miércoles, 25 de agosto de 2021

DOMINGO XXII -B-

1ª Lectura: Deuteronomio 4,1-2. 6-8.

    Habló Moisés al pueblo diciendo: Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os mando cumplir. Así viviréis y entraréis a tomar posesión de la tierra que el Señor Dios de vuestros padres os va a dar. Estos mandatos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos que, cuando tengan noticia de todos ellos, dirán: Cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente. Y, en efecto, ¿hay alguna nación que tenga a los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros siempre que lo invocamos? Y, ¿cuál es la gran nación, cuyos mandatos y decretos sean tan justos como lo está toda esta ley que hoy os doy?

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   Moisés exhorta al pueblo a la observancia de los mandatos de Dios. Esos mandatos son don de Dios, principios de vida y deben iluminar la inteligencia y la conciencia del creyente. Su “escucha” supera la mera audición, supone la acogida, la meditación y la obediencia cordial. Y su puesta en práctica ha de convertirse en testimonio de fe del Dios en quien creemos: Un Dios cercano.

2ª Lectura: Santiago 1,17-18. 21b-22.27.

    Queridos hermanos:   Todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba, del Padre de los Astros, en el cual no hay fases ni períodos de sombra. Por propia iniciativa, con la Palabra de la verdad, nos engendró, para que seamos como la primicia de sus criaturas. Aceptad dócilmente la Palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros. Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos. La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo. 

 

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    Engendrado por Dios con la Palabra de la verdad, Cristo, el cristiano está llamado a ser la primicia de la creación. Para ello ha de mantenerse en esa Palabra, haciéndola vida de su vida. Vida concreta. La fe exige no mancharse con este mundo, pero sí hundirse en él, en sus zonas más profundas, las del dolor, para hacer ahí presente la fuerza redentora del amor de Dios.

Evangelio: Marcos 7,1-8a. 14-15. 21-23.

    En aquel tiempo se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos letrados de Jerusalén y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras (es decir, sin lavarse la manos). (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y al volver de la plaza no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas).

    Según eso, los fariseos y los letrados preguntaron a Jesús: ¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen tus discípulos la tradición de los mayores?

    Él les contestó: Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito:

Este pueblo me honra con los labios,

                                pero su corazón está lejos de mí.

                                El culto que me dan está vacío,

                                porque la doctrinan que enseñan

                                son preceptos humanos.

    Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.

    En otra ocasión llamó Jesús a la gente y les dijo: Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro del corazón del hombre salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias fraudes, desenfrenos, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.

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     El texto evangélico contempla tres escenas diferentes: la primera la protagonizan Jesús y los letrados y fariseos (vv. 1-8); la segunda, Jesús y la gente (vv. 14-15), y la tercera, Jesús y los discípulos (vv. 21-23). Jesús pone de relieve el absurdo de una observancia anecdótica y casuista de los mandamientos, olvidando el corazón, el espíritu de los mismos. Una llamada de atención a los intentos de codificar la vida asfixiando su dinamismo interno, desde rubricismos litúrgicos o normativas anquilosadas por un tradicionalismo trasnochado. La verdad del hombre se fragua en su corazón, que para que sea limpio ha de ser renovado por Dios (Ez 36, 26).

REFLEXIÓN PASTORAL

    Vivimos en un mundo al que quiere habituársele al silencio de Dios, considerado como una explicación para culturas menos evolucionadas, explicación a la que el hombre moderno, autónomo y secular, puede y debe renunciar. 

     Para ese hombre, menguado y debilitado en su sentido de Dios, somos los creyentes. Pero también somos como ese hombre. Debilitados en nuestra capacidad de sintonizar con la frecuencia en que Dios emite, conectamos frecuentemente con otros centros emisores. ¡Es necesario que nos pongamos en la onda de Dios!

     La Palabra de Dios nos habla de un Dios próximo, presente y cercano, un Dios que habla y escucha. "¿Hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?".

