jueves, 28 de marzo de 2019

DOMINGO IV DE CUARESMA -C-


1ª Lectura: Josué 5,9a. 10-12

    En aquellos días, el Señor dijo a Josué: Hoy os he despojado del oprobio de Egipto.
    Los israelitas acamparon en Guilgal y celebraron la pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó. El día siguiente a la pascua, ese mismo día, comieron del fruto de la tierra: panes ácimos y espigas fritas. Cuando empezaron a comer del fruto de la tierra, cesó el maná. Los israelitas ya no tuvieron maná, sino que aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.

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    La entrada en la Tierra prometida supuso un cambio de situación y de alimentación. Dios continúa guiando la historia del pueblo, abierta ahora a una nueva etapa. La entrada en la tierra de la libertad abre un nuevo capítulo, con nuevos retos. Comienza la conquista de la tierra, que se verificará sobre todo en la conquista de la libertad, la verdadera tierra, desde la fidelidad a Dios y a su palabra.

2ª Lectura: 2ª Corintios 5,17-21

    Hermanos:
    El que es de Cristo es una criatura nueva: lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el servicio de reconciliar. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio nuestro. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado, Dios le hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios.

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     En Cristo tiene lugar el cambio definitivo, el paso de lo viejo a lo nuevo, de la tierra de la esclavitud a la de la libertad. Y eso se traduce en una nueva situación -la conversión- y una nueva alimentación -Cristo como alimento definitivo-. Él es la epifanía más plena de la misericordia de Dios: Dios no pide cuentas de los pecados, sólo ofrece misericordia. Todo el pecado del hombre lo descargó en la vida de su Hijo, para ofrecernos la salvación. Cristo es el punto de encuentro de Dios con los hombres, el agente de la reconciliación.

Evangelio: Lucas 15,1-3. 11-32

  En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los escribas y los fariseos murmuraban entre ellos: Ese acoge a los pecadores y come con ellos.
    Jesús les dijo esta parábola: Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de lo que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes.
    No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
    Recapacitando entonces se dijo: Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.
    Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.
    Su hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.
    Pero el Padre dijo a sus criados: Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies, traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete; porque este hijo mí estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado. Y empezaron el banquete.
    Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y, llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.
    Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.
    El padre le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado.

                            ***             ***             ***

     Esta parábola forma parte de la trilogía conocida como “parábolas de la misericordia” que configuran el cap. 15 del evangelio de Lucas. Y son respuesta a la crítica de escribas y fariseos sobre la praxis abierta y misericordiosa de Jesús. Amenazada por una escucha/lectura rutinaria, la parábola exige una relectura desde claves profundas. En ella Jesús advierte de la equivocación de confundir a Dios Padre con un dios patrón, de buscar la realización personal lejos de la casa del Padre. También alerta de presencias que, en realidad, son ausencias (es el caso del hermano mayor).
     Desde ella somos invitados a identificar al Dios en quien creemos (¿es un Dios meramente remunerador, o es un Dios salvador?), y a identificarnos ante él. ¿Qué experiencia tenemos de Dios y qué experiencia tenemos del hermano? Los paradigmas filiales de la parábola no son, en manera alguna, ejemplares. Pero hay otro Hijo, el parabolista, que es con quien hemos de procurar identificarnos, apropiándonos sus sentimientos (Flp 2,5), aprendiendo de él (Mt 11,29). Es el hermano que no “se entristece”, sino que se goza con el regreso del hermano perdido. Es el verdadero narrador del Padre, a quien conoce por dentro.
   
