jueves, 25 de mayo de 2023

DOMINGO DE PENTECOSTÉS -A-

1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 2,1-11.

    Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.   

    Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma.  Enormemente sorprendidos preguntaban: ¿No son galileos todos estos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.

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        El libro de los Hechos ha sido calificado como “el Evangelio del Espíritu”, pues él es el protagonista principal. Y en este capítulo se evidencia. El texto está cargado de sugerencias y construido con elementos significativos del AT., con una clara intencionalidad teológica. No se trata de un “reportaje” gráfico de la venida del Espíritu, sino de la proclamación de un “mensaje” teológico: el inicio de la nueva y definitiva etapa de la historia de la salvación. La escenografía (viento, lenguas de fuego, ruido…) evoca “el día del Señor” anunciado ya por los profetas (cf. Jl 3,1-5). Como la historia de Jesús comenzó con el descenso del Espíritu (Mc 1,10), también la de la Iglesia comienza con el descenso del Espíritu. Se han roto las fronteras, la unidad perdida en Babel (Gén 11,1-9) se recupera en Pentecostés. La lengua del Evangelio es universal, porque es la lengua del amor de Dios manifestado en Cristo. La “glosolalia”, frecuente en los comienzos de  la Iglesia (Hch 10,46; 11,15; 16,9; 1 Cor 12-10; Mc 16.17), así lo manifiesta. Desde los inicios los horizontes del Evangelio son universales. No hay excluidos, todos son convocados. Es la misión confiada a la Iglesia, que realizará guiada y fortalecida por el Espíritu.

 2ª Lectura: 1 Corintios 12,3b-7. 12-13.

    Hermanos: Nadie puede decir “Jesús es Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común… Porque lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

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    Dos ideas a destacar en este fragmento: 1) Sin el Espíritu es imposible la vida cristiana. Todo está “gobernado” por el Espíritu Santo, que se manifiesta en cada uno para el bien común. Los dones personales tienen vocación eclesial. Presentación trinitaria: San Pablo nos ofrece una breve formulación trinitaria: un Espíritu, un Señor (Cristo) y un Dios (Padre) (cf. 2 Cor 13,13).

    2) Con el símil del cuerpo se subraya la unidad existente de todos los creyentes en Cristo por el bautismo y la comunión en un mismo Espíritu. El es el cohesionador de la Iglesia.

Evangelio: Juan 20,19-23.

    Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.

     Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.  Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

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     La muerte de Jesús había desconcertado a los discípulos; el miedo les atenazaba. Jesús se les presenta, como dador de la Paz y acreditado por las señales de su pasión y muerte: el Resucitado es el Crucificado; la resurrección no elimina la cruz sino que la ilumina. Al verlo, los discípulos recuperan no solo la Paz sino la alegría (sin él no hay alegría ni paz verdaderas). Y Jesús, antes de marchar, les confía la tarea de proseguir la obra que le encomendó el Padre. Como él, la realizarán, con la ayuda del Espíritu, su don definitivo; y como él esa misión tendrá como contenido principal anunciar y realizar la oferta misericordiosa de Dios: el perdón.

REFLEXIÓN PASTORAL

     Con esta fiesta se cierra la gran trilogía pascual. Con la aparición de la fuerza de Dios, que es su Espíritu, se pone en marcha el tiempo de la Iglesia, fundamentalmente dedicado a la predicación del Evangelio.

     "¿Habéis recibido el Espíritu Santo?”, preguntó S. Pablo a los cristianos de Éfeso.  "No hemos oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo", respondieron (Hch 19, 1-2). Posiblemente, nosotros habríamos dado alguna respuesta: es Dios, la Tercera persona de la Santísima Trinidad...Y quizá ahí se acabaría nuestra "ciencia del Espíritu". Y sin embargo es la gran novedad aportada por Cristo; es su don, su herencia, su legado.

      Un don necesario  para pertenecer a Cristo (Rom 8,9), para sentirle y tener sus criterios de vida, y acceder a la lectura de los designios de Dios.  Un don para todos (universal) y en favor de todos. De ahí que todo planteamiento "sectario" en nombre del Espíritu sea un pecado contra el mismo. Los monopolizadores del Espíritu no son sino sus manipuladores.

