1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 6,1-7.
En aquellos días, al crecer el número de
los discípulos, los de lengua griega se quejaron contra los de lengua hebrea,
diciendo que en el suministro diario no atendían a sus viudas.
Los apóstoles convocaron al grupo de los
discípulos y les dijeron: No nos parece bien descuidar la Palabra de Dios para
ocuparnos de la administración. Por tanto, hermanos, escoged siete de vosotros,
hombres de buena fama, llenos de espíritu de sabiduría, y los encargaremos de
esta tarea; nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra.
La propuesta les pareció bien a todos y
eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, Prócoro,
Nicanor, Simón, Pármenas y Nicolás, prosélito de Antioquía. Se los presentaron
a los apóstoles y ellos les impusieron las manos orando.
La Palabra de Dios iba cundiendo y en Jerusalén crecía mucho el número de los discípulos; incluso muchos sacerdotes aceptaban la fe.
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El realismo eclesial aparece ya desde el principio: en la comunidad de los creyentes surgen problemas prácticos. La solución no es ignorarlos, sino abordarlos dentro de la comunidad. Los apóstoles acogen la denuncia e invitan a una solución amistosa y fraterna. Reconociendo cuál es su prioridad -el servicio de la Palabra-, delegan la gestión de la administración en otros hermanos, llenos de fe y de Espíritu Santo, presentados por la comunidad. No acaparan a la comunidad. Surgen así los “diáconos”. En realidad esta decisión supone el reconocimiento de la diversidad en la unidad, y la instauración del discernimiento fraterno y creyente para crecer en la comunidad. El servicio de estos siete diáconos no será solo “administrativo” sino apostólico, así aparece en los casos de Esteban (6,8-8,1a) y de Felipe (8,4-8. 26-40).
2ª Lectura: 1
Pedro 2,4-9.
Dice la Escritura: Yo coloco en Sión una piedra angular, escogida y preciosa; el que crea en ella no quedará defraudado”. Para vosotros los creyentes es de gran precio, pero para los incrédulos es la piedra que desecharon los constructores: ésta se ha convertido en piedra angular, en piedra de tropezar y en roca de estrellarse. Y ellos tropiezan al no creer en la palabra: ése es su destino. Vosotros, en cambio, sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa.
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Cristo es “la piedra angular” (Ef 2,20) del nuevo edificio de Dios. Un
edificio en cuya construcción entran como “piedras
vivas” los cristianos, con capacidad sacerdotal “para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo”.
La idea de la responsabilidad eclesial y la capacidad sacerdotal del pueblo de Dios se halla reseñada en los escritos neotestamentarios (Ef 2,20-22; Rom 12,1-2; Ap 1,6). Una capacidad y responsabilidad que ha de ejercerse desde una profunda vinculación a Cristo, sumo sacerdote de nuestra fe.
Evangelio: Juan 14,1-12.
En aquel tiempo dijo a Jesús a sus
discípulos: No perdáis la calma, creed en Dios y creed también en mí. En la
casa de mi Padre hay muchas estancias, si no os lo había dicho, y me voy a
prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio volveré y os llevaré conmigo,
para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el
camino.
Tomás le dice: Señor, no sabemos a dónde
vas. ¿Cómo podemos saber el camino? Jesús le responde: Yo soy el camino y la
verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí,
conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.
Felipe le dice: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le replica: hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dice tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo digo por mi cuenta propia. El Padre que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también el hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre.
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En “el discurso de despedida” Jesús intenta
serenar el espíritu de los discípulos ante su inminente y dramático final. Su
ausencia no será definitiva. La vocación de Jesús es vivir con los suyos para
siempre.
Va al Padre, que es su hogar original y el de los que le sigan. Jesús descubre a los suyos su secreto: el Padre. Y nos descubre que “su” Padre es “nuestro” Padre. El es el Camino para ir al Padre y el Camino por el que el Padre viene a nosotros; es la Verdad y la Vida del Padre; una Verdad y una Vida que se nos entrega abundantemente (Jn 10,10) a través de su persona. Jesús no va por libre, sigue y sirve el diseño amoroso del Padre. Su ser y su proyecto se generan en el seno del Padre y conducen al Padre. La pregunta de Jesús a Felipe sigue teniendo vigencia: Tanto tiempo y ¿aún lo conocemos de verdad?
REFLEXIÓN
PASTORAL
¡Atención a las intervenciones de Tomás
y de Felipe!
La tarde del Jueves Santo, a la pregunta de
Tomás, Jesús responde con una afirmación sin precedentes ni analogías: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”
(Jn 14,6).
En un mundo sumido en el escepticismo,
acostumbrado o resignado a tonos mediocres; donde parece no haber verdades
programáticas sólidas, sino solo verdades estadísticas; donde se nos ha
acostumbrado a lo de “caminante, no hay camino…”; donde de la vida se tiene una
visión epidérmica y materialista, aparece Jesús, reclamando y encarnando esa
función fundamental para la existencia del hombre.
Jesús
es el Camino. Para quien no tiene destino, ni interés por llegar a parte
alguna, cualquier camino sirve; pero a quien busca la Verdad y la Vida no le
sirve cualquier camino. En la
peregrinación del hombre hacia Dios, y en el acercamiento de Dios hacia el
hombre, Cristo es el Camino. Porque no solo vamos a Dios por Él, sino que por
Él viene Dios a nosotros.
Jesús
es la Verdad. La Verdad no es algo (Jn 18, 38); la Verdad es Alguien…,
lleno de verdad, que ha venido a dar testimonio de la verdad, y que ora al
Padre para que nos santifique, nos consagre en la verdad, porque solo la verdad
hace libres (Gál 5,1).
Jesús
es la Vida (Jn 10,10). No solo para la otra vida; también para esta vida.
Por eso es agua viva, pan de vida, palabra de vida… Una vida que se ofrece y
que cada uno ha de personalizar, al estilo de Pablo, para quien: “Mi vivir es Cristo; para mí la vida es
Cristo” (Ga 5,6).
En esas palabras de Jesús se fundamenta
la vida de la Iglesia. Una Iglesia que, como sugiere la primera lectura, ha de
priorizar sin renunciar. Ha de saber delegar funciones para no ralentizar la
misión, para “no descuidar la Palabra de
Dios” (Hch 6,2).
Una Iglesia consciente de su condición: raza elegida (pero no racista), sacerdocio real (pero no clericalista), nación consagrada (pero no elitista), y de su misión: “proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de las tinieblas y a
entrar en su luz maravillosa” (1 Pe 2,9).
Una Iglesia, construcción viva, asentada
sobre Cristo (1 Cor 10,4), “piedra angular” (1 Pe 2,6) y “roca espiritual” de la que brota el agua
que nos permite saciar la sed en el largo camino del éxodo de la vida (cf. Ex
17,5-6; Jn 7,37-38).
Jesús es el Camino para ser andado; la Verdad para ser creída, la Vida para ser vivida, y la Piedra fundamental que sustenta, como apoyo y fuerza vital, la vida de la Iglesia. Y la respuesta de Jesús a Felipe sigue también teniendo vigencia: Tanto tiempo y ¿aún lo conocemos de verdad?
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Es el
discernimiento fraterno la metodología en el “debate” eclesial?
.- ¿Cómo siento
y actúo mi responsabilidad eclesial?
.- ¿Es Cristo para mí el Camino, la Verdad y la Vida?
Domingo J.
Montero Carrión, franciscano capuchino.
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