REFLEXIÓN PASTORAL

     Escribía Charles Peguy: “Todas las parábolas son hermosas, todas las parábolas son grandes. Pero con esta, millares y millares de hombres han llorado”.
      Muchas veces comentada, esta parábola resulta, sin embargo, inagotable en su capacidad de sugerencias. No basta la explicación exegética. Solo se comprende desde la oración. Es una parábola para ser “orada”. Nos revela el núcleo de Dios, que no está pidiendo cuentas de los pecados (2 Cor 5,17-21); no es un Dios al acecho. Es Padre misericordioso. Esta parábola es, además, una invitación a examinar nuestra experiencia de filiación y de fraternidad.   
     Un hombre tenía dos hijos. Un día el más pequeño, en el estallido de su juventud, prefirió la aventura de sus sueños a la aparente monotonía del hogar y del amor paternos; quería experiencias nuevas... y pidió la parte de su herencia. No sin dolor el padre  accedió. Y es que el respeto de Dios por la libertad del hombre es casi escandaloso.
      Abandonó la casa, se entregó a la evasión..., y se arruinó. Abandonado de todos, no le abandonó un recuerdo, el de la casa de su padre. Curiosamente no su padre; y es que en el fondo le movía el hambre no el amor. Pero lo importante es que la luz entró en su alma, aunque fuera por aquella  ventana. Decide volver, con un discurso preparado: “Padre, he pecado, no merezco llamarme hijo tuyo...” ¡No conocía a su padre! Quien desde que marchó no hizo otra cosa que esperarlo, saliendo todos los días al camino. Y, a pesar de la edad, quizá con la vista cansada, le reconoció de lejos, porque se ve de verdad cuando se mira con el corazón. Nadie que no hubiera sido su padre le habría reconocido.
      Se había marchado bien vestido, y volvía envuelto en harapos. Pero su padre le conoció, le presintió de lejos. Y corrió a él; no supo esperar. Y es que mientras el arrepentimiento anda a paso lento, la misericordia de Dios corre veloz. Manifiesta más necesidad el padre de perdonar que el hijo de ser perdonado. Con el perdón el hijo recupera la comodidad, el padre el corazón; el muchacho volverá a poder comer, el padre volverá a poder dormir.
      El padre no pregunta los porqués de la marcha ni del regreso. Eso se sabrá luego, o nunca. Lo que importa es que ha vuelto. Y comienza la fiesta.
      Pero había otro hermano, el que se había quedado en casa. Al regresar del campo le sorprende la fiesta. No adivina que tal alegría solo puede tener un motivo: el regreso de su hermano. Tuvo que preguntar, y al enterarse, se indignó. ¡No podía ser! ¡Aquello no era justo! Si llega a saber esto, también él hubiera hecho lo mismo...Y no quería entrar. Por lo que también a este hijo tiene el padre que salir a buscarlo. 
Amargado pasa factura a su padre: “Tanto tiempo que te sirvo…”; y lo que es peor, se desmarca de su hermano: “Cuando ha venido ese hijo tuyo...”. Fue lo que más debió doler al Padre, que no supiera o no pudiera llamar hermano a su hermano. Pero no se desalentó; también para este hijo mayor era la fiesta.  Hijo, deberías alegrarte”. Porque haber estado siempre en casa del padre no es para lamentarlo.
       No deja de ser triste la situación de este padre. Es el único que ama en la parábola. El hijo menor regresa más por hambre que por amor; el mayor es incapaz de comprender. Se había quedado en casa por interés, no por amor. ¿Es que es imposible amar desinteresadamente, sin prefijos?  DIOS AMA ASÍ, y ASÍ HEMOS DE AMAR.
   El Dios que nos revela Jesús y que se revela en él es un Dios de puertas abiertas y de corazón abierto. Un Dios Padre que no discrimina, siempre disponible a la acogida gozosa de los hijos. Un Dios que solo sabe ser y ejercer de Padre misericordioso. Es su estilo, que debe ser el nuestro. Ahí está la novedad cristiana.
     Una historia de amor bella y dramática. Una historia que todos hemos de leer, contemplar y guardar esta foto del Padre en la cartera, cerca del corazón, para ver si al contacto con ella nuestro corazón comienza a latir al compás del suyo. Una lección importante para este cuarto domingo de Cuaresma.