       Es el Maestro de la Verdad; es él quien nos introduce en el conocimiento del misterio de Cristo -"Nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!" sino por influencia del Espíritu" (I Co 12,3)- , y del misterio de Dios -"Nadie conoce lo íntimo de Dios sino el Espíritu de Dios" (I Co 2,11)) -.

       Es el  Maestro de la oración. El Espíritu Santo es la posibilidad de nuestra oración -"viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros" (Rom 8,26)-  y el contenido de la oración (Lc 11,8-13).

       Es el Maestro de la  comprensión de la Palabra. Inspirador de la Palabra, lo es también de su comprensión, pues "la Escritura se ha de leer con el mismo Espíritu con que fue escrita". Él da vida a la Palabra; hace que no se quede en letra muerta. Él facilita su encarnación y su alumbramiento. “Él os llevará a la verdad plena” (Jn 16,13)

      Es el Maestro del testimonio cristiano. Sin la fuerza del Espíritu, el hombre no solo carece de fuerza para dar testimonio del Señor, sino que su testimonio es carente de fuerza.

      Es una realidad envolvente. Cubrió totalmente la vida de Jesús - "El Espíritu del Señor está sobre mí" (Lc 4,18) - ; la vida de María  -"La fuerza del Altísimo descenderá sobre ti" (Lc 1,35)-, y debe cubrir la vida de todo cristiano comunitaria e individualmente.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Qué experiencia tengo del Espíritu Santo?

.- ¿Sigo su magisterio?

.- ¿Sé escuchar el lenguaje del Espíritu?

Domingo J. Montero Carrión, franciscano capuchino.

miércoles, 17 de mayo de 2023

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN -A-

1ª Lectura: Hechos 1,1-11.

    En mi primer libro querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días les habló del reino de Dios.

    Una vez que comían juntos les recomendó: No os alejéis de Jerusalén; aguardad a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo. Ellos lo rodearon preguntándole: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?

    Jesús contestó: No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo.

     Dicho esto, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se le presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse.

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    El libro de los Hechos forma la segunda parte del proyecto teológico-literario de san Lucas dirigido a Teófilo (amigo de Dios). En la primera, en el Evangelio, narró lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta que ascendió al cielo. Ahora se dispone a narrar la andadura de la Iglesia, guiada por el Espíritu de Jesús.

    Tres bloques pueden señalarse en el texto escogido: un prólogo (vv 1-2), un relato de despedida de Jesús (vv 3-8) y la ascensión propiamente dicha (vv 9-11).

    En el prologo resume la vida terrena de Jesús hasta la resurrección, mostrando la continuidad personal y temática del Jesús prepascual y pospascual.

    En el relato de despedida aparecen elementos típicos del período que sigue a la resurrección: comida con los discípulos, promesas de Jesús, incomprensiones, y misión.

     Finalmente, la Ascensión con explicación: No se trata de una ausencia para siempre; volverá y nos deja su Espíritu.

     Los textos no han de leerse literalísticamente, sino enmarcados en la simbología del lenguaje y pensamiento bíblicos. La Ascensión significa la exaltación total y definitiva de Jesús al Cielo, que es la casa del Padre. La Ascensión no debe dar origen a especulaciones y actitudes pasivas, sino que debe marcar el inicio de la misión de la Iglesia.

2ª  Lectura: Efesios 1,17-23.

    Hermanos: Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro. Y todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.

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    San Pablo pide espíritu de sabiduría para acceder al conocimiento del plan de Dios que ha hallado su plasmación y culmen en Jesucristo. Un plan en el que hemos sido incluidos por Dios y que debemos incluir en nuestra vida. De una manera especial en la carta se afirma también el triunfo de Cristo y su exaltación junto al Padre, al tiempo que se afirma  la conexión de Cristo con la Iglesia. La Ascensión no convierte a Jesús en ausente sino que inagura una nueva presencia.

Evangelio: San Mateo 28,16-20.

    En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.  Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: Se me hadado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

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     La manifestación de Jesús vivo a los discípulos se convierte en misión urgente y universal: por todo el mundo y a toda la creación, haciendo discípulos, enseñando y bautizando en el nombre del Dios Trinidad. Contenido del mensaje no será otro que lo aprendido de Jesús y con Jesús Con un mensaje y una tarea: anunciar y hacer el Evangelio. La escena se cierra con una promesa de garantía: Jesús no se ausenta, inagura una nueva presencia con sus discípulos “todos los días, hasta el fin del mundo”.

