1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 4,32-35.
En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor. Todos eran muy bien vistos. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno.
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Nos hallamos ante el segundo “sumario” en
que se describe la vida de la comunidad. Es más un ideal de comunidad que una
radiografía real de la comunidad (lo mostrará el relato de Ananías y Safira:
Hch 5,1-11 o el descuido de las viudas de los cristianos helenistas: Hch 6,1)).
Se insiste en la comunidad de pensamiento y de bienes. Y se destaca la
centralidad y la comunión en torno a los apóstoles, que gestionaban no solo la
evangelización sino la asistencia a los necesitados. El mismo libro mostrará
con la institución de los Siete (Hch 6,1-6), cómo esta tarea fue delegada en
otros miembros de la comunidad. Fe y vida deben ir coordinados.
Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios; y todo el que ama a Aquel que da el ser, ama también al que ha nacido de Él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Y esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe; porque ¿quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Este es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No solo con agua, sino con agua y con sangre: y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.
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La fe en Cristo es la victoria del
cristiano; quien cree en Él ha nacido de Dios, y desde Dios ama a todo el que
ha nacido de Dios, a todo hombre. El amor de Dios se autentifica en el amor al
prójimo, pero, también, el amor al prójimo se origina y fundamenta en el amor a
y de Dios. No hay dos amores distintos, sino dos visibilizaciones del único
amor. Así lo vivió y enseñó Jesús.
Al anochecer de aquel día, el día primero
de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por
miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a
vosotros.
Y diciendo esto, les enseñó las manos y el
costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el
Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el
Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Tomás, uno de los Doce, llamado el
Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le
decían: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la
señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la
mano en su costado, no lo creo.
A los ocho días, estaban otra vez dentro
los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se
puso en medio y dijo: Paz a vosotros.
Luego dijo a Tomás: Trae tu dedo, aquí
tienes mis manos; trae tu mano y métala en mi costado; y no seas incrédulo,
sino creyente. Contestó Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!
Jesús le dijo: ¿Porque me has visto has
creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de sus discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.
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El texto contempla dos escenas: una, común
con los evangelios sinópticos (la aparición a los discípulos), y otra,
específica del IV Evangelio (el relato de Tomás).
La paz del resucitado es la gran aportación
de Jesús a la historia del hombre: “El es
nuestra PAZ” (Ef 2,14). Una paz que se hace misión y se encarna en el
perdón. La paz del Señor no es pactista: reestructura por dentro, redime y
libera del origen de la violencia: el pecado. Por eso se asienta en el perdón
de Dios, y se prolonga en el perdón fraterno.
La escena de Tomás muestra la dificultad de
creer en la resurrección si no se ha dado “un” encuentro con el Señor. Las
últimas palabras de Jesús a Tomás desvelan el contenido profundo de la fe: sin
“visión” no hay fe, pero sin fe es imposible la “visión”. La fe no es ciega, es
clarividente, trasciende las apariencias y descubre en las huellas del
Crucificado (y de todo crucificado) la verdad del Resucitado. El Resucitado
sigue marcado para siempre con las huellas de su amor al hombre.
La resurrección de Jesús no fue una
invención de los discípulos; fueron
ellos los primeros y los más sorprendidos.
A los dos días de la crucifixión habían
empezado a resignarse ante lo irremediable: dar por perdido a Jesús y a su
causa. Pero Jesús no podía resignarse a esa idea y quiere meterles por los ojos
y por las manos su resurrección, con la paciencia del maestro que repite la
lección una y otra vez con distintos recursos.
Las apariciones de Jesús no son un jugar al
escondite; son las últimas lecciones del Maestro antes de que los discípulos se abran al mundo con la
insospechada novedad del Evangelio. Eso fueron los días que siguieron a la
resurrección: una pugna de la luz contra el temor que cegaba los ojos de los
discípulos. Y es el contexto del relato evangélico de este domingo: miedo,
retraimiento, desorientación, puertas cerradas...
