miércoles, 29 de mayo de 2019

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR -C-


 1ª Lectura: Hechos 1,1-11

     En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los Apóstoles, que había escogido movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del Reino de Dios.
    Una vez que comían juntos les recomendó: No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.
Ellos le rodearon preguntándole: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?
    Jesús contestó: No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo.
Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse.

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    Este, junto a Lc 24,51, es el único relato de la ascensión del Señor a los cielos en presencia de los discípulos. Y solo él informa de que el Señor resucitado estuvo apareciéndose durante 40 días los discípulos.
    ¿Cuándo tuvo lugar la Ascensión? Lc 24,51; Hch 1,9-11 y Mc 16,19 coinciden en hacer seguir inmediatamente la ascensión a la aparición del Resucitado y al diálogo con los Once. En  esta línea puede aducirse el testimonio de Jn 20,17, donde Jesús prohíbe a María Magdalena retenerlo porque “aún no he subido a mi Padre”, y le ordena decir a los discípulos: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. También Mt 28,18-19 deja suponer que Jesús habla como quien ya ha subido al Padre. De donde podemos concluir que el cristianismo primitivo consideró la resurrección y la ascensión del Señor como dos momentos/aspectos íntimamente vinculados en su significación y realización. El resucitado viene al encuentro de sus discípulos desde el Padre, desde el cielo.
    Después de la resurrección el Señor no anduvo “errante” e “irrastreable” por la tierra; subió al Padre (fue glorificado). Esto no desvirtúa el relato del libro de los Hechos. Este sería el testimonio del último encuentro del Resucitado con los discípulos antes de iniciar la misión, acaecido cuarenta días después de la resurrección (sin olvidar el valor simbólico del número 40 en la Biblia).
    Interesante es notar que, si bien en el AT existen referencias a dos personajes “llevados” al cielo -Enoc (Gen 5,24) y Elías (2 Re 2,11)-, la “ascensión” de Jesús es “protagonizada” por él; no es “raptado” ni llevado a ningún lugar indeterminado. Él va al Padre (Jn 14,12), a prepararnos un lugar (Jn 14,3) y se despide con una bendición (Lc 24,50).


2ª Lectura: Efesios 1,17-23

“Hermanos:
Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo sino en el futuro. Y todo lo puso bajos sus pies y lo dio a la Iglesia como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

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En la Carta se subraya la resurrección y glorificación de Cristo junto al Padre, al tiempo que se mantiene la conexión profunda, íntima de Cristo con la Iglesia, que, de alguna manera, ya participa de la suerte definitiva del Señor, su Cabeza. Esto, es verdad, aún no es visible en este mundo, por eso pide para los cristianos ojos e inteligencia espirituales para conocer a Dios y la vocación a la que Dios nos llama en Cristo. Sin esa visión todo nos parecerá “sin sentido”, “locura” como dirá el Apóstol a los Corintios (I Co  1,18). Necesitamos la “sabiduría de Dios”  para hacer una lectura correcta de la vida.

Evangelio: Lucas 24,46-53

                                              

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Y vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.
Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos (subiendo hacia el cielo).
Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”.

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    Con estas líneas concluye la primera parte de la obra de san Lucas - el Evangelio - , “mi primer libro” (Hch 1,1). La historia de Jesús, su pasión y resurrección, formaba parte del proyecto salvador de Dios. Los discípulos han sido testigos oculares, aunque un poco “torpes” (Lc 24,25) inicialmente. Pero la obra de Jesús no termina con él, con su muerte y glorificación (resurrección / ascensión).  Queda por cumplir un aspecto fundamental: la misión a todos los pueblos. Eso es tarea de los discípulos y del Espíritu  - la nueva presencia de Jesús -, que les capacitará y fortificará.
    El Señor resucitado no es distinto de Jesús de Nazaret. No ha cambiado la temática: en la despedida les habla del Reino de Dios y de la misión evangelizadora. Desde el cielo mantiene su contacto vivo con los suyos, asistiéndoles con su Espíritu.
     La despedida de Jesús no es un adiós definitivo, ni una ausencia. Su ascensión inagura una nueva presencia. Bendecidos por Jesús, los discípulos afrontan la nueva tarea “con  alegría” (Hch 2,46).

