1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 3,13-15. 17-19.
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En el discurso al pueblo, tras la curación
del tullido, Pedro no oculta la verdad pero
no la utiliza como arma arrojadiza. Tampoco se apropia la curación: ha
sido el Señor el protagonista. Descubre la responsabilidad del pueblo y de sus
dirigentes en la muerte de Jesús, pero la explica achacándola a la
“ignorancia”, y no a la maldad. “No saben
lo que hacen”. Dios escribe también así la historia. Es importante subrayar
los títulos reservados a Jesús: el
siervo, el santo, el justo, el autor de la vida, Mesías, ecos de las
formulaciones cristológicas más antiguas. Como mensaje: lo que importa es el
futuro: descubrir a Jesús y convertirse a él. Más que revolver en el pasado
descubriendo “culpables”, lo importante es evangelizar para salvar al hombre.
Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si uno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por lo del mundo entero. En esto sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: “Yo lo conozco” y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él.
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Cristo es el salvador: entregó su vida para redimirnos del pecado. Es nuestro abogado ante el Padre. Ese reconocimiento debe darnos esperanza y ha de traducirse en el cumplimiento de su voluntad, de sus mandamientos. La fe ha de traducirse en obras para no ser “mentirosa”.
Evangelio:
Lucas 24,35-48.
Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver
un fantasma. El les dijo: ¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en
vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y
daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos como veis que yo tengo.
Dicho esto, les mostró las manos y los
pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo:
¿Tenéis algo de comer?
Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado.
Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: Esto es lo que os decía
mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los
profetas y salmos acerca de mí, tenía que cumplirse.
Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.
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Tras el encuentro con los de Emaús, Jesús
se aparece a todos los apóstoles. Ante la sorpresa de estos, Jesús les invita a
“verificarlo”. La insistencia en invitarlos a ver y tocar su cuerpo marcado por
los signos de la crucifixión obedece a la turbación inicial que les produjo su
presencia, y al interés en mostrar que la resurrección no es una especulación.
No se trata solo del espíritu de Jesús, se trata de Jesús, en su integralidad
personal. Para los destinatarios del evangelio de Lucas, de mentalidad griega
y, por tanto, reacios a admitir la resurrección del cuerpo, la insistencia en
la pruebas de tipo físico son importantes. A Cristo resucitado hay que
“verificarlo”, ¿cómo?, ¿dónde? En las manos y en los pies de lo que Él ha
elegido como sus “representantes” (Mt 25, 31-46).
Continúa la liturgia ofreciéndonos
testimonios y consecuencias de la resurrección del Señor, del triunfo de Jesús
sobre la muerte. Porque Cristo no solo supo morir (eso pertenece al campo de
las posibilidades humanas), sino que venció a la muerte y la iluminó. Y esto
parece que nos cuesta creerlo, y les costó creerlo ya a los primeros
discípulos.
Tal vez porque lo sabía, quiso dedicar
cuarenta días a explicar a los suyos ese camino de gozo por el que tanto les
costaba entrar. No podía resignarse Jesús a la idea de que los hombres, tras su
muerte, lo jubilasen y encerrasen en el cielo. No bastaba, pues, con resucitar.
Había que meter la resurrección por los oídos, los ojos y el tacto de los
suyos. Y habría que hacerlo con la paciencia del Maestro que repite una y otra
vez la lección a un grupo de alumnos testarudos.
¡Cuánto le cuesta al hombre aprender que
puede ser feliz! ¡Qué tercamente se aferra a sus tristezas! ¡Qué difícil le
resulta aprender que su Dios es infinitamente mejor de lo que se imagina!
Eso fueron aquellos cuarenta días que
siguieron a la resurrección: una lucha de Cristo con la terquedad y ceguera
humanas de los discípulos, ayudándoles a comprender el trasfondo de todo lo que
en los tres años anteriores habían vivido a su lado.
¿Cómo es posible que los herederos del gozo
de la resurrección no lo llevemos en nuestros rostros y brille en nuestros
ojos? ¿Cómo es que cuando celebramos la Eucaristía, la prueba de que el Señor
vive, no salen de nuestros templos oleadas de alegría? ¿Cómo puede haber
cristianos que se aburren de serlo? ¿Cómo entender que miren con angustia a su
mundo, persuadidos de que es imposible que las cosas terminen bien?
“¿Por
qué surgen dudas en vuestro corazón?” No es solo una recriminación a la
incredulidad de los discípulos, sino una invitación al análisis. Dudar no es
malo; el que no piensa no duda, y el que no duda no piensa, pero hay que salir
de dudas.
¿De dónde provenían las dudas de los discípulos? De no
haber comprendido el misterio de la cruz, ni antes ni después. Por eso, para
deshacer sus dudas, Jesús les invita a verificar su identidad de Crucificado,
pues la resurrección no desfigura ni falsea la realidad. No oculta la Cruz.
¿Por qué surgen dudas en nuestro corazón?
Quizá porque no hemos salido de él, de nuestro encasillamiento egoísta.
A Francisco de Asís se le desvanecieron las
dudas al abrazar al leproso… Quien toca o abraza la cruz de Cristo encarnada en
los hombres; quien hace la experiencia de amar a Dios como Dios manda, o mejor,
como Dios ama, supera todas las dudas de fe. Porque creer es amar, ya que Dios
es Amor. Hay que salir de dudas; para eso hay que salir de uno mismo y abrirse
a los demás con un abrazo fraterno, como Francisco de Asís.
.-
¿De verdad integro el mensaje de la resurrección en mi vida?
.-
¿Soy más dado a culpabilizar, a acusar, que a excusar?
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