REFLEXIÓN PASTORAL

     La fiesta de la Ascensión del Señor frecuentemente la interpretamos y vivimos de una manera reductiva. Resaltamos la exaltación / glorificación personal de Cristo, que, sin duda lo es, olvidando otros aspectos que también están vinculados a ella. Y que no conviene descuidar.

     Jesús vuelve a casa, vuelve al Padre: “Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn 16,28). Pero entre esa “salida” y ese “retorno” pasaron cosas muy importantes. 

    Jesús no regresó al Padre como había salido: regresó marcado con unas señales, las pruebas del amor y de las consecuencias de su misión: las marcas de su pasión. Y dejándonos señalada una tarea: la de inyectar cielo, el Reino, en la tierra; la de ascensionar la realidad, transformándola con las semillas del Evangelio.

     La Ascensión de Jesús es una llamada de fidelidad a la Tierra, que con “dolores de parto” (Rom 8,22) ansía alcanzar la “novedad” pensada por el Padre Dios, como casa de todos sus hijos, donde reine la justicia y la paz. La Ascensión, pues, no devalúa la Tierra. Es la invitación a cultivar y llevar a feliz término su vocación original. La Ascensión supone el reconocimiento de la “mayoría de edad” de los discípulos, de la Iglesia.

      Es uno de los aspectos que destacan las lecturas de esta fiesta. “¿Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo?” (1ª lectura). La Ascensión abre una nueva perspectiva, la de la evangelización: “Id y haced discípulos de todos los pueblos…, bautizándolos  y enseñándolos a guardar todo lo que os he mandado” (Evangelio).  Es decir anunciando y haciendo Evangelio.

      ¿Qué es evangelizar? No parece que debiera ser difícil la respuesta a esta pregunta; sin embargo, vivimos en un mundo tan sofisticado y complejo que hasta lo que parece ser claro, se complica inevitablemente.

       Evangelizar es hacer explícito a Jesucristo, su persona y su mensaje, el Reino de Dios, por la predicación y el testimonio de la Iglesia, sin perder nunca de vista ni a Él (Heb 12,1) ni a la primera comunidad evangelizadora.

      Evangelizar es anunciar, desde la vida, el amor gratuito y redentor (Rom 5,6ss), concreto y personal (Jn 3,16), universal (1 Tim 2,4), preferencial (Lc 4,16ss; Mt 11,2-5) y conflictivo (Mt 6,24; 26,36ss) de Dios encarnado en Cristo. Es configurar el mundo según el proyecto de Dios manifestado por Jesucristo (Ef 1).

      “Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva y, desde dentro, renovar la misma humanidad: “Mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5; cf. 2 Cor 5,17; Gál 6,15).  Sabiendo que no hay humanidad nueva si no hay, en primer lugar, hombres nuevos, con la novedad del bautismo (cf. Rom 6,4) y de la vida según el Evangelio (cf. Ef 4,23-24; Col 3,9-10) (EvN 18).

         Evangelizar es entregar el amor de Dios al hombre y entregar al hombre al Dios Amor. No es la propuesta de una nueva ética, sino una nueva revelación de Dios encarnada en Cristo, y que hay que encarnar. Para la Iglesia evangelizar es transmitir y visibilizar esta experiencia: “Lo que hemos visto…, lo que nuestras manos tocaron… Os lo anunciamos” (1 Jn 1,1).

      La segunda lectura habla de la necesidad de que Dios ilumine los ojos de nuestro corazón -solo se ve bien cuando se mira con el corazón- para comprender esta nueva realidad que inagura la Ascensión del Señor. Porque la Ascensión nos afecta.

 REFLEXIÓN  PERSONAL

.- ¿Cómo vivo la Ascensión? ¿Me siento afectado?

.- ¿Qué realidades están clamando por una ascensión liberadora?

.- ¿Qué hago por la Tierra nueva, donde habite la justicia?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

 

 

  

  

 

 

 

jueves, 11 de mayo de 2023

DOMINGO VI DE PASCUA -A-

1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 8,5-8. 14-17.

    En aquellos días, Felipe bajó a la ciudad de Samaría y predicaba allí a Cristo. El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría.

    Cuando los apóstoles, que estaban en Jerusalén, se enteraron de que Samaría había recibido la palabra de Dios, enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban solo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.