REFLEXIÓN PASTORAL

         El triunfo de Cristo gira en torno a tres grandes celebraciones: la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés.  Hoy celebramos la Ascensión. La 1ª lectura la ha narrado de una manera plástica; la 2ª lectura y el Evangelio hablan de las implicaciones de esa Ascensión: lo que supuso para Jesús, y lo que supone para nosotros. Porque su Ascensión nos atañe, nos pertenece, como nos recuerda la oración con que se inicia esta celebración.
          La Ascensión de Jesús es el primer paso de nuestra ascensión, y un paso seguro, porque lo ha dado Él. Ya tenemos un pie puesto en el cielo, o como dirá S. Pablo en la carta a los Efesios, “nos ha sentado con El en el cielo”.  Pero  ese primer paso de Jesús hay que seguirlo con nuestros propios pasos, porque se trata de seguirle, de seguir sus pasos en esa ascensión personal.
         La obra de Jesús: su vida para los demás, su amor preferencial por los menos favorecidos, su vocación por la verdad..., su ser y su hacer, han sido rubricados por el Padre. Y, cumplida su misión, retorna al Padre, punto de partida. “Salí del Padre y vine al mundo, ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre”. Pero, “no estéis tristes”, porque no es un adiós definitivo, sino un hasta luego; no es un desentenderse, porque “voy a prepararos un lugar, para que donde esté Yo estéis también vosotros”.
La Ascensión no significa la ausencia de Jesús de entre nosotros, sino un nuevo modo de presencia entre nosotros. Él continúa presente “donde dos o más estén reunidos en mi nombre” (Mt 18,20), en la fracción del pan eucarístico, en el detalle del  vaso de agua fresca dado en su nombre (cf. Mt 10,42), en la urgencia de cada hombre (hambre, enfermedad, cárcel, desnudez... “pues lo que hicisteis a uno de estos lo hicisteis conmigo” Mt 25,31-44). Pero ya no será Él quien multiplique los panes, sino nuestra solidaridad fundamentada en Él. Ya no recorrerá Él los caminos del mundo para anunciar la buena noticia, sino que hemos de ser nosotros, sus discípulos, los que hemos de ir por el mundo anunciando y, sobre todo, viviendo su evangelio...
Desde la Ascensión del Señor, sobre la Iglesia ha caído la responsabilidad de encarnar la presencia y el mensaje de Cristo. Se le ha asignado una tarea inmensa: ¡que no se note la ausencia del Señor! Es una invitación a crecer.
La Ascensión es el principio y el fundamento de la misión. Una misión que consiste fundamentalmente en elevar la realidad, liberándola del egoísmo, de la violencia, de la mentira interesada, de la superficialidad...  La fiesta de hoy nos invita a levantar nuestros ojos, a mirar al cielo en un intento de recuperar para nuestra vida la dosis de trascendencia y esperanza necesaria para no sucumbir a la tentación de un horizontalismo materialista; para dotar a la existencia de motivos válidos y permanentes más allá de la provisoriedad y el oportunismo utilitarista.
Vivir mirando al cielo es no perder nunca de vista la huella del Señor; no es, por tanto, una evasión sino una toma de conciencia crítica frente a los intentos absolutistas y manipuladores de los que pretenden recortar el horizonte del hombre. Elevar nuestros ojos a lo alto es reivindicar altura y profundidad para nuestra mirada, para inyectar en la vida la luz y la esperanza que nos vienen de Dios; para “comprender cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál la riqueza de gloria que da en heredad a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros”.
La Ascensión del Señor supone también un acto de confianza. Cristo se confía a nuestras manos: nos entrega su obra y Él mismo se nos entrega. Pero volverá a ver qué hemos hecho de esa confianza. ¿Vamos a defraudarle?
Que  sepamos vivir esta fiesta celebrando el triunfo definitivo de Cristo y acogiendo con responsabilidad y gratitud la tarea que Él nos confía. Que también nosotros sepamos elevarnos y elevar nuestro entorno para una convivencia más humana y más cristiana, que sirva a los demás como principio de paz y esperanza.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Cómo vivo la Ascensión? ¿Me siento afectado?
.- ¿Qué realidades están clamando en mí y en mi entorno por una ascensión liberadora?
.- ¿Qué hago por la Tierra nueva, donde habite la justicia?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