     Este interrogante está formulado en un contexto politeísta, cuando los pueblos circundantes a Israel adoraban a dioses diversos, diferentes del verdadero Dios. Dioses lejanos e incapaces de salvar. “Hechuras de manos humanas” (Sal 135,15).  Pero también puede resonar en nuestra comunidad  y en nuestras vidas, donde, quizá con más frecuencia de la deseable, existen otros dioses a los que entregamos nuestro tiempo, para terminar por entregarnos nosotros.

     ¿Dónde está nuestro Dios? Está cerca, pues "el que  me ama…, vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14,23).  Está en el prójimo: "Donde dos o tres están reunidos en mi nombre” (Mt 18,20)...;   el necesitado: “Tuve hambre...; lo que hicisteis a uno de estos...” (Mt 25,35.40)

     Pero esa cercanía, esa presencia de Dios es exigente, es normativa, entraña unos contenidos. En frase de la primera lectura "contiene unos mandatos" y, como dice Santiago, exige "llevarla a la práctica".

      Todo ello nos está hablando de una interiorización y de una verificación de nuestra fe en Dios. Que no basta con decir: ¡Señor, Señor...!” (Mt 7,21), porque así podemos merecer el reproche de Cristo: "Este pueblo me honra con los labios...” (Mt 15,8).      

     Con la misma lógica insiste Santiago en la segunda lectura: la acogida de la salvación -de la presencia de Dios- para que sea auténtica ha de superar el ritualismo y formulismo religioso, y traducirse en actitudes de comunión interhumana. "La religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es esta: atender a huérfanos y viudas en sus tribulaciones..., y mantenerse incontaminado del  mundo". Y esta no es una recomendación a la evasión, sino a mantener una presencia íntegra, inspirada en la fe e inspiradora de fe en los que nos contemplen.

    Interiorizar, he aquí la primera exigencia de nuestra fe. Superar lo anecdótico (eso en lo que tantas veces nos perdemos) para acertar con lo fundamental: convertir a Dios el corazón; poner en movimiento el corazón y no solo los labios, pues es en el corazón donde, según el evangelio, se fragua la verdad del hombre. Hay que cuidar el corazón.

    Y exteriorizar, porque “la fe sin obras, está muerta” (Sant 2,26). Es lo que exige Jesús en el Evangelio: superar los formalismos y los formulismos para alcanzar el corazón de la vida.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Es coherente mi vida cristiana?

.- ¿Soy persona de interior o de fachada?

 .- ¿Interiorizo y exteriorizo mi fe?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

miércoles, 18 de agosto de 2021

DOMINGO XXI -B-

1ª Lectura: Josué 24,1-2a. 15-17. 18b.

    En aquellos días Josué reunió a todas las tribus de Israel en Siquén y llamó a los ancianos, a los jefes, a los jueces, a los magistrados para que se presentasen ante Dios.

    Josué dijo a todo el pueblo: Si no os parece bien servir al Señor, escoged a quien servir: a los dioses a quienes sirvieron vuestros antepasados al este del Éufrates o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis. Yo y mi casa serviremos al Señor.

    El pueblo respondió: ¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros! El Señor es nuestro Dios; él nos sacó a nosotros y a nuestros padres de Egipto, de la esclavitud; él hizo a nuestra vista grandes signos, nos protegió en el camino que recorrimos y entre los pueblos por donde cruzamos. Nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios.

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    Poco antes morir, Josué reúne a las tribus en la llamada asamblea de Siquén. Tras el relato de la “memoria histórica” (vv. 2-13), Josué propone al pueblo la renovación de la alianza ofrecida por el Señor o su rechazo. La respuesta del pueblo supone una decisión clara por el servicio del Señor. Josué advierte que esa decisión no es una decisión sin exigencias ni consecuencias. El texto es de gran densidad teológica: supone la refundación del pueblo, como pueblo del Señor. No basta la opción de Dios por el pueblo; es necesaria la opción del pueblo por Dios: se trata de una relación de libertad y de amor, que ha de vivirse desde esas plataformas.

2ª Lectura: Efesios 5,21-32.

    Hermanos:  Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano. Las mujeres que se sometan a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es el salvador del cuerpo. Pues como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”. Este es un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.