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    La geografía del Evangelio se abre a zonas en principio excluidas (entre judíos y samaritanos había una fuerte hostilidad religiosa). Los samaritanos -ya en los evangelios hay samaritanos ejemplares: la samaritana (Jn 4), el buen samaritano (Lc 10,29ss) y el leproso agradecido (Lc 17,11ss)- acogen porque no solo oyen sino porque ven realizado el mensaje. Y el Evangelio alegra a la ciudad. Tras esa avanzadilla misionera, llegan los apóstoles a legitimar, mediante la acción del Espíritu, verdadero protagonista de la misión, los frutos de la misión, integrando en la comunidad eclesial esa nueva área evangelizada.

2ª Lectura: 1ª Pedro 3,15-18.

   Hermanos: Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os lo pidiere; pero con mansedumbre y respeto y en buena conciencia, para que en aquello mismo en que sois calumniados queden confundidos los que denigran vuestra buena conducta en Cristo; que mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal. Porque también Cristo murió una vez por los pecadores, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu.

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     Evangelizar es “dar razón de vuestra esperanza”; y esto ha de hacerse con “mansedumbre, respeto y en buena conciencia”. Evangelizar no es avasallar ni ridiculizar a otros ni a otros planteamientos. Habrá que soportar las adversidades que conlleva la misión, sin desmayo, a ejemplo del gran Evangelizador, Cristo.

Evangelio: Juan 14,15-21.

    En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os de otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni le conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive con vosotros y está con vosotros. No os dejaré desamparados, volveré. Dentro de poco el mundo no verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.

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    Continúa “el discurso de despedida” de Jesús, desgranando elementos fundamentales para fortalecer la fe y la esperanza de los discípulos. El gran legado, promotor de todo su dinamismo será el Espíritu, aquí denominado como el Defensor y el Espíritu de la verdad. Un Espíritu desconocido por  el mundo”. Declara que el verdadero amor se manifiesta en la guarda de sus “mandamientos”, y que la identificación con Jesús supone el acceso al corazón del Padre.

REFLEXIÓN PASTORAL

    Estad dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os lo pida, pero con mansedumbre, respeto y buena conciencia” (1 Pe 3,15-16).

     Esta invitación, esta urgencia, no ha desaparecido, y es particularmente necesaria en estos momentos de crisis de valores.  No a la confrontación, pero, también, no a la inhibición. Así surgió la Iglesia, del testimonio de la esperanza de los discípulos. Un testimonio que “llenó de alegría a la ciudad” (Hch 8,8). La tristeza existencial que nos atenaza, a pesar del barullo reinante, ¿no obedecerá a que hemos silenciado esa esperanza? ¿Tenemos algo que decir? ¿Decimos algo? ¿Cómo lo decimos?

    Primero, hemos de decir una palabra humana y humanizadora. Los cristianos debemos estar presente -no solo no ausentes- con presencia peculiar y propia, en la configuración del proyecto humano. Hay que humanizar, impidiendo que el rostro del hombre se vaya desfigurando con rasgos inhumanos e infrahumanos. No debemos extrañarnos sino entrañarnos en el compromiso humano. Nuestra profesión de fe debe ser humanizadora; debe ayudar a que nazca ese hombre nuevo apuntado en la resurrección de Cristo, habitante de unos cielos nuevos y una tierra nueva, donde habite la justicia (2 Pe 3,13). Pero antes, y para eso, nuestra vida personal debe humanizarse, y nuestra fe debe humanizarnos. Es la primera palabra: una palabra humana, desde el modelo de hombre que Dios nos reveló en Cristo. Que no tenemos que delegarla en otros. Cada uno, desde su humanidad, debe humanizar la vida.

      Y una palabra religiosa. No podemos sustraer, silenciar o camuflar esta palabra (Mt 5,16). Necesaria e inequívoca, creída y creíble. Pues no se trata de “terrenizar” el Evangelio, sino de “evangelizar” la tierra; no se trata tanto de “humanizar” el Evangelio, cuanto de “evangelizar” al hombre. ¿Somos religiosamente inexpresivos? ¿Los que se encuentran con nosotros, con quién se encuentran? ¿Con Dios? ¿A dónde y a quién remitimos con nuestro ser y nuestro obrar? Y esa palabra, humana y religiosa, no es más que una: JESUCRISTO. Y para pronunciarla con verdad y credibilidad necesitamos la asistencia del Espíritu

    El evangelio de hoy nos insta a una adhesión personal, íntima y consecuente a él, a Cristo, a sus “mandamientos”, que se reducen a un mandamiento: “Permaneced en mi amor” (Jn 15,9). En esa adhesión hallaremos la experiencia de la filiación divina y de la presencia fortificante del Espíritu de Dios, que es presentado como el “Espíritu de la verdad”.