martes, 21 de mayo de 2019

DOMINGO VI DE PASCUA -C-



1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 15,1-2. 22-29

    “En aquellos días, unos que bajaban de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban como manda la ley de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo y Bernabé y algunos más subieran a Jerusalén a consultar a los Apóstoles y presbíteros sobre la controversia.
    Los Apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron entonces elegir algunos de ellos y mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas Barsabá y a Silas, miembros eminentes de la comunidad y les entregaron esta carta: “Los Apóstoles, los presbíteros y los hermanos saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia convertidos del paganismo. Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alarmado con sus palabras. Hemos decidido por unanimidad elegir a algunos y enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que han dedicado la vida a la causa de nuestro Señor. En vista de esto mandamos a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que no os contaminéis con la idolatría, que no comáis sangre ni animales estrangulados y que os abstengáis de la fornicación. Haréis bien en apartaros de todo esto. Salud”.

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    Desde Jerusalén, se intenta “judaizar” a los convertidos del paganismo. La comunidad de Antioquía no acepta esa “colonización”, y envía a Jerusalén  una legación encabezada por Bernabé, Pablo y posiblemente Tito. Expuesta su postura con libertad y claridad, todos llegan a un acuerdo de no imponerlos otra cláusula que el recuerdo de los pobres de la comunidad jerosolimitana (cf. Gál 2,1-11). La “carta apostólica” que recoge el libro de los Hechos -y que aparece en este texto- parece que debió producirse en otro momento. Su objetivo era evitar tensiones entre los convertidos del paganismo y los judeocristianos más tradicionales. Unos y otros debían hacer concesiones en lo disciplinar, no en lo doctrinal, sin servilismos ni claudicaciones al núcleo del Evangelio. No se menciona el tema central del debate: la circuncisión, tema definitivamente superado. Lo esencial es el bautismo. San Agustín, en formulación feliz, afirma: “En lo esencial unidad, en lo dudoso libertad, en todo caridad”.

2ª Lectura: Apocalipsis 21,10-14. 22-23

     El ángel me transportó en espíritu a un monte altísimo y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido. Tenía una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel. A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y a occidente tres puertas. El muro tenía doce cimientos, que llevaban doce nombres: los nombres de los Apóstoles del Cordero. Templo no vi ninguno, porque es su templo el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero. La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero”.

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    Continuamos en la presentación de la Jerusalén celeste, la ciudad santa. El Vidente ante la imposibilidad de describir algo “trascendente” recurre a esquemas e imágenes extraídos de la Sagrada Escritura (Ez 40,2; 48,31-35), que, en el fondo, todas resultan “sugerentes”, aunque “insuficientes”. Este proyecto de Dios es nuevo y renovador, pero no es ajeno a su plan “histórico”. La alusión a las tribus de Israel lo sugiere; pero, además, ese proyecto se asienta sobre los pilares de los doce Apóstoles del Cordero. Cristo está a la base de esa realidad. Es reseñable una ausencia fundamental: la ausencia del templo, porque el verdadero templo es el Señor Todopoderoso y el Cordero (cf. Jn 19-21). No serán necesarios “espacios” sagrados. Dios será ese “espacio” de santidad, en el que viviremos y existiremos (cf. Hch 17,28). También la ausencia de las luminarias celestes es destacable: porque esa dimensión la personaliza el mismo Dios y el Cordero es su lámpara. La Ciudad Santa será una realidad luminosa, brillante, pero la luz no vendrá de fuera, sino originada desde dentro, desde la presencia de Dios que la ilumina.

Evangelio: Juan 14,23-29

    En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.
La paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.