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   En su propósito de configurar la existencia cristiana desde el modelo de Cristo, la carta a los Efesios aborda también las relaciones matrimoniales. El punto de partida de comprensión es la relación esponsal de Cristo con la Iglesia: relación de comunión y entrega. No se están defendiendo relaciones supeditadas ni subordinadas, sino integradas y entregadas al amor. Pues, “ya no hay distinción entre varón y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28). La descalificación de este texto como “antifeminista” no tiene fundamento, pues si es cierto que en él puede descubrirse el modelo de matrimonio de entonces, en el que la figura del varón era predominante, la Carta a los Efesios no lo está reivindicando, sino corrigiendo: el paradigma del matrimonio cristiana se configura desde las relación Cristo/Iglesia.

Evangelio: Juan 6,61-70.

    En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?

    Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: ¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del Hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen. Pues sabía Jesús desde el principio quienes no creían y quién lo iba a entregar.  Y dijo: Por eso os he dicho que nadie viene a mí, si el Padre no se lo concede.

    Desde entonces muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús dijo a los Doce: ¿También vosotros queréis marcharos?

    Simón Pedro le contestó: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.

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    Tras la “propuesta eucarística” (Jn 6,51-58), también en el círculo de los discípulos surgen la crítica y las defecciones. Les parecía un lenguaje radicalizado, sin precedentes. ¡Y en realidad así era! Pero Jesús no da marcha atrás; aclara que su seguimiento, y la comprensión de su palabra y de su persona no se hacen desde la carne y la sangre sino desde la revelación del Padre. Y la pregunta a los Doce, al círculo de intimidad, supone la necesidad de clarificación y decisión libre y personal. La respuesta de Pedro es luminosa: ¡No hay alternativa salvadora a Jesús!

REFLEXIÓN PASTORAL 

    "Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre" (Jn 6,44).  Quizá lo hemos olvidado: ser cristiano es una gracia, un don de Dios. ¡Hemos sido agraciados! Sin embargo, ¡qué difícil resulta reconocer en nuestros rostros inexpresivos y cansinos el gozo de creer! Si profundizáramos en esa verdad, cómo cambiaría nuestro modo de ver y vivir la vida.

    Porque no hemos alcanzado nosotros a Dios, sino que es Dios quien nos ha alcanzado a nosotros. Nuestra fe en Dios no es sino la respuesta  a la fe que Dios tiene en nosotros. Sí, Dios es también creyente: cree en el hombre, en cada hombre, hasta el punto de dejar en manos de cada uno de nosotros la posibilidad y la libertad de reconocerlo como Dios y Señor; la posibilidad y la responsabilidad de seguirle o abandonarle.

     De esto nos habla hoy la palabra de Dios: la respuesta a la fe es algo que hay que renovar y concretar cada día. Cada momento, cada estado y situación de vida, como nos recuerda la segunda lectura, es una oportunidad de configurar la vida desde Cristo, de vivirlos desde la fe.

     No podemos dejar que envejezcan los motivos de nuestra fe. No podemos vivir el hoy  desde el ayer.  Como a los israelitas, también a nosotros se nos pone en la disyuntiva, en la alternativa de escoger a qué Dios queremos servir; sabiendo que es imposible servir a dos señores (cf. Mt 6,24)

    Vivimos tiempos de ídolos, antagonistas declarados o camuflados del Dios verdadero. Nuestra vida discurre en una profunda contradicción: la de confesar teóricamente a Dios, para desplazarlo después en la vida real a espacios insignificantes e irrelevantes; la de decir que le amamos sobre todas las cosas, para que después cualquier cosa sea un pretexto para no amarle sobre todo. O lo que es más grave aún: la de caer en la tentación de hacernos un dios a nuestra medida, que legitime y tranquilice nuestra mediocridad.

     No es la idolatría una característica exclusiva de las culturas primitivas. Nuestra sociedad, que reclama y proclama la secularización, no ha podido, en la práctica, sortear los riesgos ni sustraerse a los reclamos seductores de los ídolos, que, aunque más sofisticados en sus formas, no son menos “vacíos”, y sí más peligrosos que las rústicas manufacturas de los antiguos.