REFLEXIÓN PASTORAL
.- ¿De qué modelo de hijo estoy más cerca?
.- ¿Siento a Dios como “Padre” o como “patrón”?
.- ¿Me alegra el bien del otro?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

martes, 19 de marzo de 2019

DOMINGO III de Cuaresma-C-


1ª Lectura: Éxodo 3,1-8a. 13-15

    En aquellos días, pastoreaba Moisés el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián; llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar a Horeb, el monte de Dios. El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse.
    Moisés se dijo: Voy a acercarme a mirar ese espectáculo admirable, a ver cómo es que no se quema la zarza.
    Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: Moisés, Moisés.
     Respondió él: Aquí estoy.
     Dijo Dios: No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado. Y añadió: Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob. Moisés se tapó la cara, temeroso de ver a Dios.
    El Señor le dijo: He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel.
    Moisés replicó a Dios: Mira yo iré a los israelitas y les diré: el Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntan cómo se llama este Dios, ¿qué les respondo?
    Dios dijo a Moisés: “Soy el que soy”. Esto dirás a los israelitas: “Yo soy”, me envía a vosotros.
    Dios añadió: Esto dirás a los israelitas: el Señor Dios de vuestros padres, Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre: así me llamaréis de generación en generación.

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   Nos hallamos ante una de las grandes teofanías del AT. Dios se revela en la zarza ardiendo, y se revela como el Dios de la historia de la salvación iniciada en los patriarcas. Un Dios con los ojos y los oídos abiertos a los avatares del pueblo de la promesa. Un Dios cuyo nombre no es una forma nominal, estática, sino verbal, dinámica -“Yo soy”-, y en cuya traducción oscilan los exegetas. Mientras para unos significa la perfección y la autosubsistencia de Dios, otros ven en esa definición una clara polémica contra los ídolos, que “no son”. Otros creen descubrir en ella la alusión a la eternidad o a la fidelidad de Dios a sí mismo. No faltan quienes ven en esa respuesta a Moisés la misteriosidad de Dios, su inaferrabilidad conceptual o su apertura a un futuro, a un Dios que está siempre por ver. Un Dios cuyo nombre es inagotable en sus resonancias y a quien se le reconocerá por “su” historia.

2ª  Lectura: 1ª Corintios 10,1-6. 10-12

    Hermanos:
    No quiero que ignoréis que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo hicieron la mayoría de nuestros padres. No protestéis como protestaron algunos de ellos, y perecieron a manos del Exterminador. Todo esto le sucedía como un ejemplo: y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades. Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga.

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    Escribiendo a los corintios, Pablo les invita a considerar como propia la historia de la salvación y a evitar los “errores” de los primeros “destinatarios”. Una historia que a través de las diversas “figuras” siempre estuvo presidida por Cristo. No ha habido ni hay historia de salvación al margen de Cristo. El cristiano participa “sacramentalmente” de aquella historia por el Bautismo y la Eucaristía. Y no está exento del peligro de hacerlo solo ritualmente. Hay que aprender a leer la historia.

Evangelio: Lucas 13,1-9
                                  
 En aquella ocasión se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.
    Y les dijo esta parábola: Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar frutos en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde? Pero el viñador contestó: Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, al año que viene la cortarás.

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    El tema central del fragmento evangélico es la llamada a la conversión. En dos momentos, la lectura de dos acontecimientos luctuosos y la propuesta de la parábola de la higuera infecunda, Jesús destaca la urgencia de la conversión. Dios no estaba detrás de la mano homicida de Pilato ni removiendo las bases de la torre de Siloé. Está en ese viñador que, inaccesible al desaliento, se esfuerza por dar oportunidades a la higuera, cavando alrededor y estercolándola, esperando que dé fruto. Y ese viñador es Jesucristo.

