1ª. Lectura: Mal 3,1-4.
Así dice el Señor: Mirad, yo envío mi
mensajero, para que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el
santuario el Señor a quien vosotros
buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis. Miradlo entrar -dice
el Señor de los ejércitos-. ¿Quién podrá resistirlo el día de su venida?,
¿quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de
lavandero: se sentará como un fundidor que refina la plata, como a plata y a
oro refinará a los hijos de Leví, y presentarán al Señor la ofrenda como es
debido. Entonces agradará a Dios la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los
días pasados, como en los años antiguos.
*** *** ***
El oráculo del profeta contempla la
situación deteriorada del pueblo, tras el regreso del exilio. Un deterioro
atribuido al abandono del cumplimiento de la ley del Señor. El profeta anuncia
la visita del Señor, precedida de un mensajero. Será una visita purificadora;
comenzará por el templo y se extenderá a todo el pueblo, borrando sus crímenes
(v 5). El NT ha visto en este oráculo un anticipo del Bautista (el mensajero) y
del mismo Jesús (el purificador del templo). La liturgia de la fiesta de la
Presentación lo trae a esta fiesta, atribuyéndolo a la entrada de Jesús en el
templo.
2ª Lectura: Hebreos 2,14-18.
Hermanos:
Los hijos de una familia son todos de la
misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús; así,
muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y
liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como
esclavos. Notad que tiende una mano a los hijos de Abrahán, no a los ángeles.
Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote
compasivo y fiel en lo que se refiere a Dios, y expiar así los pecados del
pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que
ahora pasan por ella.
*** *** ***
Nos hallamos ante uno de los textos más
bellos, densos y esperanzadores del NT: es el canto a la fraternidad de Dios
con el hombre. En él se hace la presentación de Jesús, entrando en el gran
templo de la humanidad. Jesús es de nuestra familia, es uno de los nuestros,
forma parte de nuestra historia. No se avergüenza de llamarnos hermanos (Heb
2,11). Nos ha tendido su mano fraterna, sacándonos de nuestros miedos más
profundos. Ha hecho nuestro camino, pasando por nuestras pruebas, se ha hecho
semejante a nosotros, excepto en el
pecado (Heb 4,15).
Cuando llegó el tiempo de la purificación,
según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para
presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo
primogénito varón será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como
dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”. Vivía entonces en
Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el
consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo
del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor.
Impulsado por el Espíritu fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus
padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y
bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu
siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quién has
presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de
tu pueblo Israel”. Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía
del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este está
puesto en Israel para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una
bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti,
una espada te traspasará el alma”. Había también una profetisa, Ana, hija de
Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había
vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se
apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones.
Acercándose en aquel momento daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los
que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que
prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El
niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de
Dios lo acompañaba.
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Tres cuadros ofrece el relato de san
Lucas. En el primero -la presentación- confluyen tres aspectos: la purificación
ritual de la madre (Lc 2,22 = Lv 12,2-4), la consagración de primogénito (Lc
2,22b-23 = Ex 13,2) y el rescate (Lc 2,24 = Ex 13,13; 34,20; Lv 5,7; 12,8), que
en el caso de Jesús se hace conforme a lo prescrito para las familias
económicamente débiles. Un segundo cuadro lo protagonizan Simeón (de quien no
se dice que fuera un anciano) y la profetisa Ana. Son los encargados de
desvelar el misterio. Como al entrar Jesús en el Jordán, hundido en el
anonimato, se abrieron los cielos para descubrir su verdad más profunda (Mc
1,11); al entrar en el templo, también hundido en el anonimato, se abren los
labios de Simeón para descubrir el misterio de aquel niño. Ya desde el
principio Dios ha revelado “estas cosas a
la gente sencilla” (Mt 11,25). El tercer cuadro, en apretada síntesis,
muestra el proceso de crecimiento integral de Jesús en la familia de Nazaret.
REFLEXIÓN PASTORAL
Este domingo IV
del Tiempo Ordinario celebra la Iglesia la fiesta de la Presentación del Señor.
Nacida en las iglesias de Oriente, su nombre original era fiesta del
“encuentro” y su contenido es esencialmente cristológico. Posteriormente fue
revestida de un tono mariológico. A partir del Concilio Vaticano II la fiesta
volvió a recuperar en la liturgia la tonalidad cristológica original, sin
perder la sensibilidad devocional mariana.
Se trata de una
de las fiestas más antiguas. La peregrina Eteria, en su “Itinerarium” (390), se
refiere a ella con el nombre genérico de “Quadragesima de Epiphania” (cuarenta
días después de la Epifanía), y su fecha de celebración era el 14 de febrero.
Posteriormente pasó a celebrarse el 2 de Febrero, cuarenta días después de la
Natividad del Señor. La denominación de
“fiesta de las luces” se remonta a mediados del s. V, y en el VI es introducida
en Occidente. Según san Cirilo de Escitópolis (s.VI) fue la matrona romana
Ikelia (450-457) la que sugirió celebrarla introduciendo la procesión de luces,
de ahí las candelas que tipifican la fiesta.
La ley judía
mandaba que, a los cuarenta días del alumbramiento de un niño (ochenta si se
trataba de una niña), las madres hebreas habían de presentarse en el Templo
para ser purificadas de la impureza legal que habían contraído con el parto. No
se trataba de purificarse de un pecado, ser madre nunca mancha: “la mujer se
salvará por su maternidad” (I Tim 2,15). María cumple con este rito, y como
una mujer económicamente débil, lo hace ofreciendo un par de tórtolas o dos pichones.
El segundo
motivo, teológicamente más relevante, es la presentación de Jesús. “Rescatarás
a todo primogénito entre tus hijos”, se determinaba en el libro del Éxodo
(34,20). Los primogénitos se consideraban como propiedad de Dios, y debían
vivir exclusivamente para el servicio del culto divino. Al ser este servicio
asignado a la tribu de Leví, los demás miembros del pueblo de Israel debían
“rescatar” a sus primogénitos. María y José, como una familia más, cumplieron
con esta exigencia legal, según los cánones de la gente pobre. Jesús es el Hijo
de Dios, pero también hijo del pueblo de Dios. Es el Rescatador (Tit 2,14),
rescatado.
Y así, Dios entra en el Templo, en brazos
de una mujer humilde, despistando a todos los estamentos de la religión judía.
María va a ofrecer y a rescatar a su Hijo primogénito que es, a su vez, el Hijo
Unigénito de Dios. Con esta ofrenda,
quizá sin darse cuenta aún, María comienza la despedida de su Hijo, que pocos
años después, y también en el templo, les dirá: “¿Por qué me buscabais, no
sabéis que debo estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49). María lo
presiente, y lo acepta. Más que un rescate, aquello es una ofrenda: ofrece a su
hijo, y se ofrece con su hijo, al proyecto de Dios en una prolongación de aquel
“Hágase en mí, según tu palabra” (Lc 1,38).
La fiesta de la
Presentación del Señor es una revelación del misterio de Cristo: la Carta a los
Hebreos (2ª lectura) lo presenta como el sacerdote y hermano misericordioso.
Hoy celebramos “la
presentación del Señor”, pero es también una invitación a renovar nuestra
propia presentación al Señor, como “ofrendas
vivas” (Rom 12,1), y a presentar al Señor ante los hombres con la
clarividencia y la pasión de Simeón y de Ana.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué significa para mí Jesús? ¿Es el Salvador, la Luz…?
.- ¿Se han descubierto ante él los pensamientos de
mi corazón?
.- ¿Con qué pasión
presento yo a Jesús a los demás?
DOMINGO J. MONTERO
CARRIÓN, OFMCap.
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