miércoles, 28 de mayo de 2014

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR


1ª Lectura: Hechos 1,1-11

    En mi primer libro querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días les habló del reino de Dios.
    Una vez que comían juntos les recomendó: No os alejéis de Jerusalén; aguardad a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.
    Ellos lo rodearon preguntándole: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?
    Jesús contestó: No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo.
     Dicho esto, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se le presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse.

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    El libro de los Hechos forma la segunda parte del proyecto teológico-literario de san Lucas dirigido a Teófilo (el amigo de Dios). En la primera, el Evangelio, narró lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta que ascendió al cielo. Ahora se dispone a narrar la andadura de la Iglesia, guiada por el Espíritu de Jesús.
    Tres bloques pueden señalarse en el texto escogido: un prólogo (vv 1-2), un relato de despedida de Jesús (vv 3-8) y la ascensión propiamente dicha (vv 9-11).
    En el prologo resume la vida terrena de Jesús hasta la resurrección, mostrando la continuidad personal y temática del Jesús prepascual y pospascual.
    En el relato de despedida aparecen elementos típicos del período que sigue a la resurrección: comida con los discípulos, promesas de Jesús, incomprensiones, y misión.
     Finalmente, la Ascensión con explicación: No se trata de una ausencia para siempre; Jesús volverá, y nos deja su Espíritu.
     Los textos no han de leerse literalísticamente, sino enmarcados en la simbología del lenguaje y pensamiento bíblicos. La Ascensión significa la exaltación total y definitiva de Jesús al Cielo, que es la casa del Padre, y que Jesús ha convertido en nuestra casa. La Ascensión no debe dar origen a especulaciones y actitudes pasivas, sino que debe marcar el inicio de la misión de la Iglesia.


2ª  Lectura: Efesios 1,17-23

    Hermanos:
    Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro. Y todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.

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    San Pablo pide espíritu de sabiduría para acceder al conocimiento del plan de Dios, que ha hallado su plasmación y culmen en Jesucristo. Un plan en el que hemos sido incluidos por Dios y que debemos incluir en nuestra vida. De una manera especial en la carta se afirma también el triunfo de Cristo y su exaltación junto al Padre, al tiempo que se afirma  la conexión de Cristo con la Iglesia. La Ascensión no convierte a Jesús en ausente, sino que inagura una nueva presencia.


Evangelio: Mateo 28, 16-20

    En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo ellos se postraron, pero algunos vacilaban.
    Acercándose a ellos les dijo: Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

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    Nos hallamos ante el final del Evangelio de san Mateo. Jesús reúne a los Once en Galilea (lugar del inicio de su misión) y en un monte (lugar preferido por Jesús para dictar sus enseñanzas más importantes). Todavía es vacilante la fe de los discípulos. Jesús les descubre su “entidad e identidad” (depositario universal del poder del Padre), y los envía definitivamente a la misión. No estarán solos, Él les acompañará siempre. La misión de la Iglesia es hacer discípulos de Jesús, siguiendo sus enseñanzas, e introduciéndolos por el bautismo en el misterio de la familia de Dios.


