martes, 16 de abril de 2024

DOMINGO IV DE PASCUA -B-

1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 4,8-12. 

    En aquellos días, Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo: Jefes del pueblo y senadores, escuchadme: porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre. Pues quede bien claro, a vosotros y a todo Israel, que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante vosotros. Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar y, bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos.

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    Es, de nuevo, Pedro el portavoz del grupo apostólico, en esta ocasión ante el Sanedrín. La ocasión es la inquisición que emprenden las autoridades religiosas por la curación del tullido (Hch 3,1-10). Con audacia da testimonio de la singularidad de Jesús: Él es el causante de esa curación; es la piedra angular del proyecto de Dios; es el único Nombre a invocar como salvador. Y no oculta que esa “piedra” de Dios fue rechazada precisamente por ellos, los constructores.

 2ª Lectura: 1 Juan 3,1-2.

    Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a Él. Queridos: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes e Él, porque lo veremos tal cual es.

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    El amor de Dios, gratuito, nos ha constituido en sus hijos. Es la verdad más consoladora. Una filiación real, pero aún germinal: Llegará el momento de su floración y granazón definitiva, en la que veremos y sentiremos a Dios sin “mediaciones”. Esa condición de hijos debe llevarnos a vivir como hijos. Esa filiación es nuestra aristocracia, que no es elitista sino profundamente fraterna, ya que esa filiación es gratuitamente ofrecida por Dios a todo ser humano.

Evangelio: Juan 10,11-18.

    En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas.

    Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas

    Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor.

    Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para quitarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he recibido del Padre.

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    Con la imagen del buen Pastor, Jesús desvela uno de sus rostros más entrañables. Como buen Pastor da vida a las ovejas, da su vida por las ovejas, las conoce a cada una por su nombre… Y no es un Pastor de horizontes recortados. Quiere ser Pastor de todas las ovejas. Con la adopción de este título, Jesús plantea una reivindicación mesiánica, y se identifica con la figura profética de Dios como Pastor (Ez 34,11-31), al tiempo que denuncia a los falsos pastores.

 REFLEXIÓN PASTORAL

     Los textos bíblicos de este domingo nos recuerdan afirmaciones impresionantes y consoladoras a un tiempo.

     San Juan, en su carta, nos abre a la inimaginable sorpresa de la fuerza del amor de Dios que nos hace sus hijos -“pues, ¡lo somos!”-. Y eso solo es un anticipo, una primicia. La filiación divina nos abre a horizontes insospechados. ¿Es posible vivir crepuscularmente cuando la aurora de Dios nos invita a un amanecer esperanzador?

     Pedro, por su parte, nos habla de Jesús como la piedra angular, clave y quicio de toda posible edificación… Piedra que fue rechazada, y que aún hoy es rechazada. Y no solo por los de afuera, porque, ¿es Jesús la piedra angular, la primera piedra del edificio de nuestra vida personal, familiar o social? ¿O estamos construyendo sobre otros fundamentos? ¿Sobre qué construimos? ¿Nuestro edificio no se está resquebrajando y agrietando por falta de fundamentación?

     Si el Señor no construye la casa…” (Sal 127,1). “Mire casa cuál cómo construye. Pues nadie puede poner otro cimiento  fuera del ya puesto, que es Jesucristo… Y si uno construye sobre el cimiento con oro, plata…, madera, hierba o paja, la obra de cada cual quedará patente. Y el fuego comprobará la calidad de la obra de cada cual. Si la obra que uno ha construido resiste, recibirá el salario” (1 Cor 3, 10b -14). 

     Y continúa san Pedro en su discurso: “No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos”.

   ¿Creemos que sólo Jesús puede salvarnos? ¿O tenemos otras alternativas? ¿Le concedemos a Él toda la credibilidad? ¿O se la concedemos a otros y a otras siglas? Hoy abundan ofertas de salvación a corto plazo y a bajo precio, evangelios intranscendentes, que pretenden suplantar y desplazar al de Jesús, incluso sirviéndose materialmente de sus mismas palabras.