REFLEXIÓN PASTORAL

     Entre los judíos estaba muy extendida la creencia de que las desgracias personales, las catástrofes o las enfermedades eran castigos de Dios por pecados cometidos. Jesús aprovecha la noticia de dos desgraciados acontecimientos recientes para hacer ver a sus contemporáneos que tales desgracias son totalmente ajenas a la voluntad de Dios, y explicables por otras razones: la intolerancia política de Pilato o el derrumbamiento casual de la torre de Siloé.
         Empequeñecemos a Dios proyectando sobre él nuestros limitados modos de pensar y existir. Arrojamos balones fuera, cuando responsabilizamos o atribuimos a Dios lo que deberíamos asumir e interpretar desde nuestras responsabilidades o limitaciones. Y, además, actuamos injustamente, al convertirnos en jueces inmisericordes del dolor ajeno, interpretando las desgracias como castigos divinos.
         Dios no hace sufrir, aunque esté presente en el sufrimiento y lo permita. Él no es causante del sufrimiento, sino confidente del que sufre. Más bien Él es vulnerable, sensible al dolor del hombre. “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos” (1ª lectura). Así se presenta Dios; que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (cf. Ez 18, 23). Eso es lo que quiere Dios: que el hombre viva.
Jesús vino para eso: para que tuviéramos vida “y una vida abundante” (Jn 10,10), de calidad.  Y para eso es necesaria la conversión.
         El tiempo litúrgico de la Cuaresma quiere ser una memoria viva y permanente de esa necesidad. Que no es reductible a una serie de prácticas superficiales y aisladas, sino que exige una decisión fundamental y preferencial por Él. Y todos necesitamos encontrar y entrar en ese camino, en esa dinámica, pues “si no os convertís, todos igualmente pereceréis” (Evangelio). Por tanto, concluye S. Pablo: “el que se cree seguro, ¡cuidado! No caiga” (2ª lectura).
         Y no se trata de atemorizar, sino de una llamada para que despertemos a este maravilloso tiempo de gracia, de amor, de perdón y reconciliación que Dios nos otorga. Es lo que quiere decirnos la parábola de la higuera infecunda: Dios es inaccesible al desaliento, siempre mantiene una expectativa; es un pertinaz creyente en el hombre, al que ama apasionadamente.
         Frente a nuestras impaciencias -nos gustaría arrancar, cortar …, en el fondo desesperando de la regeneración propia y ajena-, la estrategia de Dios, el viñador, es abonar, cuidar y esperar un año más, no para crear falsas esperanzas sino para que de una vez nos decidamos a dar fruto. “No es que el Señor se retrase, como algunos creen, en cumplir su promesa; lo que ocurre es que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que se pierda alguno, sino que todos se conviertan. Pero el día del Señor llegará” (2 Pe 3,9-10).
     Dios es un Dios dador de oportunidades. La historia humana, nos dice la Biblia, se abrió con una gran oportunidad de Dios al hombre para que se realizara en plenitud: el paraíso. Y el hombre la perdió (Gén 2,4b-3,24). Pero no fue esa la única ni la última. Dios siguió empeñado en dar nuevas oportunidades. El arca de Noé, la alianza mosaica, la tierra prometida, la palabra profética…, fueron otras tantas oportunidades. “¿Qué más se puede hacer ya a mi viña, que no se lo haya hecho yo?” (Is 5,4). Pero el rechazo contumaz del hombre no bloqueó la iniciativa divina
Llegada la plenitud de los tiempos llegó la oportunidad definitiva: Jesucristo; él es la gran oportunidad en la que regenerarnos y regenerar nuestra vida. Con sus actitudes, hechos y parábolas intentó abrirnos los ojos (Mc 4,26-29; Mt 13,24-30.36-43; Lc 15,11-32). Pero tampoco fue escuchado en su momento: “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como una gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas, y no habéis querido!” (Mt 27,37).
         Y cuando parecía que todas las puertas se cerraban, la resurrección de Cristo las abrió definitivamente. El hombre tiene abierta la posibilidad de vivir en la órbita de Dios. La oportunidad sigue abierta: la conversión al Evangelio. Un año más Dios ha venido a buscar fruto…; no le decepcionemos.

REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué lectura hago de la vida?
.- ¿Doy oportunidades para la recuperación de situaciones aparentemente perdidas?
.- ¿Exijo ser lo que yo no soy?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.


miércoles, 13 de marzo de 2019

DOMINGO II DE CUARESMA -C-


1ª lectura: Génesis 15,5-12. 17-18

    En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrán y le dijo: Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes. Y añadió: Así será tu descendencia. Abrán creyó y se le contó en su haber.
    El Señor le dijo: Yo soy el Señor que te sacó de Ur de los Caldeos, para darte en posesión esta tierra.
    Él replicó: Señor Dios, ¿cómo sabré que voy a poseerla?
    Respondió el Señor: Tráeme una ternera de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y un pichón.
    Abrán los trajo y los cortó por el medio, colocando cada mitad frente a la otra, pero no descuartizó las aves. Los buitres bajaban a los cadáveres y Abrán los espantaba. Cuando iba a ponerse el sol, un sueño profundo invadió a Abrán y un terror intenso cayó sobre él. El sol se puso y vino la oscuridad; una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados. Aquel día el Señor hizo alianza con Abrán en estos términos: A tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río.

                                       ***             ***             ***

    El capítulo 15 del Génesis se articula en dos momentos: en el primero (vv. 1-6) Dios promete a Abrán, contra toda esperanza, una abundante descendencia. Y Abrán, contra toda evidencia, “creyó al Señor”. El segundo momento (vv. 7-19) lo constituye la promesa de la tierra y el pacto de alianza establecido entre Dios y Abrán. El Dios de Abrán es el Dios de la gratuidad, de las promesas gratuitas e impensadas, y Abrán es el hombre de fe que se adhiere al Señor. Y todo esto “se le contó en su haber”.


2ª Lectura: Filipenses 3,17-4,1

    Hermanos:
    Seguid mi ejemplo y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en mí. Porque, como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos, hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas. Solo aspiran a cosas terrenas. Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador, el Señor Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo. Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos.

                                           ***             ***             ***

    Pablo estimula a los filipenses a mirase en él, en cuanto seguidor de Jesús y servidor del Evangelio. Denuncia la posibilidad de vivir, dentro de la comunidad, como “enemigos de la cruz de Cristo”, arraigados a ritos y prácticas del judaísmo. El texto se sitúa en la fuerte polémica que Pablo mantuvo con los judaizantes (cristianos que no solo compatibilizaban  las prácticas judías con la “novedad” del Evangelio de Cristo, sino que querían imponerlas a los cristianos provenientes del paganismo).

Evangelio: Lucas 9, 28b-36


    En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto de una montaña, para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecieron con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén.
    Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y espabilándose vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: Maestro, qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el escogido; escuchadlo.
    Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

                                          ***             ***              ***

     Transmitido por los tres evangelios sinópticos, sin embargo cada uno destaca aspectos propios en el llamado relato de la Transfiguración. Lucas subraya la finalidad de la subida al monte y el contexto en que ocurre la revelación: la oración; el tema de la conversación entre Jesús, Moisés y Elías: su pascua; falta la alusión al sueño de los discípulos y la orden de silencio impuesta por Jesús al final de la escena (cf. Mt 17,9 y Mc 9,9). Todo el relato gira en torno a la revelación de Cristo como el Hijo de Dios, y a la invitación a escucharlo. En el camino cuaresmal es necesario este alto en el monte de la luz para subir con esperanza al monte de la cruz.