REFLEXIÓN PASTORAL

    El triunfo de Cristo gira en torno a tres celebraciones: la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés.  Hoy celebramos la Ascensión.
     La 1ª lectura  narra la Ascensión de una manera plástica y visual; la 2ª lectura y el Evangelio nos hablan de sus implicaciones: lo que supuso para Jesús, y lo que supone para nosotros.
     La Ascensión de Jesús es el primer paso de nuestra ascensión, y un paso seguro, porque lo ha dado El. Ya tenemos un pie en el cielo (Ef 2,6).  Pero  ese primer paso de Jesús hay que seguirlo con nuestros propios pasos, porque se trata de seguirle en esa ascensión personal.
     La obra de Jesús: su vida para los demás, su amor preferencial por los menos favorecidos, su vocación por la verdad..., su ser y su hacer, han sido rubricados por el Padre. Y, cumplida su misión, retorna al Padre, su punto de partida (Jn 16,28). Per no es un adiós definitivo, sino un hasta luego, porque “voy a prepararos un lugar, para que donde esté Yo estéis también vosotros” (Jn 14,2.3).
     La Ascensión no significa la ausencia de Jesús (Mt 28,20), sino un nuevo modo de presencia entre nosotros. Él continúa presente donde dos o más estén reunidos en su nombre (cf. Mt 18,20), en la fracción del pan eucarístico (cf. Lc 22,19 y par), en el detalle del  vaso de agua fresca dado en su nombre (cf. Mt 10,42), en la urgencia de cada hombre  (Mt 25,31-46).
      Pero ya no será Él quien multiplique los panes, sino nuestra solidaridad fundamentada en Él. Ya no recorrerá los caminos del mundo para anunciar la buena noticia, sino que hemos de ser nosotros, sus discípulos, los que hemos de ir por el mundo anunciando y, sobre todo, viviendo su Evangelio...
      Desde la Ascensión del Señor, sobre la Iglesia ha caído la responsabilidad de encarnar la presencia y el mensaje de Cristo. Se le ha asignado una tarea inmensa: ¡que no se note la ausencia del Señor! Jesús nos ha encargado ser su rostro: que cuantos  nos vean, le vean. ¿Tenemos esta transparencia? ¡La fe nos hace creyentes, el amor, la vida nos hacen creíbles!
       La fiesta de hoy nos invita a levantar nuestros ojos, a mirar al cielo para recuperar para nuestra vida la dosis de trascendencia y esperanza necesaria para no sucumbir a la tentación de un horizontalismo materialista; para dotar a la existencia de motivos válidos y permanentes más allá de la provisoriedad y el oportunismo utilitarista. 
      Vivir mirando al cielo es no perder nunca de vista la huella del Señor; no es una evasión sino una toma de conciencia crítica. Elevar nuestros ojos a lo alto es reivindicar altura y profundidad para nuestra mirada, para inyectar en la vida la luz y la esperanza que nos vienen de Dios; para “comprender cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál la riqueza de gloria que da en heredad a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros” (Ef 1,18-19).


REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Cómo asumo la tarea de hacer presente al Señor?
.- ¿Soy conciente de la herencia y la riqueza recibida por la fe en Cristo?
.- ¿Vivo en ascensión o en depresión?


DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

jueves, 22 de mayo de 2014

DOMINGO VI DE PASCUA


1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 8,5-8. 14-17

    En aquellos días, Felipe bajó a la ciudad de Samaría y predicaba allí a Cristo. El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría.
    Cuando los apóstoles, que estaban en Jerusalén, se enteraron de que Samaría había recibido la palabra de Dios, enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban solo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.

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    La geografía del Evangelio se abre a zonas en principio excluidas (entre judíos y samaritanos había una fuerte hostilidad religiosa). Los samaritanos -ya en los evangelios hay samaritanos ejemplares: la samaritana (Jn 4), el buen samaritano (Lc 10,29ss) y el leproso agradecido (Lc 17,11ss)- acogen porque no solo oyen sino que ven realizado el mensaje. Y el Evangelio alegra a la ciudad. Tras esa avanzadilla misionera, llegan los apóstoles a legitimar, mediante la acción del Espíritu, verdadero protagonista de la misión, los frutos de la misión, integrando en la comunidad eclesial esa nueva área evangelizada.


2ª Lectura: 1Pedro 3,15-18

   Hermanos:
   Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os lo pidiere; pero con mansedumbre y respeto y en buena conciencia, para que en aquello mismo en que sois calumniados queden confundidos los que denigran vuestra buena conducta en Cristo; que mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal. Porque también Cristo murió una vez por los pecadores, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu.

                                   ***                  ***                  ***

     Evangelizar es “dar razón de vuestra esperanza”; y esto ha de hacerse con “mansedumbre, respeto y en buena conciencia”. Evangelizar no es avasallar ni ridiculizar a otros ni otros planteamientos. Habrá que soportar las adversidades que conlleva la misión, sin desmayo, a ejemplo del gran Evangelizador, Cristo. Y no olvidar algo fundamental: la misión hacia afuera se fragua en el corazón.


Evangelio: Juan 14,15-21

    En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os de otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni le conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive con vosotros y está con vosotros. No os dejaré desamparados, volveré. Dentro de poco el mundo no verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.