     Ante la precariedad en que vivimos puede que renunciemos a plantearnos las cuestiones de fondo. Es el mayor fraude: entretener al hombre con lo inmediato para que no se ocupe de lo importante; obsesionarle con el bienestar para que deje de buscar la Verdad. No hay mejor modo de reducir al hombre que reducir sus horizontes…

     Jesús vino a ampliar el horizonte de nuestra visión y de nuestra misión, a sacarnos de nuestras casillas, reducidas y miopes, para descubrirnos que somos hijos de Dios con un futuro insospechado. Algo que el mundo no conoce, porque tampoco lo conoce a Él. Y, sin embargo, sólo Él es la alternativa: la piedra fundamental, el único que puede salvar, el buen Pastor.

     En una sociedad de mercenarios y asalariados, Jesús es el buen Pastor y el modelo de los pastores. Y esto tenemos que decirlo, aunque muchos no lo crean, pero sobre todo, tenemos que creerlo, aunque muchos no lo digan.

    Hoy la Iglesia celebra la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones Y, ante planteamientos como este, existe el peligro de reducirlo todo a unas  cuantas peticiones estereotipadas e incomprometidas.  Hay que orar, porque así lo mandó el Señor –“Orad al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies” (Mt 9,38)-, pero con una oración responsable, que parta de la conciencia y de la vivencia de la propia vocación cristiana, que es de donde surgen y para quien surgen las vocaciones específicas a la Vida consagrada y al ministerio sacerdotal. Estas son el termómetro, el indicador de la vitalidad religiosa de una comunidad. Por eso, la carencia de vocaciones en la Iglesia no es una fatalidad, que traen los tiempos, sino una falta de responsabilidad cristiana.

     Hay que orar desde la apertura -“¿Qué debo hacer, Señor?” (Hch 22,10)-; desde la pasión -“Señor, enséñame tus camino” (Sal 25,4)-; desde la disponibilidad -“Aquí estoy, mándame” (Is 6,8)-.

     Hemos de orar, en primer lugar, por nuestra vocación cristiana, para agradecerla, celebrarla y testimoniarla; y hemos de orar para que no nos falte la sensibilidad necesaria para acoger en nuestra vida y en nuestra familia la llamada del Señor a dejarlo todo por Él, por su causa, que es, también, la del hombre.

REFLEXIÓN PERSONAL 

.- ¿Es Jesús la piedra angular de mi vida?

.- ¿Siento el gozo y la gratitud de la filiación divina?

.- ¿Oro por la vocaciones y oro por mi vocación cristiana?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

viernes, 12 de abril de 2024

DOMINGO III DE PASCUA -B-

1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 3,13-15. 17-19.

     En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: Israelitas, ¿de qué os admiráis? ¿por  qué nos miráis como si hubiésemos hecho andar a este por nuestro propio poder o virtud? El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis a Pilato, cuando había decidido soltarlo. Rechazasteis al santo, al justo y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos. Sin embargo, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras autoridades lo mismo; pero Dios cumplió de esta manera lo que había dicho por los profetas: que su Mesías tenía que padecer. Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados. 

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    En el discurso al pueblo, tras la curación del tullido, Pedro no oculta la verdad pero  no la utiliza como arma arrojadiza. Tampoco se apropia la curación: ha sido el Señor el protagonista. Descubre la responsabilidad del pueblo y de sus dirigentes en la muerte de Jesús, pero la explica achacándola a la “ignorancia”, y no a la maldad. “No saben lo que hacen”. Dios escribe también así la historia. Es importante subrayar los títulos reservados a Jesús: el siervo, el santo, el justo, el autor de la vida, Mesías, ecos de las formulaciones cristológicas más antiguas. Como mensaje: lo que importa es el futuro: descubrir a Jesús y convertirse a él. Más que revolver en el pasado descubriendo “culpables”, lo importante es evangelizar para salvar al hombre.

 2ª Lectura: 1 Juan 2,1-5a.

    Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si uno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por lo del mundo entero. En esto sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: “Yo lo conozco” y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él.

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    Cristo es el salvador: entregó su vida para redimirnos del pecado. Es nuestro abogado ante el Padre. Ese reconocimiento debe darnos esperanza y ha de traducirse en el cumplimiento de su voluntad, de sus mandamientos. La fe ha de traducirse en obras para no ser “mentirosa”.

