensaje es una invitación a la conversión y al reconocimiento del que viene detrás de él, que es más fuerte que él y es quien ofrece el verdadero Bautismo, el del Espíritu Santo.

REFLEXIÓN PASTORAL

    Continuamos profundizando en la esperanza. Las lecturas bíblicas nos descubren una dimensión particular de la esperanza: esperar es un quehacer.

     El profeta Isaías (1ª lectura), invitaba a los judíos desterrados en Babilonia, y nos invita a nosotros, a dar profundidad a la mirada para descubrir, en medio de los avatares de la historia, la presencia misteriosa pero cierta del Señor; a rastrear sus signos. Y a hacerlo cordialmente. De la esperanza hay que hablar al corazón y con el corazón.

     Renunciar al catastrofismo social y eclesial es una opción positiva y profética. “Si no creéis, no subsistiréis” (Is 7,9). Frente a los que solo perciben la oscuridad que envuelve la luz, hay quienes perciben la luz que brilla en la oscuridad. Esperar, como amar, es llevar cuentas del bien, no del mal (cf. 1 Cor 13,5).

     La segunda lectura contiene dos advertencias luminosas. No caer en la tentación de ponerle fechas a Dios, porque su calendario no tiene los ritmos y plazos de  los nuestros. “La paciencia del hombre tiene un límite”; la de Dios es ilimitada: hasta que nos dejemos perdonar; mientras tanto, insiste a tiempo y a destiempo.

     Y que, mientras esperamos y apresuramos la llegada de Día del Señor, nos acreditemos con una vida santa. Porque esperar es trabajar por lo que esperamos. ¿Y qué esperamos? “Unos cielos nuevos y una tierra nueva en los  que habite la justicia”. ¿Esperamos eso? ¿Trabajamos por eso? ¿Ese es el reino que pedimos venga a nosotros? ¿Tenemos de verdad hambre y sed de esa justicia?

    Preparad el camino del Señor”, exhorta el Bautista. ¿Cómo? Acondicionando primero el propio camino: valles de desesperanza y vacío que hay que rellenar de esperanza y sentido; montes de presunción y autosuficiencia que hay que abajar; terrenos sinuosos, de ambigüedades y contradicciones, que hay que rectificar...

     El camino del alejamiento, de la huida, es siempre fácil y rápido; el del retorno, el de la conversión, exige tiempo, esfuerzo... Y a esto es a lo que nos invita el Bautista, a hacer habitables y transitables los desiertos de nuestra vida personal y comunitaria, abriendo oasis de autenticidad y conversión.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Con qué criterios valoro la realidad?

.- ¿Hasta dónde me implico en la preparación del camino del Señor?

.- ¿Se entrever y aportar la Luz en los momentos de oscuridad?

 

     8 DE DICIEMBRE: SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA

         En el centro del Adviento, aparece esta fiesta como razón y estímulo de esperanza. Una fiesta de grandes resonancias en el pueblo cristiano; una verdad que, antes de ser declarada dogma, fue creída, vivida y celebrada por el pueblo de Dios, y particularmente por el pueblo español, donde ciudades y pueblos asumían como compromiso público la defensa de este privilegio de María. Una verdad que fue fervientemente defendida en el campo del debate teológico y de la práctica devocional por la familia franciscana, enarbolando el título de la Inmaculada como enseña y bandera peculiar de su amor a la Virgen.

         La Inmaculada ha sido una constante fuente de inspiración, no solo religiosa sino estética. Las palabras de los hombres se han potenciado, depurado y estilizado en filigranas de ritmos y rimas para pronunciar su belleza; los pinceles inventaban colores con que traslucir su misterio; la música buscó melodías siempre nuevas para cantar a la “Tota pulcra”, a la Purísima… Sí, María ha sido cantada, pero, ¿ha sido comprendida? Y, sobre todo, ¿ha sido escuchada?

¿Qué celebra la Iglesia en esta solemnidad de la Inmaculada? La realización en ella de la obra redentora de Cristo de una manera del todo particular: ser preservada de toda mancha de pecado desde el primer instante de su ser. Un hecho singular, que hunde sus raíces en los amorosos y providentes designios de Dios.

         La que iba a ser la sede física del Hijo de Dios, la vida de quien iba a recibir la vida del Hijo de Dios, la carne en que iba a encarnarse el Hijo de Dios debía ser inmaculada. Sería pobre, humilde…, pero de una transparencia y luminosidad celestiales. María fue un capricho de Dios. “Dios pudo hacerlo, fue conveniente hacerlo, luego lo hizo”, es la síntesis de la argumentación teológica del gran defensor de la Inmaculada, el franciscano beato Juan Duns Escoto.