REFLEXIÓN PASTORAL

         Se acerca a Jerusalén, donde van a tener lugar los dramáticos acontecimientos que le conducirán a la muerte y, para que los discípulos no se vean desbordados por esos sucesos, para que puedan superar el terrible escándalo de la Cruz, Jesús escoge a Pedro, a Santiago y a Juan -los mismos que más tarde serán testigos de su agonía en el huerto de Getsemaní- para revelarles su auténtica dimensión: el hombre que sudará sangre por la tensión de lo que se avecina; el hombre que verán como rechazado y maldito, es el Hijo de Dios, el amado, el predilecto. El hombre a quien el pueblo elegido no sabrá reconocer, es reconocido, sin embargo, por las grandes figuras históricas de ese pueblo: Moisés, autor de la Ley, y Elías, el gran profeta.
¿Por qué este evangelio de la transfiguración en este domingo de Cuaresma? ¿No contrastan el blanco deslumbrador del Señor transfigurado con el morado del tiempo litúrgico? ¿Por qué este evangelio aquí? Porque la Cuaresma nos sitúa ante la apremiante necesidad de colocarnos en la ruta de Jesús, de reorientar nuestros pasos por su camino, ya que “mis caminos no son vuestros caminos” (Is 55,8), de abrir nuestro corazón a su evangelio (“Convertíos y creed en el evangelio” (Mc 1,15), y esto exige someter nuestra vida a un fuerte ritmo.
Un camino que sólo podremos recorrer, y un ritmo que sólo podremos mantener, iluminados por la convicción y la experiencia de la cercanía y de la presencia del Señor. Por esto nos pone la Iglesia este relato evangélico, luminoso y esperanzador, en el tiempo de Cuaresma.
Pero hay algo más. El evangelio nos recuerda que Jesús no solo se transfigura en gloria, en luz; hay otra transfiguración más dura y difícil: “Tuve hambre, estuve desnudo, estuve enfermo y en la cárcel... ¿Cuándo te vimos…?” (Mt 25,31-45).
  La transfiguración gloriosa tuvo lugar en un monte...; la transfiguración humilde, en un valle, que solemos llamar de lágrimas. Ambas transfiguraciones no son opuestas, y no podemos oponerlas. Los discípulos quedaron deslumbrados, nosotros quedamos confundidos y hasta molestos por esta segunda transfiguración del Señor en la debilidad...
         La Transfiguración es, pues, reveladora de la verdad más íntima de Cristo; pero además es una llamada a la transformación personal, a que Cristo brille en nuestras vidas, y una denuncia de nuestra opacidad, de nuestra dificultad para traslucir al Señor.
         El evangelio de hoy nos invita a situarnos en la ruta de Jesús, a caminar a su ritmo, a escucharlo. El evangelio de hoy ilumina la Cuaresma, descubriendo su auténtico sentido: la meta de la conversión cristiana no es la mortificación, sino la transformación, pero esta pasa necesariamente por la etapa de la Cruz  -¿o también somos nosotros de los que vivimos como enemigos de la Cruz de Cristo? (Flp 3,18)- .
         Como a Abrán, también a nosotros el Señor nos invita a salir de nuestras reducidas “casillas”, de nuestras “tiendas” y a mirar al cielo  con la esperanza formulada por san Pablo en la segunda lectura: “Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa”...

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Experimento en mí la energía transformadora del Evangelio?
.- ¿Qué transfiguraciones del Señor me interpelan?
.- ¿Vivo como seguidor o como enemigo de la cruz de Cristo?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

jueves, 7 de marzo de 2019

DOMINGO I DE CUARESMA -C-



 1ª Lectura: Dt 26,4-10

Dijo Moisés al pueblo: El sacerdote tomará de tu mano la cesta con las primicias y las pondrá ante el altar del Señor tu Dios. Entonces tú dirás al Señor tu Dios: “Mi padre fue un arameo errante, que bajó a Egipto, y se estableció allí, con unas pocas personas. Pero luego creció, hasta convertirse en una raza grande, potente y numerosa. Los egipcios nos maltrataron y nos oprimieron y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros padres; y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y portentos. Nos introdujo en este lugar y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel. Por eso ahora traigo aquí las primicias de los frutos del suelo que tú, Señor,  me has dado”. Lo pondrás ante el Señor, tu Dios, y te postrarás en presencia del Señor tu Dios.