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    El texto seleccionado forma parte del discurso de despedida de Jesús. Tres aspectos destacan en él. 1) Jesús ofrece criterios de identidad para reivindicar proximidad con él: guardar su palabra. No solo oírla, sino guardarla en el sentido de convertirla en vida. No es una llamada al intimismo piadoso sino a la verificación existencial. El amor no es un “sentimiento” sino un “consentimiento”. 2) Garantiza a los discípulos la presencia del Espíritu como compañero permanente, e intérprete y memoria de sus palabras. 3) Les envuelve en “su” paz, capaz de vencer todos los temores inherentes a su seguimiento.
La “partida” de Jesús no abre un vacío ni supone su ausencia. Es la culminación del proyecto que el Padre le encomendó. Su presencia será real, pero a otro nivel: Ya no estará “con” nosotros, sino “en” nosotros, junto al Padre, en todo aquel que cumpla sus palabras.

REFLEXIÓN PASTORAL

Próximos ya a la fiesta de la Ascensión del Señor, seguimos comentando las palabras de despedida de Jesús en la tarde del Jueves Santo. Con ellas no sólo quiso abrir confidencialmente su corazón a los discípulos, sino que también quiso abrirles los ojos, clarificándoles algunos criterios para que,  en su ausencia, y “antes de que suceda”, supieran interpretar correctamente las situaciones, sabiendo a qué atenerse. Pues los conflictos y los problemas no tardarían mucho en presentarse (1ª lectura).
Así, el pasado domingo considerábamos la señal del cristiano: el amor al prójimo “como Yo os he amado”, con una advertencia: “permaneced en mi amor”.
Hoy nos dice: “El que me ama, guardará mi palabra”. Y es que amar a Jesús – y al prójimo – es una cuestión práctica. No se trata de manifestaciones rotundas de fidelidad, como san Pedro; ni de meros sentimientos (“No el que diga: Señor, Señor…” Mt 7,21); ni de escuchas incomprometidas (“Has predicado en nuestras plazas...” Lc 13,26).
      “El que me ama, guardará mi palabra; el que no me ama, no guardará mi palabra”. Con ello Jesús nos quiere decir dos cosas: que solo desde el amor es posible guardar su palabra, y que solo el que guarda su palabra “permanece en su amor”, le ama de verdad.
     Queda, pues, al descubierto la contradicción del que se confiesa “creyente, pero no practicante”. El que no adopta, el que no asume la praxis de Jesús, su palabra, no cree en Él ni le ama de verdad. El amor, como la fe, sin obras está muerto.
Hay que guardar su palabra. ¿Y eso qué implica? En primer lugar, conocerla -¿y  ya la conocemos?- ; y, además, interiorizarla y vivirla en el día a día, impregnando con su sentido y su luz los comportamientos y actitudes personales  - “¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo?” (Lc 6, 46) -. En otra ocasión manifestó su desacuerdo con estas palabras “Anuláis la palabra de Dios con vuestras tradiciones” (Mt 15, 6).
Abrir el evangelio en todas las situaciones de la vida, y abrirnos al evangelio. En un mundo saturado de palabras, vacías, artificiales, contradictorias, dichas para no ser guardadas, infectadas por el virus de la caducidad; hay una palabra plena, veraz, fiel, dicha para ser guardada, con una garantía de origen, la de Jesús.
En la carta de Santiago se nos hace una advertencia muy pertinente: “Recibid con docilidad la palabra sembrada en vosotros y que es capaz de salvaros. Poned por obra la palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos” (1,21-22).
Pero, hay que reconocerlo, esto no es fácil, ni obra del sólo esfuerzo humano; se requiere la presencia y la fuerza del Espíritu Santo, como en María. Nadie como ella guardó la Palabra con tanta verdad y profundidad. Aquí reside la inigualable grandeza de María, en su entrega inigualablemente audaz a la Palabra de Dios, haciéndose total disponibilidad: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38. Y actuando así convirtió a la palabra de Dios en su hijo, quedando ella convertida en Madre  de la Palabra y en Morada de Dios. Y en nadie como en María fue tan fuerte y tan íntima la acción del Espíritu Santo.
Abrámonos a las Palabra de Jesús, porque son más que palabras, son “espíritu y vida” (Jn 6,63); son la llave para hacer de nuestra vida una morada de Dios: “pues al que guarda mi palabra mi Padre le amará y vendremos a él y moraremos en él”. ¡Siendo así las cosas, bien vale la pena el empeño!