    El dios poder-dinero-placer (la nueva trinidad), con su cortejo de ídolos menores, sus “templos”, sus “evangelios” y sus “apóstoles” configuran la nueva religión. Y así, a medida que vamos rechazando ser mártires de la fe, nos vamos convirtiendo en víctimas del consumo. Retiramos nuestros sacrificios del altar de Dios, para inmolar nuestras vidas a los ídolos del egoísmo y el materialismo.

    Ya hace muchos años resonó esta advertencia: “Tened mucho cuidado... No sea que, levantando tus ojos al cielo y viendo el sol, la luna, las estrellas y todos los astros del firmamento te dejes seducir y te postres ante ellos para darles culto… Reconoce  hoy, y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro” (Dt 4,15-20. 39-40).

    Es posible la idolización, al menos práctica, de algunas dimensiones de nuestra existencia y de nuestro entorno. Es posible vivir referidos prácticamente a un dios distinto del profesado teóricamente. Es posible…, pero no es correcto, porque “¡No hay otro!”. El reto de Josué es una llamada de alerta:"Si os resulta duro servir al Señor, elegid hoy a quien queréis servir...".

     El evangelio nos presenta una situación parecida: superado el entusiasmo de los primeros días, ante las inequívocas exigencias de Jesús, comienzan los abandonos "muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él".  Pero Jesús no se desdice, no recorta su mensaje: "¿También vosotros queréis marcharos?". 

     Una pregunta válida para nosotros. Porque hay muchos tipos de abandono. No abandonan solo los que se van: hay muchas presencias que son ausencias; presencias rutinarias, indefinidas...

     No basta con estar, ¡hay que saber estar! Lo advirtió Jesús: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí" (Mt 15,8). Y todos estamos expuestos a la tentación, si no de abandonar abiertamente, sí de distanciarnos un poco de las exigencias del Evangelio; de replegarnos hacia posiciones de comodidad y tibieza, hasta donde nos conviene...

     Examinemos nuestra situación; revisemos y corrijamos, si es necesario, nuestra orientación para poder decir con verdad, como los antiguos israelitas: "Lejos de nosotros abandonar al Señor”, o como el Apóstol Pedro: "Señor, ¿a quién vamos a acudir? Solo tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos".

REFLEXIÓN PERSONAL

 .- ¿Vivo la fe desde el ayer o desde el hoy?

 .- ¿Qué ídolos lastran mi vida?

 .- ¿Gozo y experimento qué bueno es el Señor?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

martes, 10 de agosto de 2021

DOMINGO XX -B- SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN

1ª Lectura: Apocalipsis 11, 19a; 12,1-6a. 10ab.

Se abrieron las puertas del templo celeste de Dios y dentro se vio el Arca de la Alianza. Hubo rayos y truenos y un terremoto: una tormenta formidable.

Después apareció una figura portentosa en el cielo: Una mujer vestida del sol, la luna por pedestal, coronada de doce estrellas. Estaba encinta, le llegó la hora y gritaba entre los espasmos del parto.

Apareció otro portento en el cielo: Un enorme dragón rojo, con siete cabeza y diez cuernos y siete diademas en las cabezas. Con la cola barrió del cielo un tercio de las estrellas, arrojándolas a la tierra.

El dragón estaba enfrente de la mujer que iba a dar a luz dispuesto a tragarse al niño en cuanto naciera. Dio a luz un varón, destinado a gobernar con vara de hierro a los pueblos. Arrebataron al niño y lo llevaron junto al trono de Dios. Mientras tanto la mujer escapaba al desierto.

Se oyó una gran voz en el cielo: Ya llega la victoria, el poder y el reino de nuestro Dios, y el mando de su Mesías.