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    El texto del Deuteronomio recoge una fórmula de profesión de fe de Israel que perpetúa el recuerdo de su elección por Dios, de la liberación de la esclavitud de Egipto y del don de la Tierra Prometida. Una fe en clave de memoria histórica y agradecida. Y es que estos son dos componentes fundamentales de la fe: la experiencia de Dios y la gratitud por su amor. El credo no puede reducirse a un enunciado de verdades teóricas, sino que debe ser la expresión de la adhesión a un Dios experimentado en la vida como Padre y Salvador.

2ª Lectura: Rom 10,8-13

Hermanos: La Escritura dice: La palabra de Dios está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón. Se refiere al mensaje de la fe que os anunciamos. Porque si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó, te salvarás. Por la fe del corazón llegamos a la justicia, y por la profesión de los labios a la salvación. Dice la Escritura: Nadie que cree en él quedará defraudado. Porque no hay distinción entre judío y griego; ya que uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan. Pues, todo el que invoque el nombre del Señor se salvará.

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       San Pablo subraya la importancia de la coherencia en la vida del cristiano. Hay que sincronizar la fe del corazón con la fe de los labios. La fe profesada ha de encarnarse y testimoniarse en la vida. De lo contrario podría darse la peligrosa disociación que ya recriminó Jesús: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Mt 15,8). Pues la fe sin obras, es una fe muerta (Sant 2,17). Una fe centrada en Jesucristo es una fe que no defrauda. Por otra parte, el Apóstol remarca que la palabra de Dios es una palabra íntima y de intimidad; su espacio original es el corazón, sede de la verdad del hombre y donde se acogen los designios de Dios (Lc 2,19).

Evangelio: Lc 4,1-13   

                                    

En aquel tiempo, Jesús lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo. Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre. Entonces, el diablo le dijo: Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan. Jesús le contestó: Está escrito: “No solo de pan vive el hombre”.
Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo, y le dijo: Te daré el poder y la gloria de todo esto, porque a mí me lo han dado y yo lo doy a quien quiero. Si te arrodillas delante de mí, todo será tuyo. Jesús le contestó: Está escrito: “Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto”.
Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: Si eres Hijo de Dios tírate de aquí abajo, porque está escrito: “Encargará a los ángeles que cuiden de ti”, y también: “Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”. Jesús le contestó: Está mandado: “No tentarás al Señor tu Dios”. Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión.

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     Coinciden los Evangelios sinópticos en subrayar el hecho de las “tentaciones” de Jesús al inicio de su actividad evangelizadora, tras el bautismo en el Jordán, en que tuvieron lugar en el desierto y en que allí fue conducido por  el Espíritu de Dios. Mateo y Lucas coinciden, además, en el número y calidad de las tentaciones (aunque varían su orden) y en presentar a Jesús como el modelo del nuevo Israel, superando las tentaciones a las que sucumbió el pueblo elegido. Y establecen algunos paralelismos significativos: 40 días peregrina Jesús en el desierto (40 años lo hace Israel); Jesús es guiado por el Espíritu (Israel, guiado por Dios); Jesús va al desierto tras salir de las aguas del Jordán (Israel tras atravesar las aguas del mar Rojo). Y ambos destacan un dato importante: Jesús vence la tentación desde la palabra de Dios. Pero advierten de que esa palabra puede ser tergiversada, convirtiéndola en argumento de la tentación; es lo que hace el diablo. Por otro lado, conviene notar que la tentación no fue un hecho aislado en la vida de Jesús; su existencia fue una existencia permanentemente tentada, hasta la cruz (Mc 15,30). Y el rostro del tentador fue muy variado: sus familiares, instándole a una publicidad interesada (Jn 7,3-4), los fariseos (Mc 8,11), y hasta Pedro hizo de Satanás (Mt 16,23). Las “tentaciones” son la expresión de que Jesús no vino “programado”, sino que, como todo hombre verdadero, necesitó hacer  discernimientos en su vida y de su vida y misión. Ser tentado no es pecado, pecado es caer en la tentación. La tentación no empequeñece al hombre, superada lo posibilita y fortalece. Por eso nos enseñó a pedir al Padre: “No nos dejes caer en tentación” (Lc 11,4; M 6,13).