REFLEXIÓN PERSONAL

.- Ante la realidad eclesial, ¿soy abierto, crítico o indiferente?
.- ¿Con qué responsabilidad asumo la misión de ser luz, en ese proyecto nuevo de Dios?
.- ¿Cuál es mi actitud ante la palabra de Dios?

DOMINGO MONTERO, OFM Cap.


miércoles, 8 de mayo de 2019

DOMINGO IV DE PASCUA -C-



1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 13,14. 43-52.

     En aquellos días, Pablo y Bernabé desde Perge siguieron hasta Antioquía de Pisidia; el sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento. Muchos judíos y prosélitos practicantes se fueron con Pablo y Bernabé, que siguieron hablando con ellos, exhortándolos a ser fieles al favor de Dios.
   El sábado siguiente casi toda la ciudad acudió a oír la Palabra de Dios. Al ver el gentío, a los judíos les dio mucha envidia y respondían con insultos a las palabras de Pablo. Entonces Pablo y Bernabé dijeron sin contemplaciones: “Teníamos que anunciaros primero a vosotros la Palabra de Dios, pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles. Así nos lo ha mandado el Señor: “Yo te haré luz de los gentiles, para que seas la salvación hasta el extremo de la tierra”. Cuando los gentiles oyeron esto, se alegraron mucho y alababan la Palabra del Señor; y los que estaban destinados a la vida eterna, creyeron.
    La palabra del Señor se iba difundiendo por toda la región. Pero los judíos incitaron a las señoras distinguidas y devotas y a los principales de la ciudad, provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé y los expulsaron del territorio.

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     En su aparente sencillez el texto escogido nos informa de un momento trascendental en la historia de la comunidad cristiana. Pertenece a lo que se designa como “el primer viaje misionero” (Hch 13-14). La responsabilidad de la fe convierte a la iglesia de Antioquía en misionera. La fe urge la misión, y ésta es una respuesta de la fe. Siguiendo la estrategia misionera, los judíos son los primeros destinatarios del anuncio del Evangelio. Ante la resistencia que ofrecen, Pablo da un paso adelante: “Nos volveremos a los gentiles”. Un salto cualitativo en la estrategia evangelizadora, que el Apóstol legitima y apoya en una cita profética (Is 49,6), atribuida en un principio al Siervo de Yahwéh, pero que él se aplica a sí mismo. Dos actitudes se destacan ante esta decisión: la alegría de los gentiles, al saberse destinatarios de la salvación, y la envidia de los judíos, cegados por una visión patrimonialista y excluyente de la salvación. Aprendamos la lección: la misión surge de la fe, y la fe demanda la misión, una misión no excluyente, sino abierta e integradora.

2ª Lectura: Apocalipsis 7,9. 14b-17.

    Yo, Juan, vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lenguas, de pie delante del trono del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos.
     Y uno de los ancianos me dijo: “Éstos son los que vienen de la gran tribulación, han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios dándole culto día y noche en el templo. El que se sienta en el trono acampará entre ellos. Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el Cordero que está delante del trono será su pastor, y los conducirá hacia las fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos”.

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   Nos encontramos en la sección de “los sellos” (Ap 6-8,5), concretamente en el impasse entre el sexto y el séptimo sello. El Vidente nos habla de una multitud inmensa y universal (antes ha hablado de los 140.000 sellados de las tribus de Israel).
¿Quiénes son y de dónde han venido? Son los “discípulos” y “testigos” de Jesús que han  perseverado en sus pruebas (cf. Lc 22,28), incluido el martirio (las palmas en las manos aluden probablemente a esa realidad), convertidos ahora en pueblo sacerdotal, “dándole a Dios culto día y noche”. El texto se revela como el cumplimiento definitivo de las palabras de Jesús: “Donde yo esté, estará mi servidor” (Jn 12,26).
  El Cordero glorioso es el Pastor humilde del Evangelio (Jn 10,14ss). Allí se cumplirán definitivamente las bienaventuranzas, cuando “Dios enjugará las lágrimas de su ojos…  y no habrá ya muerte ni llanto ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21,4).
Con estas palabras el autor no pretende alimentar la imaginación sino la esperanza, pues el más allá es inenarrable, pues “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó lo que Dios preparó para los que le aman” (1 Cor 2,9).