         Y no fue un hecho discriminante para los demás: el privilegio de María no ofende sino que estimula. Ella es “el orgullo de nuestra raza”. Contemplar a una mujer Inmaculada y Purísima es constatar que Dios se ha comprometido en una nueva creación. María es un avance profético de esa nueva creación. El misterio, el milagro de la Inmaculada no nos excluye, nos incluye en él. “A esto estábamos destinados por decisión de aquel que hace todo según su voluntad” (Ef 1,11)

         Porque lo que aconteció en ella de manera singular -verse libre del pecado- es posible también para nosotros. La misma gracia que obró en ella, la gracia de Cristo, obra en nosotros. A ella preservándola; a nosotros perdonándonos.

         Dios  nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad a ser  sus hijos…” (Ef 1,3.4.5).

         El privilegio de la Inmaculada es nuestra vocación, que a partir del bautismo nos introduce en esa ruta de redención. Pero hay otro aspecto a reseñar. En una sociedad donde aflora el desencanto, y hasta el hastío, la fiesta de la Inmaculada proclama la necesidad de mirar al cielo, de dar luminosidad y transcendencia a nuestra mirada.

 Quizá nos falta inspiración para idear un mundo mejor porque no nos inspiramos en María. Frente a tantos modelos inconsistentes, vacíos y banales, Dios nos ha presentado una alternativa, María. Quien eleva sus ojos y su corazón a ella, eleva consigo la realidad en que vive.

Que la “llena de gracia”, nos ayude a vivir en gracia de Dios, para ser nosotros, como nos recuerda hoy san Pablo, “alabanza de su gloria”; para proclamar también nosotros con voz propia, como María, “las grandezas del Señor”, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en nosotros.


 DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, franciscano capuchino.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

DOMINGO I DE ADVIENTO -B-

1ª Lectura: Isaías 63,16b-17.; 64,1.3b-8. 

    Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es “nuestro redentor”. Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema? Vuélvete por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases derritiendo los montes con tu presencia! Bajaste, y los montes se derritieron con tu presencia.  Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él. Sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos. Estabas airado y nosotros fracasamos; aparta nuestras culpas y seremos salvos. Todos éramos impuros; nuestra justicia era un paño manchado; todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento. Nadie invocaba tu nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas al poder de nuestra culpa. Y, sin embargo, tú eres nuestro padre; nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano. No te excedas en la ira, Señor, no recuerdes siempre nuestra culpa: mira que somos tu pueblo.  

                                                  ***             ***             ***

    Nos hallamos en la tercera parte del libro de Isaías (56-66). En la existencia anodina de la comunidad postexílica anida el desaliento. Con el aparente eclipse de Dios se hace incómoda la vida, se acrecienta el sentimiento de la culpa y se experimenta la fragilidad creatural. Desde ahí surge esta oración con sentimientos encontrados: por un lado, la conciencia del propio pecado y, por otro, la confianza en que más allá del pecado está el rostro paternal de Dios, capaz de redimir al pueblo de esa situación. La nostalgia de Dios y la certeza de que no fallará a la cita son el alimento de la esperanza del pueblo.

2ª Lectura: 1 Corintios 1,3-9.

    Hermanos:  La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sean con vosotros. En mi Acción de Gracias a Dios os tengo siempre presentes, por la gracia que Dios os ha dado en Cristo Jesús. Pues por él habéis sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo. De hecho, no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo.  Él os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el tribunal de Jesucristo Señor nuestro. Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro. ¡Y Él es fiel!

                                          ***             ***             ***

    Pablo quiere estimular a una comunidad con problemas de identidad y de autoestima. Ser cristiano no es una pena, es una gracia, una riqueza. Y esa gracia y esa riqueza es Jesucristo, cuya vida estamos llamados a compartir. Él debe ser el norte de la existencia y el que guíe la esperanza del creyente. Asentados en la fidelidad de Dios, hay que interpretar la vida para que en la evaluación final no tengan de qué acusarnos en el tribunal de Jesucristo Señor nuestro. Pablo subraya la paternidad de Dios, que nos ha sido concedida al participar en la vida de su Hijo, Jesucristo.

Evangelio: Marcos 13,33-37.