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     En un lenguaje ribeteado de elementos propios de la literatura apocalíptica y de sugerencias y simbología veterotestamentaria, el vidente de Patmos presenta el desarrollo de la historia de la salvación: el plan del Señor subsiste por siempre, a pesar de las adversidades. Ocurrió en el antiguo Israel, del que nació el Mesías. Ocurrió con Cristo: crucificado y resucitado, y ocurre con la Iglesia, la mujer que da a luz al Señor y hace   la travesía en medio de dificultades. Es, pues, un texto cargado de esperanza y de estímulo para mantener la fidelidad en el combate. En la fiesta de Asunción de María, la liturgia quiere ver en esa figura de mujer a María que nos dio a Jesús como garantía de salvación, y que es glorificada por su fidelidad.

    2ª Lectura: I Corintios 15,20-26.

    Hermanos:

    Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto. Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida. Pero cada uno en su puesto; primero Cristo como primicia; después, cuando él vuelva, todos los cristianos; después los últimos, cuando Cristo devuelva a Dios Padre su reino, una vez aniquilado todo principado, poder y fuerza. Cristo tiene que reinar hasta que Dios “haga a sus enemigos estrado de sus pies”. Porque dice la Escritura: “Dios ha sometido todo bajo sus pies”.

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San Pablo proclama a Cristo resucitado como garantía y primicia del triunfo de sus seguidores. La Asunción de María es ya un avance solemne del cumplimiento de esa promesa.

Evangelio: Lucas 1,39-56.

En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a  Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¿Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.

María dijo: Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo. Y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.

El hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abrahán y su descendencia para siempre.

María se quedó en casa de Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.

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En esta fiesta hallan pleno cumplimiento las palabras de María. Hoy todos la felicitamos, porque ha creído. El canto del Magnificat es el credo de María en un Dios volcado hacia los humildes, misericordioso y sensible frente a las injusticias de los hombres. Un Dios humano y humanizador.

REFLEXIÓN PASTORAL

“La solemnidad del 15 de agosto celebra la gloriosa Asunción de María al cielo : fiesta de su destino de plenitud y bienaventuranza , de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo virginal , de su perfecta configuración con Cristo resucitado ; una fiesta que propone a la Iglesia y a la humanidad la imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final ; pues dicha glorificación plena es el destino de aquellos que Cristo ha hecho hermanos , teniendo en común con ellos la carne y la sangre . Por eso la Iglesia admira y ensalza a María como el fruto más espléndido de la redención y la contempla como una imagen de lo que ella misma, toda entera, espera y ansía ser” (Pablo VI).

La Asunción de María significa el triunfo de la fe. La prueba de que Cristo no defrauda. “El que quiera venirse conmigo que...; y donde esté yo estará también el que me haya seguido”.   

Nadie ha seguido tan de cerca la ruta de  Jesús como su madre; desde el “fiat” pronunciado ante el Ángel y desde  que le dio a luz en la pobreza de Belén hasta que le presentó al Padre roto en la cruz, María fue “seguidora” y “servidora” del Señor, virgen fiel y madre de dolores. Por eso también le ha seguido, la primera, en el camino de la glorificación. Es la primera lección: Cristo no defrauda; su ruta conduce a la salvación. Pero hay que seguirla; María es la prueba.

Pero hay otro aspecto a destacar en esta celebración. En una sociedad donde aflora el desencanto, el cansancio, la insatisfacción por la inadecuación entre los esfuerzos que se imponen y los resultados que se obtienen, entre las promesas y las realidades, la fiesta de hoy nos lanza un reto: proclama la necesidad de mirar al cielo, de dar trascendencia a nuestra vida, de superar esa ley de gravedad que tira siempre de nosotros hacia abajo,  recordándonos que nuestro destino no es  arrastrarnos por la tierra con la muerte por horizonte límite.   Nos descubre  la meta, el cielo, que no descalifica ni devalúa nuestro caminar humano, sino que lo clarifica, para no confundir con metas definitivas lo que sólo son etapas de la ruta.

Nos dice que la última palabra la tiene Dios, y que es una palabra de vida; y nos descubre una tarea: ir ascensionando, elevando, dando altura a nuestra vida personal y a la realidad que nos rodea, despojándonos de ese lastre que nos impide caminar como auténticos discípulos del Señor.