La resurrección del Señor no es, y no
fue, una creencia fácil. Por eso Jesús se hace presente. Su aparición no es
solo para “consolar” sino para “consolidar” la misión que el Padre le
encomendó, y que Él ahora confía a su Iglesia. Pero faltaba Tomás.
No somos comprensivos con este apóstol.
Lo consideramos incrédulo cuando, en
realidad, todos los discípulos habían mostrado el mismo escepticismo. Tomás es
como el hombre moderno que no cree más que lo que toca; un hombre que vive sin
ilusiones; un pesimista audaz que quiere enfrentarse con el mal, pero no se
atreve a creer en el bien. A Tomás no le bastaban las referencias de terceros,
buscaba la experiencia, el encuentro personal con Cristo. Y Cristo accedió.
Y de aquel pobre Tomás surgió el acto de fe
más hermoso que conocemos: “Señor mío y
Dios mío”. Y arrancó de Jesús la última bienaventuranza del Evangelio: “Bienaventurados los que crean sin haber
visto”. Que no quiere decir dichosos
los que crean sin conocerme, sino dichosos los que sepan reconocer mi presencia
en la Palabra hecha evangelio; hecha alimento y perdón en los sacramentos;
hecha comunión fraterna, hecha sufrimiento humano. Pues desde la fe y el amor
podemos contemplarle en las manos y los pies, la carne y los huesos de aquellos
que hoy son la prolongación de su pasión y muerte. Y es que el resucitado es el
crucificado, y a Cristo resucitado solo se accede por la comprobación de la
Cruz. Las llagas de Cristo, contraídas por nuestro amor, nos ayudan a entender
quién es Dios y que solo un Dios que nos ama hasta cargar con nuestras heridas
y nuestro dolor, herido y dolorido Él también, es digno de fe y de credibilidad.
Este segundo domingo de Pascua, desde que
así lo denominara Juan Pablo II, es conocido como “domingo de la misericordia”.
La misericordia de Dios es el crisol donde
confluyen, se funden y se fundan todos
los matices del amor divino: el de padre (Is 63,16), el de esposo (Os 2,3ss) y
el de madre (Is 49,14-15).
Misericordia constituyente, porque hace ser; reconstituyente, porque perdona; estimulante, porque abre a
un futuro de esperanza. Misericordia que pertenece a la esencia íntima de Dios, superando cualquier otra dimensión en él (Os 11,8-9). Y es, además, la revelación más nítida de su omnipotencia
(Sab 11,23), que no discrimina sino que abarca a toda la
creación, ya que “el hombre se compadece de
su prójimo, el Señor de todo ser viviente” (Eclo 18,13).
La misericordia es el corazón y el rostro
de Dios: su nombre es “el Misericordioso” (Eclo 50,19), o como dice san Pablo: “Padre de las misericordias” (2 Cor 1,3).Y también es su voluntad: “Quiero misericordia y no sacrificio” (Os 6,6). Una dimensión que debe ser
contemplada y creída, pero, sobre todo, debe ser recreada: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Con una misericordia operativa, que
vaya más allá del mero sentimiento (Mt 25,31 ss), y ejercida con alegría (Rom
12,8)-. Una misericordia introducida por Jesús en el catálogo de las
bienaventuranzas (Mt 5,7), y que será nuestro mejor aval ante Dios, pues “el juicio será sin misericordia para quien
no practicó la misericordia…” (Sant 2,13)-.
La misericordia oxigena la vida, aporta
salud a los pulmones del alma y permite respirar los aires del Espíritu. Es la
misericordia que tuvo Jesús con Tomás, abriéndole el corazón, y la que hemos de
intentar tener nostros, abriendo también el nuestro. Y en última instancia, no
solo que nosotros “metamos” nuestra mano en sus heridas y en su corazón sino
que también él meta la suya en las nuestras.
.- ¿Con qué valor doy yo
testimonio de Cristo resucitado?
.- ¿He experimentado en mi
vida, de verdad, la paz del perdón de Dios?
.- ¿He sembrado en la vida la paz a través del perdón y la misericordia?
DOMINGO J. MONTERO
CARRIÓN, OFMCap.
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