Evangelio: San Juan 10,27-30.

  En aquel tiempo, dijo Jesús: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno”.

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     El domingo IV después de Pascua desarrolla como idea central la imagen de Jesús como el Buen Pastor, subrayando en cada uno de los ciclos aspectos singulares del cap. 10 del Evangelio de S. Juan. Así en este domingo del llamado ciclo C, se destaca la idea de la profunda intercomunión entre Xto. -el Buen Pastor- y los creyentes -las ovejas -. Además se destaca que el Padre es conocedor de ese proyecto “pastoral”. Ser oveja de Jesús no es un hecho gregario: las ovejas toman decisiones personales: escuchan su voz y le siguen. Por otra parte Jesús también es un pastor que “personaliza”: él las conoce, las cuida y las protege. Las ovejas son un “don” del Padre.

REFLEXIÓN PASTORAL

    La imagen de Dios como pastor se remonta a los profetas (Jer 23,1-2; Ez 34). También los salmos conocen este perfil divino (Sal 23,1; 80,2). Con ella se quería descalificar a los falsos pastores, que no guiaron al pueblo según el designio de Dios, y sobre todo ratificar que Dios en persona asumirá ese quehacer. “Yo mismo buscaré a mis ovejas y las apacentaré...; buscaré a la oveja perdida y traeré a la descarriada...Y suscitaré un pastor que las apaciente” (Ez 34,11-23). ¿Cómo no ver en la parábola de la oveja perdida (Mt 18,12-14; Lc 15,4-7) y sobre todo en la imagen de Jesús, el Buen Pastor (Jn 10), el cumplimiento de esa profecía? La carta a los Hebreos hablará de Jesús como “el gran Pastor de las ovejas en virtud de la sangre de una Alianza eterna” (13,20)
   Es cierto que esta imagen -pastor y ovejas- hay que despojarla de toda connotación gregaria, pues ser oveja -discípulo de Jesús- no es un hecho gregario sino personal.
Jesús es el Buen Pastor, que conoce personalmente y da vida personal  -su vida y “en abundancia” (Jn 10,10)- por y a sus ovejas. Ovejas que son un don del Padre -“mi Padre me las ha dado”-; ovejas que son su propiedad -“nadie puede arrebatármelas”- ¡Qué serenidad y confianza para nuestra vida sabernos conocidos y amados así por Cristo!
   Pero ese conocimiento del Buen Pastor implica el reconocimiento-seguimiento de las ovejas -“escuchan mi voz y me siguen”-. ¡Qué responsabilidad para nuestra vida! Porque esto tiene consecuencias muy importantes. Ese seguimiento es, en primer lugar, acogida: supone reconocer el paso de Dios por mi vida. “Mira que estoy a la puerta llamando” (Ap 3,20); es conocimiento y personalización de los núcleos fundamentales de la persona de Jesús: sus sentimientos (Flp 2,5ss), su mentalidad (2 Cor 2,16), su estilo (1 Jn 2,6), hasta convertirle en protagonista de la propia existencia (Gál 2,20); es, finalmente, testimonio  que, como nos recuerda la 2ª lectura, ha de ser veraz, es decir, sincero, profundo y hasta sangrante.
   ¿Tenemos conciencia, experiencia de esta vida y de esta presencia del Buen Pastor? ¿Sentimos su pertenencia a Él como algo fundamental? ¿Languidecemos por inanición o nos alimentamos con su pasto vivificante?
¿Escuchamos y seguimos la voz del Señor o andamos descarriados y perdidos por caminos sin futuro tras la voz de mercenarios?
Pero, no lo olvidemos, también Jesús, es presentado como el Cordero, degollado, como el Cordero pascual.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Qué resonancias personales evoca en mí la imagen del buen Pastor?
.- ¿Reconozco y escucho su voz?
.- ¿Cómo ejercito yo mi responsabilidad “pastoral” (todos la tenemos)?

DOMINGO MONTERO, OFM Cap.