    En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados una tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡velad!

                            ***             ***             ***

    De varias formas Jesús insistió a sus discípulos sobre la necesidad de vivir despejados, preparados, en vela. El cristiano no debe vivir adormilado ni sobresaltado. La vigilancia a la que invita Jesús está asentada en la esperanza de que el Señor vendrá, advirtiendo del peligro de entregarse a actitudes irresponsables ante la vida. La vigilancia no es solo estar a la espera, mirando al cielo, sino esperar dinámicamente, mirando a la vida y transformándola con la vitalidad del Evangelio, gestionando los talentos recibidos. 

REFLEXIÓN PASTORAL

 

A lo largo de las diversas estaciones -tiempos litúrgicos- de Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua y Tiempo Ordinario, la Iglesia quiere que los cristianos vivamos e interioricemos el misterio de la salvación, celebrando y meditando sus contenidos y momentos más importantes. No es un volver a empezar, en una especie de “eterno retorno”, sino un continuar hacia adelante en la profundización de la fe y de la vida.

Cada tiempo tiene su “color” y su característica; al  Adviento, le caracteriza el color morado, y la tarea de sensibilizarnos para vivir orientados a Cristo, principio y meta de nuestra esperanza.

Esta es la palabra que recorre y dimensiona las semanas del Adviento: “esperanza”. Es, también, una de las palabras más frecuentes en nuestro lenguaje. La asociamos a la vida; es signo de vida -“Mientras hay vida hay esperanza”-, y causa de vida, porque “mientras hay esperanza hay vida”.

La esperanza es “lo último que se pierde”. Por eso exhortaba el apóstol san Pablo: “No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no  os aflijáis como los que no tienen esperanza” (1 Tes 4,13), y la primera carta de Pedro advertía a estar “dispuestos siempre  para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3,15).

Se trata de vivir con esperanza y dando esperanza. Pero eso no es fácil. Porque en toda espera se está expuesto a confundir, a tergiversar los datos, bien por la impaciencia de conseguir lo esperado o por la desesperación de no conseguirlo, por eso se requiere la lucidez que Jesús recomienda en el Evangelio. Espera sin esperanza en el corredor de la muerte el condenado la ejecución de la sentencia,  y espera con esperanza la madre el nacimiento del hijo que lleva en su seno. Hay esperas sin esperanza y esperas con esperanza.

Aún el creyente sincero, experimenta el silencio de Dios y la sensación de vacío y abandono “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!”. (1ª lectura). “Despierta tu poder y ven a salvarnos”, rezamos en el salmo responsorial.

La esperanza cristiana no surge de una mera expectativa humana, sino de una promesa. Su fuente original es Dios. Y “fiel es Dios, el cual os llamó  a la comunión con su hijo Jesucristo, nuestro Señor” (2ª lectura).

Desde ahí, esperar es:

·                          saber que “Tú, Señor, eres nuestro Padre, tu nombre desde siempre es `nuestro Libertador´” (Is 63,16);

·                          sabernos “nosotros la arcilla  y tú el alfarero…” (Is 64,7);

·                          aceptar que Dios tiene la palabra y reconocérsela;

·                          confiar en Dios y abrirle, de par en par, la puerta de la vida;

·                          dejar que Él guíe nuestra existencia, aún cuando caminemos por cañadas oscuras (Sal 23,4), porque Él es nuestro pastor (Sal 23,1);

·                          mantener alertas las antenas del espíritu, para percibir la presencia del Señor; para desenmascarar las falsas esperanzas.

Esa es la esperanza que nos hace libres y hasta audaces. Si esperamos así, no absolutizaremos lo transitorio; podremos darnos sin esperar recompensas humanas; asumiremos con paz y serenidad las limitaciones, propias y ajenas, el dolor y la misma muerte; trabajaremos generosamente por un mundo mejor y hasta descubriremos el encanto de la dura realidad.

Adviento es el tiempo del hombre, concebido más como proyecto que como producto; y el tiempo de la Iglesia, que celebra todo, mientras espera “la gloriosa venida” del Señor. Es, pues, nuestro tiempo. ¡Vivámoslo! ¡Que el Señor nos conceda la gracia de saber esperar así, y de sembrar esa esperanza entre los hombres! 

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Cómo gestiono la esperanza?

.- ¿Mi vida la anima la nostalgia o la esperanza?

.- ¿Soy consciente y valoro la riqueza de ser cristiano?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.