Hoy se cumple la profecía del Magnificat: “Me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”. Y también aquellas palabras de Isabel: “Dichosa tú, que has creído”.

Como buenos hijos, congratulémonos con el triunfo de María, nuestra madre, pero también, como hijos, escuchemos sus palabras: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5) y sigamos su ejemplo.

En esta evocación e invocación de María ella sigue siendo la Virgen del Camino que nos marca la ruta y nos conduce hacia Dios, hacia la casa del Padre.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Qué espacio ocupa en mi vida cristiana la figura de La Virgen?

.- ¿Abro mi vida a la Palabra de Dios como María?

.- ¿Esta fiesta me invita a mirar la vida con esperanza?

Domingo J. Montero Carrión, Capuchino.

 

 

 

jueves, 5 de agosto de 2021

DOMINGO XIX -B-

1ª Lectura: 1 Reyes 19,4-8.

    En aquellos días, Elías llegó a Berseba de Judá y dejó allí a su criado. Continuó él por el desierto una jornada de camino, y al final se sentó bajo una retama, y se deseó la muerte diciendo: Basta ya, Señor, quítame la vida, pues yo no valgo más que mis padres. Se echó debajo de una retama y se quedó dormido. De pronto un ángel lo tocó y le dijo: Levántate y come. Miró Elías y vio a su cabecera un pan cocido en las brasas y una jarra de agua. Comió, bebió y volvió a echarse. Pero el ángel del Señor le tocó por segunda vez diciendo: Levántate, come, que el camino es superior a tus fuerzas. Se levantó Elías, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios.

                            ***             ***             ***

      La reina Jezabel, esposa de Ajab, rey de Judá, ha decidido eliminar a Elías, y éste decide ponerse a salvo. El sentimiento de abandono y fracaso hunde anímicamente al profeta, que se echa a morir en el desierto, en donde el pueblo sufrió desesperanza, Moisés estuvo acosado y Agar se vió a las puertas de la muerte. Pero allí recibe un alimento inesperado, como el antiguo maná que alimentó al pueblo en su camino hacia la tierra prometida. Elías está recorriendo ahora el camino a la inversa: de la tierra prometida al lugar original de la promesa, el Horeb; pero en ese camino también está el Señor. Los caminos de Dios solo pueden recorrerse con el alimento del Señor.

2ª Lectura: Efesios 4,30-5,2.

    Hermanos:  No pongáis triste al Espíritu Santo. Dios os ha marcado con él para el día de la liberación final. Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor.

                            ***             ***             ***

    Marcados por Dios con el Espíritu Santo, hemos de evitar entristecerle con cualquier comportamiento o actitud que rompa o deteriore la comunión fraterna. La comunidad eclesial está expuesta a tensiones y rupturas. El cristiano es invitado a vivir en el amor de Cristo y a recrearlo en la vida. 

Evangelio: Juan 6,41-52.

    En aquel tiempo criticaban los judíos a Jesús porque había dicho “Yo soy el pan bajado del cielo”, y decían: ¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre?, ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?

    Jesús tomó la palabra y les dijo: No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios.”

    Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que ha bajado del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.

    Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.

                            ***             ***             ***

         Continuamos en el discurso eucarístico del cap. 6 de san Juan. El acceso a Jesús no se origina desde la carne ni la sangre, sino desde el Padre, desde la fe. Él, Jesús, es el pan de la vida que cura las hambres más profundas del hombre y fortalece sus debilidades.

REFLEXIÓN PASTORAL

    "Gustad y ved qué bueno es el Señor... (Sal 34,9). Es la gran experiencia cristiana - debe serlo -. La hizo Pedro ("¡Qué bueno es que estemos aquí!" Mt 17,4); Pablo ("Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo" Flp 3,8); Teresa de Jesús ("Quien a Dios tiene nada le falta..."); Francisco de Asís ("Dios mío y todas mis cosas").