 Un Espíritu que nos invita a vivir en la “verdad de Jesús” en medio de una sociedad donde la verdad está siendo desnaturalizada y tergiversada: donde a la explotación se le llama negocio; a la irresponsabilidad, tolerancia, a la injusticia, orden establecido; a la arbitrariedad, libertad; a la falta de respeto, sinceridad… Desde esa adhesión a Jesús, a sus mandamientos, y al Espíritu de la verdad, entraremos a formar parte de la “familia de Dios”, y superaremos la sensación de orfandad, desamparo y desconcierto.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Anuncio y vivo el Evangelio de la alegría y con alegría?

.- ¿Con qué actitudes doy razón de mi esperanza en Cristo?

.- ¿Guardo (viviendo) o guardo (ocultando) el mandamiento del Señor?

Domingo J. Montero Carrión, franciscano capuchino.

jueves, 4 de mayo de 2023

DOMINGO V DE PASCUA

1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 6,1-7.

    En aquellos días, al crecer el número de los discípulos, los de lengua griega se quejaron contra los de lengua hebrea, diciendo que en el suministro diario no atendían a sus viudas.

     Los apóstoles convocaron al grupo de los discípulos y les dijeron: No nos parece bien descuidar la Palabra de Dios para ocuparnos de la administración. Por tanto, hermanos, escoged siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu de sabiduría, y los encargaremos de esta tarea; nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra.

    La propuesta les pareció bien a todos y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, Prócoro, Nicanor, Simón, Pármenas y Nicolás, prosélito de Antioquía. Se los presentaron a los apóstoles y ellos les impusieron las manos orando.

     La Palabra de Dios iba cundiendo y en Jerusalén crecía mucho el número de los discípulos; incluso muchos sacerdotes aceptaban la fe.

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     El realismo eclesial aparece ya desde el principio: en la comunidad de los creyentes surgen problemas prácticos. La solución no es ignorarlos, sino abordarlos dentro de la comunidad. Los apóstoles acogen la denuncia e invitan a una solución amistosa y fraterna. Reconociendo cuál es su prioridad -el servicio de la Palabra-, delegan la gestión de la administración  en otros hermanos, llenos de fe y de Espíritu Santo, presentados por la comunidad. No acaparan a la comunidad. Surgen así los “diáconos”. En realidad esta decisión supone el reconocimiento de la diversidad en la unidad, y la instauración del discernimiento fraterno y creyente para crecer en la comunidad. El servicio de estos siete diáconos no será solo “administrativo” sino apostólico, así aparece en los casos de Esteban (6,8-8,1a) y de Felipe (8,4-8. 26-40).

2ª Lectura: 1 Pedro 2,4-9.

   Queridos hermanos: Acercándoos al Señor, la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo.

    Dice la Escritura: Yo coloco en Sión una piedra angular, escogida y preciosa; el que crea en ella no quedará defraudado”. Para vosotros los creyentes es de gran precio, pero para los incrédulos es la piedra que desecharon los constructores: ésta se ha convertido en piedra angular, en piedra de tropezar y en roca de estrellarse. Y ellos tropiezan al no creer en la palabra: ése es su destino. Vosotros, en cambio, sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa.

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    Cristo es “la piedra angular” (Ef 2,20) del nuevo edificio de Dios. Un edificio en cuya construcción entran como “piedras vivas” los cristianos, con capacidad sacerdotal “para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo”.

     La idea de la responsabilidad eclesial y la capacidad sacerdotal del pueblo de Dios se halla reseñada en los escritos neotestamentarios (Ef 2,20-22; Rom 12,1-2; Ap 1,6). Una capacidad y responsabilidad que ha de ejercerse desde una profunda vinculación a Cristo, sumo sacerdote de nuestra fe.

Evangelio: Juan 14,1-12.

    En aquel tiempo dijo a Jesús a sus discípulos: No perdáis la calma, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, si no os lo había dicho, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.

    Tomás le dice: Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino? Jesús le responde: Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.