REFLEXIÓN PASTORAL

El pasado miércoles iniciábamos un nuevo tiempo litúrgico: la Cuaresma. ¡Todos estamos enterados! Unos, por haber participado ese día en la ceremonia de la imposición de la ceniza; otros, por el ruido de los carnavales. En todo caso no hay que ser excesivamente críticos con este carnaval de tres días; más preocupante es el de los restantes días del año.
         Iniciamos la Cuaresma; y lo hemos hecho con una ceremonia que invitaba a la reflexión y a la decisión: la imposición de la ceniza, acompañada de unas palabras de  Jesús: “Convertíos y creed en el Evangelio”.        
         Conversión, una palabra muy usada, pero una realidad quizá todavía por estrenar y, en todo caso, aún no concluida. Una palabra a la que ya nos hemos acostumbrado, pero que, sin embargo, es palabra de Cristo que hay que proclamar “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2), que no hay que aplazar (Eclo 5,7) y que, también, hay que rescatar de un uso rutinario y ritualista. Un tiempo que hemos de vivir a la luz de la palabra de Dios, una palabra íntima y de intimidad.
         Las lecturas bíblicas de este domingo nos hablan de la fe en un Dios cercano al hombre, un Dios “convertido” en acompañante permanente de su historia, presente en todos sus avatares. Una fe que es confesión agradecida de la experiencia de Dios en la propia historia (1ª lectura), porque el Credo no puede reducirse a un enunciado teórico. En toda profesión de fe hemos de reconocernos personalmente implicados. Todo “credo” debe tener su “historia” personal.
La verdadera fe, además, debe llevarnos, como nos recuerda san Pablo (2ª lectura), a la coherencia, a sintonizar los labios y el corazón (“Este pueblo me honra solo con los labios…” Is 29,13; cf. Mc 7,6).
Y, finalmente, toda fe verdadera necesita pasar por la prueba, verdadero control de calidad. También la fe de Jesús fue probada (Evangelio). 
         Como el primer hombre, y como todo hombre, Jesús estuvo expuesto a la tentación. ¡Y a qué tentaciones! La del materialismo (1ª), la del poder (2ª) y la de la religión (3ª), que pretende convertir a Dios en paracaídas al servicio de la propia vanidad. Y no fueron estas las únicas: “El demonio se marchó hasta otra ocasión”.  Jesús fue tentado hasta el final de su vida, hasta la cruz (Lc 23, 37).
Pero Jesús no solo venció la tentación sino que la iluminó, la desveló. Y así nos enseñó no sólo a vencer sino a cómo vencer.
 Vencer la tentación no es solo no consentir, decir no, sino iluminar esa situación tentadora, desenmascarar su ambigüedad y su mentira, pues toda tentación se presenta como salvadora y portadora de felicidad. No hay que huir, sino hacer frente; huyendo se rehúye la solución. Jesús nos ha enseñado  a afrontar la tentación desde la oración -“No nos dejes caer en tentación” (Mt 6,13)-, desde los criterios de la palabra de Dios y desde la decisión responsable.
La Cuaresma no debe ser el tiempo del NO, sino del SÍ. Tiempo para decir SÍ al Señor, SÍ a su palabra, SÍ a su amor, SÍ a su voluntad. Debe ser un tiempo constructivo, dejándonos construir, modelar y reconciliar por Dios. Es, como hemos pedido en la primera oración de la misa, el tiempo para avanzar en el conocimiento del misterio de Cristo y para vivirlo en su plenitud. Así será el tiempo favorable, el tiempo de salvación del que nos habla san Pablo.
        
REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Cómo afronto la Cuaresma?
.- ¿De qué tengo hambre?
.- ¿Cuáles son mis tentaciones radicales?

Domingo J. Montero Carrión, OFMCap.