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    Continúa “el discurso de despedida” de Jesús, desgranando elementos fundamentales para fortalecer la fe y la esperanza de los discípulos. El gran legado, promotor de todo su dinamismo, será el Espíritu, aquí denominado como el Defensor y el Espíritu de la verdad. Un Espíritu desconocido por  “el mundo”. Jesús declara que el verdadero amor se manifiesta en la guarda de sus “mandamientos”, y que la identificación con Él supone el acceso al corazón del Padre.


REFLEXIÓN PASTORAL

    “Estad dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os lo pida, Pero con mansedumbre, respeto y buena conciencia” (1 Pe 3,15-16). Esta invitación, esta urgencia, no ha desaparecido, y es particularmente necesaria en estos momentos de crisis de valores.
     No a la confrontación, pero, también, no a la inhibición. Así surgió la Iglesia, del testimonio de la esperanza de los discípulos. Un testimonio que “llenó de alegría a la ciudad” (Hch 8,8). La tristeza existencial que nos atenaza, a pesar del barullo reinante, ¿no obedecerá a que hemos silenciado esa esperanza? ¿Tenemos algo que decir? ¿Decimos algo? ¿Cómo lo decimos?
    Primero, hemos de decir una palabra humana y humanizadora. Los cristianos debemos estar presentes -no solo no ausentes- con presencia peculiar y propia, en la configuración del proyecto humano. Hay que humanizar, impidiendo que el rostro del hombre se vaya desfigurando con rasgos inhumanos e infrahumanos. No debemos extrañarnos sino entrañarnos en el compromiso humano. Nuestra profesión de fe debe ser humanizadora; debe ayudar a que nazca ese hombre nuevo apuntado en la resurrección de Cristo, habitante de unos cielos nuevos y una tierra nueva, donde habite la justicia (2 Pe 3,13). Pero antes, y para eso, nuestra vida personal debe humanizarse, y nuestra fe debe humanizarnos. Es la primera palabra: una palabra humana, desde el modelo de hombre que Dios nos reveló en Cristo.
      Y una palabra religiosa. No podemos sustraer, silenciar o camuflar esta palabra (Mt 5,16). Necesaria e inequívoca, creída y creíble. Pues no se trata de “terrenizar” el Evangelio, sino de “evangelizar” la tierra; no se trata tanto de “humanizar” el Evangelio, cuanto de “evangelizar” al hombre. 
     ¿Somos religiosamente inexpresivos? ¿Los que se encuentran con nosotros, con quién se encuentran? ¿Con Dios? ¿A dónde y a quién remitimos con nuestro ser y nuestro obrar? Y esa palabra, humana y religiosa, no es más que una: JESUCRISTO. Y para pronunciarla con verdad y credibilidad necesitamos de la asistencia del Espíritu de la verdad.
    El evangelio de hoy nos insta a una adhesión personal, íntima y consecuente a él, a sus “mandamientos”, que se reducen a un mandamiento: “Permaneced en mi amor” (Jn 15,9). En esa adhesión hallaremos la experiencia de la filiación divina y de la presencia fortificante del Espíritu de Dios. Desde esa adhesión entraremos a formar parte de la “familia de Dios" y superaremos la sensación de orfandad y desamparo.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Anuncio y vivo el Evangelio de la alegría y con alegría?
.- ¿Con qué actitudes doy razón de mi esperanza en Cristo?

.- ¿Guardo (viviendo) o guardo (ocultando) el mandamiento del Señor?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap

miércoles, 14 de mayo de 2014

DOMINGO V DE PASCUA -A-



1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 6,1-7

    En aquellos días, al crecer el número de los discípulos, los de lengua griega se quejaron contra los de lengua hebrea, diciendo que en el suministro diario no atendían a sus viudas.
     Los apóstoles convocaron al grupo de los discípulos y les dijeron: No nos parece bien descuidar la Palabra de Dios para ocuparnos de la administración. Por tanto, hermanos, escoged siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu de sabiduría, y los encargaremos de esta tarea; nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra.
    La propuesta les pareció bien a todos y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, Prócoro, Nicanor, Simón, Pármenas y Nicolás, prosélito de Antioquía. Se los presentaron a los apóstoles y ellos les impusieron las manos orando.
     La Palabra de Dios iba cundiendo y en Jerusalén crecía mucho el número de los discípulos; incluso muchos sacerdotes aceptaban la fe.