Evangelio: Lucas 24,35-48.

   En aquel tiempo contaban los discípulos lo que les había acontecido en el camino y cómo reconocieron a Jesús en el partir el pan. Mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de sus discípulos y les dijo: Paz a vosotros.

    Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. El les dijo: ¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos como veis que yo tengo.

    Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: ¿Tenéis algo de comer?

     Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí, tenía que cumplirse.

     Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

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    Tras el encuentro con los de Emaús, Jesús se aparece a todos los apóstoles. Ante la sorpresa de estos, Jesús les invita a “verificarlo”. La insistencia en invitarlos a ver y tocar su cuerpo marcado por los signos de la crucifixión obedece a la turbación inicial que les produjo su presencia, y al interés en mostrar que la resurrección no es una especulación. No se trata solo del espíritu de Jesús, se trata de Jesús, en su integralidad personal. Para los destinatarios del evangelio de Lucas, de mentalidad griega y, por tanto, reacios a admitir la resurrección del cuerpo, la insistencia en la pruebas de tipo físico son importantes. A Cristo resucitado hay que “verificarlo”, ¿cómo?, ¿dónde? En las manos y en los pies de lo que Él ha elegido como sus “representantes” (Mt 25, 31-46). 

 REFLEXIÓN PASTORAL

    Continúa la liturgia ofreciéndonos testimonios y consecuencias de la resurrección del Señor, del triunfo de Jesús sobre la muerte. Porque Cristo no solo supo morir (eso pertenece al campo de las posibilidades humanas), sino que venció a la muerte y la iluminó. Y esto parece que nos cuesta creerlo, y les costó creerlo ya a los primeros discípulos.

    Tal vez porque lo sabía, quiso dedicar cuarenta días a explicar a los suyos ese camino de gozo por el que tanto les costaba entrar. No podía resignarse Jesús a la idea de que los hombres, tras su muerte, lo jubilasen y encerrasen en el cielo. No bastaba, pues, con resucitar. Había que meter la resurrección por los oídos, los ojos y el tacto de los suyos. Y habría que hacerlo con la paciencia del Maestro que repite una y otra vez la lección a un grupo de alumnos testarudos.

    ¡Cuánto le cuesta al hombre aprender que puede ser feliz! ¡Qué tercamente se aferra a sus tristezas! ¡Qué difícil le resulta aprender que su Dios es infinitamente mejor de lo que se imagina!

    Eso fueron aquellos cuarenta días que siguieron a la resurrección: una lucha de Cristo con la terquedad y ceguera humanas de los discípulos, ayudándoles a comprender el trasfondo de todo lo que en los tres años anteriores habían vivido a su lado.

    ¿Cómo es posible que los herederos del gozo de la resurrección no lo llevemos en nuestros rostros y brille en nuestros ojos? ¿Cómo es que cuando celebramos la Eucaristía, la prueba de que el Señor vive, no salen de nuestros templos oleadas de alegría? ¿Cómo puede haber cristianos que se aburren de serlo? ¿Cómo entender que miren con angustia a su mundo, persuadidos de que es imposible que las cosas terminen bien?

     ¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón?” No es solo una recriminación a la incredulidad de los discípulos, sino una invitación al análisis. Dudar no es malo; el que no piensa no duda, y el que no duda no piensa, pero hay que salir de dudas.

¿De dónde provenían las dudas de los discípulos? De no haber comprendido el misterio de la cruz, ni antes ni después. Por eso, para deshacer sus dudas, Jesús les invita a verificar su identidad de Crucificado, pues la resurrección no desfigura ni falsea la realidad. No oculta la Cruz.

     ¿Por qué surgen dudas en nuestro corazón? Quizá porque no hemos salido de él, de nuestro encasillamiento egoísta.

    A Francisco de Asís se le desvanecieron las dudas al abrazar al leproso… Quien toca o abraza la cruz de Cristo encarnada en los hombres; quien hace la experiencia de amar a Dios como Dios manda, o mejor, como Dios ama, supera todas las dudas de fe. Porque creer es amar, ya que Dios es Amor. Hay que salir de dudas; para eso hay que salir de uno mismo y abrirse a los demás con un abrazo fraterno, como Francisco de Asís.