     Felipe le dice: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le replica: hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dice tú: Muéstranos  al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo digo por mi cuenta propia. El Padre que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también el hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre.

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    En “el discurso de despedida” Jesús intenta serenar el espíritu de los discípulos ante su inminente y dramático final. Su ausencia no será definitiva. La vocación de Jesús es vivir con los suyos para siempre.

    Va al Padre, que es su hogar original y el de los que le sigan. Jesús descubre a los suyos su secreto: el Padre. Y nos descubre que “su” Padre es “nuestro” Padre. El es el Camino para ir al Padre y el Camino por el que el Padre viene a nosotros; es la Verdad  y la Vida del Padre; una Verdad y una Vida que se nos entrega abundantemente (Jn 10,10) a través de su persona. Jesús no va por libre, sigue y sirve el diseño amoroso del Padre. Su ser y su proyecto se generan en el seno del Padre y conducen al Padre. La pregunta de Jesús a Felipe sigue teniendo vigencia: Tanto tiempo y ¿aún lo conocemos de verdad? 

REFLEXIÓN PASTORAL

         ¡Atención a las intervenciones de Tomás y de Felipe!

  La tarde del Jueves Santo, a la pregunta de Tomás, Jesús responde con una afirmación sin precedentes ni analogías: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6).

    En un mundo sumido en el escepticismo, acostumbrado o resignado a tonos mediocres; donde parece no haber verdades programáticas sólidas, sino solo verdades estadísticas; donde se nos ha acostumbrado a lo de “caminante, no hay camino…”; donde de la vida se tiene una visión epidérmica y materialista, aparece Jesús, reclamando y encarnando esa función fundamental para la existencia del hombre.

     Jesús es el Camino. Para quien no tiene destino, ni interés por llegar a parte alguna, cualquier camino sirve; pero a quien busca la Verdad y la Vida no le sirve cualquier camino.  En la peregrinación del hombre hacia Dios, y en el acercamiento de Dios hacia el hombre, Cristo es el Camino. Porque no solo vamos a Dios por Él, sino que por Él viene Dios a nosotros.  

      Jesús es la Verdad. La Verdad no es algo (Jn 18, 38); la Verdad es Alguien…, lleno de verdad, que ha venido a dar testimonio de la verdad, y que ora al Padre para que nos santifique, nos consagre en la verdad, porque solo la verdad hace libres (Gál 5,1).

      Jesús es la Vida (Jn 10,10). No solo para la otra vida; también para esta vida. Por eso es agua viva, pan de vida, palabra de vida… Una vida que se ofrece y que cada uno ha de personalizar, al estilo de Pablo, para quien: “Mi vivir es Cristo; para mí la vida es Cristo” (Ga 5,6).

       En esas palabras de Jesús se fundamenta la vida de la Iglesia. Una Iglesia que, como sugiere la primera lectura, ha de priorizar sin renunciar. Ha de saber delegar funciones para no ralentizar la misión, para “no descuidar la Palabra de Dios” (Hch 6,2).

       Una Iglesia consciente de su condición: raza elegida (pero no racista), sacerdocio real (pero no clericalista), nación consagrada (pero no elitista), y de su misión: “proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa” (1 Pe 2,9).

       Una Iglesia, construcción viva, asentada sobre Cristo (1 Cor 10,4),  piedra angular” (1 Pe 2,6) y “roca espiritual” de la que brota el agua que nos permite saciar la sed en el largo camino del éxodo de la vida (cf. Ex 17,5-6; Jn 7,37-38).

        Jesús es el Camino para ser andado; la Verdad para ser creída, la Vida para ser vivida, y la Piedra fundamental que sustenta, como apoyo y fuerza vital, la vida de la Iglesia. Y la respuesta de Jesús a Felipe sigue también teniendo vigencia: Tanto tiempo y ¿aún lo conocemos de verdad? 

     Estamos en el mes de María. Ella es el camino para ir a Jesús. “Muéstranos al Padre” pidió  Felipe. “Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre”, le pedimos a María, que nos ofrece la respuesta segura: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5).

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Es el discernimiento fraterno la metodología en el “debate” eclesial?

.- ¿Cómo siento y actúo mi responsabilidad eclesial?

.- ¿Es Cristo para mí el Camino, la Verdad y la Vida?

Domingo J. Montero Carrión, franciscano capuchino.