     El mundo, nuestro mundo, está cada vez más saturado y más insatisfecho, porque las capacidades más hondas del hombre no se colman con sucedáneos ni con productos efímeros, que llevan necesariamente gravada la fecha de caducidad. ¡Y ésa, desgraciadamente, es nuestra más frecuente y principal dieta: productos perecederos que no sacian y, además, estropean el gusto, el buen gusto.

     "Gustad y ved qué bueno es el Señor" no es una llamada sentimental ni al sentimentalismo; es una invitación a adentrarse en el misterio de Cristo, en su conocimiento y seguimiento. Es una gracia, pues "nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre" (Jn 6,44); se requiere una sabiduría "escondida, misteriosa", que supera las capacidades humanas de comprensión (cf. 1 Cor 2,7). Por eso muchos miran sin ver, porque solo "tu luz nos hace ver la luz" (Sal 36,10).

     Y ¿desde dónde hacer esa experiencia de Dios? La Sagrada Escritura nos muestra uno de esos espacios privilegiados: La Eucaristía. Aquí se nos ofrece la posibilidad de gustar y ver qué bueno es el Señor.

      No fue la Eucaristía una ocurrencia de última hora; fue algo muy madurado por Jesús. Nació de su corazón. El amor tiene necesidad de dar: es, por definición, don. El que ama tiende a dar cosas, incluso las que más aprecia, hasta, si es posible y necesario, darse. Pero, además, el amor desea  quedarse. La ausencia es el gran tormento del amor.

     En la hora de los "adiós" se dejan cosas que suplan la presencia y llenen la ausencia: un regalo, una foto... No importa lo que sea, pero siempre es algo en que se pone lo mejor de uno mismo "para que te acuerdes de mí", decimos.

     Pues bien, Jesús "sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre" (Jn 13,1) sintió deseos de quedarse con nosotros dándose a sí mismo en comida y bebida. Y ¿por qué? "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1).

      Siendo sapientísimo no supo inventar cosa mejor; siendo todopoderoso, no pudo  hacer nada mejor ni hacerlo mejor; siendo riquísimo, no pudo hacernos mejor don que el de sí mismo. Ahí está el misterio de la Eucaristía.

     Por eso cada vez es más urgente un discernimiento del uso que hacemos del Cuerpo y la Sangre del Señor. Comulgar es interiorizar a Cristo en nuestra vida; es una adhesión cordial y práctica al amor y al proyecto de Jesucristo.  Por eso antes de comulgar se proclama el Evangelio (para saber a quien nos unimos sacramentalmente), y por eso recibimos a Cristo después de la proclamación del Evangelio (para que con la fuerza de Jesús podamos cumplirlo). El concilio Vaticano II sintetizó muy bien estos aspectos de la celebración eucarística, donde los fieles nutren su espíritu "con el pan de la vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo" (DV 21).

      Comulgar con Cristo es “peligroso” y “maravilloso”: supone asumir sus actitudes, su proyecto, sus opciones.  No es una devoción piadosa.

     Una pastoral poco discernida ha convertido la comunión, ya desde la “primera”, en un acto devocional, intimista, carente de proyección vital. La comunión sacramental eucarística hoy está demandando discernimiento personal y pastoral (1 Cor 11,27-29).

     No se trata de alejar a nadie, estableciendo barreras de elitismo religioso. Para comulgar no hay que “saber” mucho, sino “ser” y “sentirse” pobre; no estar saturado, sino tener hambre y sed de justicia. La comunión sacramental con Cristo debe ser una comunión real con su vida y con su proyecto. No hay que ser “santo” sino tener vocación por la santidad.

     Y como el profeta Elías (1ª lectura), necesitamos ese alimento para recorrer el camino de la vida, y hacer frente a los retos y dificultades que necesariamente habremos de encontrar. Pues Cristo no nos prometió un camino fácil; nos prometió que no estaríamos solos en el camino.

         "Gustad y ved qué bueno es el  Señor" ¡Que el Señor nos conceda esta experiencia!

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Cuáles son los nutrientes de mi vida cristiana?

.- ¿Con qué frecuencia me acerco a la mesa de la Eucaristía?

.- ¿Siento en mí y manifiesto en mí las marcas del Espíritu? 

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.