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     El realismo eclesial aparece ya desde el principio: en la comunidad de los creyentes surgen problemas prácticos. La solución no es ignorarlos, sino abordarlos dentro de la comunidad. Los apóstoles acogen la denuncia e invitan a una solución amistosa y fraterna. Reconociendo cuál es su prioridad -el servicio de la Palabra-, delegan la gestión de la administración  en otros hermanos, llenos de fe y de Espíritu Santo, presentados por la comunidad. Surgen así los “diáconos”. En realidad esta decisión supone el reconocimiento de la diversidad en la unidad, y la instauración del discernimiento fraterno y creyente para crecer en la comunidad. El servicio de estos siete diáconos no será solo “administrativo” sino apostólico, así aparece en los casos de Esteban (6,8-8,1a) y de Felipe (8,4-8. 26-40).

2ª Lectura: 1 Pedro 2,4-9

    Queridos hermanos:
     Acercándoos al Señor, la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo.
    Dice la Escritura: "Yo coloco en Sión una piedra angular, escogida y preciosa; el que crea en ella no quedará defraudado".
    Para vosotros los creyentes es de gran precio, pero para los incrédulos es la piedra que desecharon los constructores: esta se ha convertido en piedra angular, en piedra de tropezar y en roca de estrellarse. Y ellos tropiezan al no creer en la palabra: ese es su destino. Vosotros, en cambio, sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa.

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    Cristo es “la piedra angular” (Ef 2,20) del nuevo edificio de Dios. Un edificio en cuya construcción entran como “piedras vivas” los cristianos, con capacidad sacerdotal “para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo”. El texto describe dimensiones inherentes e irrenunciables del pueblo de Dios: elección, consagración y misión.
     La idea de la responsabilidad eclesial y la capacidad sacerdotal del pueblo de Dios se halla reseñada en los escritos neotestamentarios (Ef 2,20-22; Rom 12,1-2; Ap 1,6). Una capacidad y responsabilidad que ha de ejercerse desde una profunda vinculación a Cristo, sumo sacerdote de nuestra fe.

Evangelio: Juan 14,1-12

                                                 
    En aquel tiempo dijo a Jesús a sus discípulos: No perdáis la calma, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, si no os lo había dicho, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.
    Tomás le dice: Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?
    Jesús le responde: Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.
     Felipe le dice: Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
     Jesús le replica: hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dice tú: Muéstranos  al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo digo por mi cuenta propia. El Padre que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también el hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre.

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    En “el discurso de despedida” Jesús intenta serenar el espíritu de los discípulos ante su inminente y dramático final. Su ausencia no será definitiva. La vocación de Jesús es vivir con los suyos para siempre.
    Va al Padre, que es su hogar original y el hogar de los que le sigan. Jesús descubre a los suyos su secreto: el Padre. Y nos descubre que “su” Padre es “nuestro” Padre. Él es el Camino para ir al Padre y el Camino por el que el Padre viene a nosotros; es la Verdad  y la Vida del Padre; una Verdad y una Vida que se nos entrega abundantemente (Jn 10,10) a través de su persona. Jesús no va por libre, sigue y sirve el diseño amoroso del Padre. Su ser y su proyecto se genera en el seno del Padre y conduce al Padre.
    La pregunta de Jesús a Felipe sigue teniendo vigencia: Tanto tiempo y ¿aún no lo conocemos de verdad? 