 REFLEXIÓN PERSONAL

 .- ¿Surgen dudas en mi interior? ¿por qué?, ¿de qué tipo?

.- ¿De verdad integro el mensaje de la resurrección en mi vida?

.- ¿Soy más dado a culpabilizar, a acusar, que a excusar?

 DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

jueves, 4 de abril de 2024

DOMINGO II DE PASCUA -B-

1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 4,32-35.

    En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor. Todos eran muy bien vistos. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno.

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    Nos hallamos ante el segundo “sumario” en que se describe la vida de la comunidad. Es más un ideal de comunidad que una radiografía real de la comunidad (lo mostrará el relato de Ananías y Safira: Hch 5,1-11 o el descuido de las viudas de los cristianos helenistas: Hch 6,1)). Se insiste en la comunidad de pensamiento y de bienes. Y se destaca la centralidad y la comunión en torno a los apóstoles, que gestionaban no solo la evangelización sino la asistencia a los necesitados. El mismo libro mostrará con la institución de los Siete (Hch 6,1-6), cómo esta tarea fue delegada en otros miembros de la comunidad. Fe y vida deben ir coordinados.

 2ª Lectura: 1 Juan 5,1-6.

   Queridos hermanos:

    Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios; y todo el que ama a Aquel que da el ser, ama también al que ha nacido de Él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Y esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe; porque ¿quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Este es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No solo con agua, sino con agua y con sangre: y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.

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     La fe en Cristo es la victoria del cristiano; quien cree en Él ha nacido de Dios, y desde Dios ama a todo el que ha nacido de Dios, a todo hombre. El amor de Dios se autentifica en el amor al prójimo, pero, también, el amor al prójimo se origina y fundamenta en el amor a y de Dios. No hay dos amores distintos, sino dos visibilizaciones del único amor. Así lo vivió y enseñó Jesús.

 Evangelio: Juan 20,19-31.

    Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros.

    Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.

    Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.  Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

     Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.

     A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: Paz a vosotros.

    Luego dijo a Tomás: Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métala en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!

    Jesús le dijo: ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.

    Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de sus discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.

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    El texto contempla dos escenas: una, común con los evangelios sinópticos (la aparición a los discípulos), y otra, específica del IV Evangelio (el relato de Tomás).

    La paz del resucitado es la gran aportación de Jesús a la historia del hombre: “El es nuestra PAZ” (Ef 2,14). Una paz que se hace misión y se encarna en el perdón. La paz del Señor no es pactista: reestructura por dentro, redime y libera del origen de la violencia: el pecado. Por eso se asienta en el perdón de Dios, y se prolonga en el perdón fraterno.

    La escena de Tomás muestra la dificultad de creer en la resurrección si no se ha dado “un” encuentro con el Señor. Las últimas palabras de Jesús a Tomás desvelan el contenido profundo de la fe: sin “visión” no hay fe, pero sin fe es imposible la “visión”. La fe no es ciega, es clarividente, trasciende las apariencias y descubre en las huellas del Crucificado (y de todo crucificado) la verdad del Resucitado. El Resucitado sigue marcado para siempre con las huellas de su amor al hombre.  

 REFLEXIÓN PASTORAL

    La resurrección de Jesús no fue una invención de los discípulos;  fueron ellos los primeros y los más sorprendidos.

    A los dos días de la crucifixión habían empezado a resignarse ante lo irremediable: dar por perdido a Jesús y a su causa. Pero Jesús no podía resignarse a esa idea y quiere meterles por los ojos y por las manos su resurrección, con la paciencia del maestro que repite la lección una y otra vez con distintos recursos.

    Las apariciones de Jesús no son un jugar al escondite; son las últimas lecciones del Maestro antes de  que los discípulos se abran al mundo con la insospechada novedad del Evangelio. Eso fueron los días que siguieron a la resurrección: una pugna de la luz contra el temor que cegaba los ojos de los discípulos. Y es el contexto del relato evangélico de este domingo: miedo, retraimiento, desorientación, puertas cerradas...

