jueves, 22 de diciembre de 2022

NATIVIDAD DEL SEÑOR -A-

1ª Lectura: Isaías 52,7-10.

    ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: “Tu Dios es Rey”!

    Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Romped a cantar, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra y la victoria de nuestro Dios.

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    Este poema, que evoca a Is 40,9-10, cierra una sección importante del libro y prepara a Is 62,6-7. Más allá de los problemas textuales, en el marco de la Navidad este texto halla su plenitud en el gran Mensajero de la Paz y constructor del Reino de Dios, Jesús. El nacimiento del Señor marca el punto de inflexión, a partir del cual renace la esperanza y la alegría.

2ª Lectura: Hebreos 1,1-6.

    En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es el reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de Su Majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: “Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado”? O ¿”Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo”? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: “Adórenlo todos los ángeles de Dios”.

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    Nos hallamos ante uno de los textos más densos del NT. En Jesús, Dios deja de pronunciar palabras para pronunciarse él. Jesucristo es el autopronunciamiento personal de Dios. En él desaparece toda fragmentariedad y provisionalidad. Él ha realizado el designio original de Dios. La Navidad no debe diluirse en un sentimentalismo fácil, sino abrirnos a una contemplación y escucha profundas del Niño que nace en Belén La Navidad inagura los tiempos definitivos.    

Evangelio: Juan 1,1-18.

    En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió… La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad….

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    En los evangelios hay dos presentaciones del misterio navideño: uno “narrativo”:  el de los sinópticos (Mt y Lc), y otro “kerigmático”: el de Juan. El prólogo del IV evangelio, texto elegido para la liturgia de esta solemnidad, rebosa densidad teológica. Presenta la identidad y misión profundas de Jesús -la Palabra personal de Dios, llena de luz y de vida…-; denuncia el peligro de no reconocer su venida en la debilidad de la carne, y anuncia la enorme suerte de los que reconocen y acogen esa “navidad” de Dios. Porque la “navidad” de Dios no será completa hasta que cada uno no nos incorporemos a ella o la incorporemos a nosotros.  

REFLEXIÓN PASTORAL

    La Navidad se ha convertido en una de las fechas mágicas y tópicas por excelencia. Son muchos los elementos que se funden en ella -y que la confunden-. No se trata de polemizar contra esos aspectos periféricos y distorsionadores, sino de reivindicar su “corazón” y su “razón” originales. 

    La Navidad nos habla, en primer lugar, de Dios; todo es iniciativa suya. Un Dios que decide encarnarse, convivir, dialogar, servir y salvar al hombre. Un Dios que quiere hacernos familia suya -hijos- (1 Jn 3,1), y hacerse familia nuestra -hermano- (Heb 2,11) ¡Este es el “corazón” de la Navidad y su “razón” original!              

     La Navidad es una llamada a la interioridad, y hay que entrar en ella, y por su puerta. No puede ser algo que “se viene y se va” en una alegría intrascendente e inmotivada.

     La Navidad ha de dejar una huella permanente, indeleble e inolvidable, como la dejó en Dios, a quien  marcó profundamente y para siempre. La Navidad “humanizó” a Dios; dotándole de un corazón humano; de una mirada humana; le permitió no solo amar y ver divinamente, sino amar y ver humanamente. En la Navidad Dios estrenó corazón y mirada. Pero, al mismo tiempo la Navidad nos ha dotado a nosotros de un corazón nuevo y de una mirada nueva. En ese niño que nace en Belén, en Jesús, nuestra mirada se enriquece: ya no vemos a Dios desde fuera, sino desde dentro; ya no le vemos solo con nuestros ojos sino con sus propios ojos. En Jesús se nos ha renovado el corazón y se nos ha devuelto la vista. Es la gran aportación de la Navidad.

    La Navidad nos ofrece la oportunidad de restregarnos los ojos para descubrir al Jesús de verdad; y la verdad de Jesús. La fiesta del nacimiento del  Hijo de Dios debe ser también la de su descubrimiento. De lo contrario será una ocasión perdida. Todo se diluirá en luces que no alumbran, en voces que no dan respuestas; en consumos que nos consumen.

     La Navidad es una posibilidad y una responsabilidad. La posibilidad de compartir con Dios su “cena” de Navidad. Y la responsabilidad, o irresponsabilidad, de no oír su llamada y “cenar” sin él, una cena más y sin más, porque “vino a los suyos y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11; Ap 3,20).

     Sin renunciar a la interpretación festiva, hay que oponerse al secuestro y tergiversación de estos misterios, protagonizados por un consumismo y una publicidad insolidarios con las necesidades de tantos hombres -hermanos-, para quienes careciendo en esos días de lo necesario, tales mensajes son una provocación.

     Afinemos la sensibilidad, porque sería un despiste enorme celebrar la Navidad sin conocer de verdad al Señor.

 Al hablar de ella y del modo de celebrarla, podríamos hablar de una Navidad tridimensional, con tres rostros: Está la Navidad litúrgica, está la Navidad popular (Belenes, villancicos…) y está la Navidad existencial -la de los sin… techo, sin trabajo, sin paz, sin patria…; curiosamente la que experimentó Jesús, para quien no había sitio en la posada-.

La primera, la litúrgica, la celebramos en la iglesia; la segunda, la popular, en la familia y en las calles (comidas, regalos…) y la tercera, la existencial, la de los sin… ¿dónde?

La litúrgica procuramos “cuidarla” con celebraciones más preparadas y solemnes; la familiar la rodeamos de un ambiente más cálido y festivo en el hogar, y la existencial, la de los sin…, ¿la conocemos o la ignoramos?

No se trata de “aguar”  la Navidad a nadie, sino de “exprimirla” para que destile todo su sabor, y su alegría rebose y llegue a todos, también a los que tienen que pasar “la Navidad sin”…, desnuda y desnudos.

Pidamos al Señor que nos abra los ojos para reconocer su rostro, los oídos para escuchar su voz y el corazón para acogerlo en nuestra casa y en nuestra vida.

¡Feliz Navidad a todos y para todos!

 REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Cómo celebro la Navidad?

.- ¿Qué gusto deja en mi vida?

.- ¿Celebro en ella mi filiación divina y fraternidad interhumana?

Domingo J. Montero Carrión, franciscano capuchino.

 

 

 

 

 

 

 

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