REFLEXIÓN PASTORAL

    La tarde del Jueves Santo, a la pregunta de Tomás, Jesús responde con una afirmación sin precedentes ni analogías: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6).
    En un mundo sumido en el escepticismo, acostumbrado o resignado a tonos mediocres; donde parece no haber verdades programáticas sólidas, sino solo verdades estadísticas; donde se nos ha acostumbrado a lo de “caminante, no hay camino…”; donde de la vida se tiene una visión epidérmica y materialista, aparece Jesús, reclamando y encarnando esa función fundamental para la existencia del hombre.
     Jesús es el Camino. Para quien no tiene destino, ni interés por llegar a parte alguna, cualquier camino sirve; pero a quien busca la Verdad y la Vida no le sirve cualquier camino.  En la peregrinación del hombre hacia Dios, y en el acercamiento de Dios hacia el hombre, Cristo es el Camino. Porque no solo vamos a Dios por Él, sino que por Él viene Dios a nosotros.  
      Jesús es la Verdad. La Verdad no es algo (Jn 18, 38); la Verdad es Alguien…, lleno de verdad, que ha venido a dar testimonio de la verdad, y que ora al Padre para que nos santifique, nos consagre en la verdad (Jn 17,17.19), porque solo la verdad hace libres (Gál 5,1).
      Jesús es la Vida (Jn 10,10). No solo para la otra vida; también para esta vida. Por eso es agua viva (Jn 4,10) pan de vida (Jn 6,35), palabra de vida (Jn 5,24… Una vida que se ofrece y que cada uno ha de personalizar, al estilo de Pablo, para quien: “ la vida es Cristo” ( Flp 1,21; cf.Gál 2,20).
       En esas palabras de Jesús se fundamenta la vida de la Iglesia. Una Iglesia que, como sugiere la primera lectura, ha de priorizar sin renunciar. Ha de saber delegar funciones para no ralentizar la misión, para “no descuidar la Palabra de Dios” (Hch 6,2).
     Una Iglesia consciente de su condición: raza elegida (pero no racista), sacerdocio real (pero no clericalista), nación consagrada (pero no elitista), y de su misión: “proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa” (1 Pe 2,9).
       Una Iglesia, construcción viva, asentada sobre Cristo (1 Cor 10,4),  “piedra angular” (1 Pe 2,6) y “roca espiritual” de la que brota el agua que nos permite saciar la sed en el largo camino del éxodo de la vida (cf. Ex 17,5-6; Jn 7,37-38).
        Jesús es el Camino para ser andado; la Verdad para ser creída, la Vida para ser vivida, y la Piedra fundamental que sustenta, como apoyo y fuerza vital, la vida de la Iglesia.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Es el discernimiento fraterno la metodología en el “debate” eclesial?
.- ¿Cómo siento y actúo mi responsabilidad eclesial?

.- ¿Es Cristo el Camino, la Verdad y la Vida?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap

miércoles, 7 de mayo de 2014

DOMINGO IV DE PASCUA -A-



1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 2,14a. 36-41

    El día de Pentecostés se presentó Pedro con los Once, levantó la voz y dirigió la palabra: Todo Israel esté cierto de que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías.
     Estas palabras les traspasaron el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos?
     Pedro les contestó: Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos y, además, para todos los que llame el Señor Dios nuestro, aunque estén lejos.
    Con estas y otras muchas razones los urgía y los exhortaba diciendo: Escapad de esta generación perversa.
     Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos tres mil.

                                   ***                  ***                  ***
    El texto recoge el final del primer discurso público de Pedro, acompañado de los Once. Se trata de una afirmación nítida y valiente de Jesucristo, el crucificado, como Señor y Mesías. Y a la pregunta de los oyentes -“¿Qué tenemos que hacer?”-, sigue la propuesta de la conversión para recibir el Espíritu Santo, que es la gran promesa de Jesús. Una promesa que no está condicionada por “antecedentes” culturales o étnicos sino que está abierta a todo el que busca la Verdad. Así comenzó la construcción de la Iglesia: aceptando la propuesta de la conversión a Jesucristo como Evangelio de Dios desde la lectura del Espíritu. 

2ª Lectura: 1 Pedro 2,20b-25

     Queridos hermanos:
      Si obrando el bien soportáis el sufrimiento, hacéis una cosa hermosa ante Dios, pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo padeció su pasión por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas. Él no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca; cuando los insultaban, no devolvía el insulto; al contrario se ponía en manos del que juzga justamente. Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas os han curado. Andabais descarriados como ovejas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas.

                                   ***                  ***                  ***
  
     La figura de Jesús debe ser el referente del cristiano, también en las situaciones adversas. Con su muerte inocente y redentora nos ha reconducido al redil de Dios como “pastor y guardián” de nuestras vidas. Seguir su “huellas” condensa todo el proyecto de vida cristiana.


Evangelio: Juan 10,1-10
                                                
      En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda y las ovejas atienden su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz: a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños.
     Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús: Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante.