      La resurrección del Señor no es, y no fue, una creencia fácil. Por eso Jesús se hace presente. Su aparición no es solo para “consolar” sino para “consolidar” la misión que el Padre le encomendó, y que Él ahora confía a su Iglesia. Pero faltaba Tomás.

      No somos comprensivos con este apóstol. Lo consideramos incrédulo  cuando, en realidad, todos los discípulos habían mostrado el mismo escepticismo. Tomás es como el hombre moderno que no cree más que lo que toca; un hombre que vive sin ilusiones; un pesimista audaz que quiere enfrentarse con el mal, pero no se atreve a creer en el bien. A Tomás no le bastaban las referencias de terceros, buscaba la experiencia, el encuentro personal con Cristo. Y Cristo accedió.

    Y de aquel pobre Tomás surgió el acto de fe más hermoso que conocemos: “Señor mío y Dios mío”. Y arrancó de Jesús la última bienaventuranza del Evangelio: “Bienaventurados los que crean sin haber visto”.  Que no quiere decir dichosos los que crean sin conocerme, sino dichosos los que sepan reconocer mi presencia en la Palabra hecha evangelio; hecha alimento y perdón en los sacramentos; hecha comunión fraterna, hecha sufrimiento humano. Pues desde la fe y el amor podemos contemplarle en las manos y los pies, la carne y los huesos de aquellos que hoy son la prolongación de su pasión y muerte. Y es que el resucitado es el crucificado, y a Cristo resucitado solo se accede por la comprobación de la Cruz. Las llagas de Cristo, contraídas por nuestro amor, nos ayudan a entender quién es Dios y que solo un Dios que nos ama hasta cargar con nuestras heridas y nuestro dolor, herido y dolorido Él también, es digno de fe y de credibilidad.

    Este segundo domingo de Pascua, desde que así lo denominara Juan Pablo II, es conocido como “domingo de la misericordia”.

    La misericordia de Dios es el crisol donde confluyen, se funden y  se fundan todos los matices del amor divino: el de padre (Is 63,16), el de esposo (Os 2,3ss) y el de madre (Is 49,14-15).

     Misericordia constituyente, porque hace ser; reconstituyente, porque perdona; estimulante, porque abre a un futuro de esperanza. Misericordia que pertenece a la esencia íntima de Dios, superando cualquier otra dimensión en él (Os 11,8-9). Y es, además, la revelación más nítida de su omnipotencia (Sab 11,23), que no discrimina sino que abarca a toda la creación, ya que “el hombre se compadece de su prójimo, el Señor de todo ser viviente” (Eclo 18,13).

     La misericordia es el corazón y el rostro de Dios: su nombre es “el Misericordioso” (Eclo 50,19), o como dice san Pablo: “Padre de las misericordias” (2 Cor 1,3).Y también es su voluntad: “Quiero misericordia y no sacrificio” (Os 6,6). Una dimensión que debe ser contemplada y creída, pero, sobre todo, debe ser recreada: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Con una misericordia operativa, que vaya más allá del mero sentimiento (Mt 25,31 ss), y ejercida con alegría (Rom 12,8)-. Una misericordia introducida por Jesús en el catálogo de las bienaventuranzas (Mt 5,7), y que será nuestro mejor aval ante Dios, pues “el juicio será sin misericordia para quien no practicó la misericordia…” (Sant 2,13)-.

     La misericordia oxigena la vida, aporta salud a los pulmones del alma y permite respirar los aires del Espíritu. Es la misericordia que tuvo Jesús con Tomás, abriéndole el corazón, y la que hemos de intentar tener nostros, abriendo también el nuestro. Y en última instancia, no solo que nosotros “metamos” nuestra mano en sus heridas y en su corazón sino que también él meta la suya en las nuestras.

 REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Con qué valor doy yo testimonio de Cristo resucitado?

.- ¿He experimentado en mi vida, de verdad, la paz del perdón de Dios?

.- ¿He sembrado en la vida la paz a través del perdón y la misericordia?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.