                                   ***                  ***                  ***

    Dos imágenes utiliza Jesús para revelar su relación con los suyos -sus ovejas-, la de la puerta y la del buen pastor. El contexto de estas palabras es una agria polémica con los fariseos (Jn 9,40).
    Tomados de una cultura pastoril, estos símbolos necesitan una clarificación. La puerta significa la vía de acceso “legal” al rebaño, y estaba vigilada por un guarda; los ladrones la evitan. En los rediles se recogían distintos hatos de ovejas de diversos pastores.
    Jesús se reivindica como la “puerta” no solo de acceso al redil, sino al Padre (Jn 14,6). Una puerta que no dudó en calificar de estrecha (Lc 13,24). A los que quieren acceder al redil prescindiendo de Jesús les califica ladrones y bandidos.
    Y se reivindica también como el buen pastor (Jn 10,11). Si el redil significa el pueblo de Dios, el guardián evoca a Dios, que ha reconocido a Jesús como su enviado y por eso le abre. El buen pastor conoce a sus ovejas por su nombre, las congrega, las precede y conduce a pastos fecundos, “para que tengan vida y la tengan en abundancia

REFLEXIÓN PASTORAL

       Afirmar que Cristo ha resucitado no es -no debe ser- una afirmación gratuita, teórica e insignificante. A la proclamación de Pedro sobre Cristo resucitado, siguió en el auditorio la pregunta: “¿Qué tenemos que hacer?” (Hch 2,37). Y es que la resurrección del Señor es un acontecimiento vital, concreto, con consecuencias en la vida personal y comunitaria.
     La primera lectura ofrece la respuesta de Pedro: “Convertíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo” (Hch 2,38). Es decir, aceptad en vuestra vida a Jesucristo, dejaos normar por él, esforzaos por tener sus sentimientos y criterios, hacedle un espacio, concededle credibilidad y autoridad, porque es el único que la tiene, porque es el único que puede salvar la vida, el auténtico pastor.
      En la resurrección de Jesús, Dios dirige al hombre una llamada a un nuevo modo de existencia. “Antes andabais descarriados, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas” (1 Pe 2,25). Él es la puerta legítima de acceso al “redil” de la salvación de Dios. Hay que pasar por Jesús, hay que entrar en él y con él; lo contrario es buscar atajos equivocados.
      Dios nos ha llamado porque nos ha amado, no con una llamada genérica e indiferenciada, sino con una llamada concreta y personal, como personal y concreto es su amor. Y a ese Dios que ama y que llama personal y concretamente hay que responderle también personal y concretamente. ¡No hay anónimos…! ¿Tenemos esta experiencia? ¿Reconocemos su voz?
      Hoy la Iglesia celebra la Jornada mundial de Oración por las vocaciones. Y, ante planteamientos como este, existe el peligro de reducirlo todo a unas  cuantas peticiones  incomprometidas, para los otros o por los otros; el de considerar que esto no nos afecta, que es un tema para curas, frailes y monjas. No; las vocaciones de especial consagración son vocaciones de la Iglesia y para la Iglesia. Hay que orar, porque así lo mandó el Señor (Mt 9,38)-, pero con una oración responsable, que parta de la conciencia y de la vivencia de la propia vocación cristiana, que es de donde surgen y para quien surgen las vocaciones específicas a la Vida consagrada y al ministerio sacerdotal.
     La crisis vocacional no es un hecho aislado ni aislable, es la expresión de una crisis mayor, la de la familia y la de la comunidad cristiana, la de su identidad y sensibilidad. Las vocaciones son el termómetro, el indicador de la vitalidad religiosa de una comunidad. Por eso, la carencia de vocaciones en la Iglesia no es una fatalidad, que traen los tiempos, sino una irresponsabilidad –falta de responsabilidad – cristiana.
       Hemos de orar, en primer lugar, por nuestra vocación cristiana, para agradecerla, celebrarla y testimoniarla; y hemos de orar para que no nos falte la sensibilidad necesaria para acoger en nuestra vida, en nuestra familia la llamada del Señor a dejarlo todo por Él, por su causa, que es, también, la del hombre.


REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Siento la resurrección del Señor como quehacer personal?
.- Reconozco al Señor y su palabra como normativos en mi vida?
.- ¿Cultivo y celebro mi vocación cristiana?

 DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.