1ª
Lectura: Isaías 49,3.5-6
“Tú eres mi siervo (Israel) de quién estoy
orgulloso”. Y ahora habla el Señor que desde el vientre me formó siervo suyo,
para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel -tanto me honró el
Señor y mi Dios fue mi fuerza-: Es poco que seas mi siervo y restablezcas las
tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las
naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.
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No es fácil acertar con la identidad de
este “siervo” del libro de Isaías. La cuestión ya aparece planteada en Hch
8,34. En el judaísmo precristiano y contemporáneo a Cristo se pensaba sobre
todo en Israel (glosa hebrea en Is 49,3 y de los LXX en Is 42,1) o en un
personaje del AT (Sab 2,12-20; 5,1-7; Hch 8,32). Algunos niegan la
interpretación mesiánica; otros la afirman, y explican que la supresión fue
debido al uso que de ella hacían los cristianos.
El NT ha señalado los contactos entre el
“siervo” y Jesús. De ahí que la tradición cristiana haya seguido en esa línea.
Pero hay que notar, por lo que se
refiere a Jesús: Parece que él no vio especialmente reflejada su conducta y
misión en los tres primeros cantos. Los textos más importantes serían los del
cuarto canto y otros fragmentos isaianos como 43,4; 44,26; 50,10; 59,21; él
mismo aplicó a sus discípulos ideas del segundo y tercer canto (cf. Mt 5,14.16
con Is 49,3.6; 50,6). Aunque la iglesia primitiva consideró a Jesús como el
Siervo de Dios, esto no eliminó la interpretación colectiva (Lc 1,54) ni
impidió que se aplicasen a los discípulos algunos rasgos del Siervo (cf Hch
8,34s=Jesús; 14,37; 26,17s=Pablo). La
interpretación mesiánica, pues, debe ir acompañada de la interpretación
eclesial. Y no hay que exagerar su importancia a la hora de explicar la vida de
Jesús. Hay otros textos de más relieve: Is 61,1-3= Lc 4,18-19.
2ª Lectura: 1
Corintios 1,1-3.
Yo, Pablo, llamado a ser apóstol de
Jesucristo, por voluntad de Dios, y Sóstenes, nuestro hermano, escribimos a la
Iglesia de Dios en Corinto, a los consagrados por Jesucristo, al pueblo santo
que él llamó y a todos los demás que en cualquier lugar invocan el nombre de
Jesucristo Señor nuestro y de ellos. La gracia y la paz de parte de Dios nuestro
Padre, y del Señor Jesucristo, sea con vosotros.
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Esta introducción / saludo de la primera
carta a los Corintios no es un mero trámite o protocolo literario. En ella
Pablo destaca ideas fundamentales: su identidad de apóstol de Jesucristo y su
legitimidad -llamado…, por voluntad de Dios-, y la identidad de
la comunidad de Corinto: pueblo santo,
Iglesia de Dios, consagrados por Jesucristo. Destaca un detalle
significativo: no sólo los cristianos de Corinto son los destinatarios de la
carta sino todos los demás que en
cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo; esta extensión, pues, nos
incluye a nosotros. Y sería importante no olvidar este aspecto a la hora de
leerla o de escucharla.
Evangelio: Juan
1,29-34.
En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que
venía hacia él, exclamó: Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo. Este es aquel de quién yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por
delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a
bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel.
Y Juan dio testimonio diciendo: He
contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre
él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel
sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de
bautizar con Espíritu Santo. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste
es el Hijo de Dios.
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El ciclo de los testimonios -en la 1ª
lectura sobre el “siervo”; en la 2ª lectura sobre Pablo y la comunidad
cristiana-, se cierra con el testimonio de Juan el Bautista sobre Jesús: es el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
El Cordero es uno de los símbolos de la
cristología joánica (cf. Ap 5,6.12…), y funde en él la imagen del “siervo” de
Is 53, que carga con los pecados de los hombres y se ofrece como cordero
expiatorio (Lev 14), y el rito del Cordero pascual (Ex 12,1), símbolo de la
liberación de Israel.
Jesús es el hombre signado por el Espíritu
Santo, es estructuralmente “espiritual”. “Obra” del Espíritu, el Espíritu lo
dimensiona. Concebido por obra del Espíritu (Lc 1,35), toda su existencia se explica desde él. Y el Hijo de Dios
y el verdadero Cordero de la liberación y la redención. Consciente de la
prioridad y superioridad de Jesús, Juan contrapone su bautismo con agua -de
preparación- y el bautismo de Jesús, con
Espíritu Santo -de plenitud-.
REFLEXIÓN
PASTORAL
El Evangelio que se proclama este
domingo nos ofrece el testimonio de Juan el Bautista sobre Jesucristo: es el
Cordero de Dios (cf. Ex 12,1ss; Is 53,7.12). Garantizado por el Espíritu (cf.
Is 11,2) y plenificado por él, Jesús es el hombre del Espíritu. Y ese
testimonio nos permite o más bien nos obliga a una reflexión sobre nuestro
testimonio cristiano.
“¿Quién decís que soy yo?” (Mt 16,
l5). Formulada por Jesús a los Doce, en un momento de desconcierto, la pregunta
implica dos niveles en la respuesta.
¿Quién soy para vosotros? - nivel
personal -. No es una invitación a inventar a Jesús, sino a descubrirlo, a
reconocerle cómo y dónde Él ha querido manifestarse. Y puesto que ese
conocimiento no es “hechura de manos humanas” (Sal 115,4), nos conducirá
al mundo de la oración y de la escucha de la Palabra, porque “nadie conoce al Hijo sino el Padre” (Mt
11,27, y “nadie viene a mí si el Padre no
lo atrae” (Jn 6,44).
Pero a ese Cristo descubierto personalmente
hay que descubrirlo públicamente. ¿Quién decís a los otros que soy yo? - nivel
testimonial - . Y esto nos conducirá al encuentro con la vida de cada día.
Los dos aspectos de la pregunta son
importantes; porque somos propensos, por una parte a contentarnos con imágenes
de Cristo más devocionales que reales, y, por otra, cedemos fácilmente a la
tentación de privatizar demasiado esa fe, olvidando que la fe que no deja
huella pública en la vida es irrelevante.
Hoy el Evangelio nos habla de la necesidad
de dar un testimonio de Cristo claro y coherente, sabiendo que, por eso mismo, ha
de ser conflictivo -“porque no sois del mundo” (Jn 15,19)-, preferencial
-“obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29)-, integral -“hacedlo
todo en el nombre del Señor” (1 Cor 10,31) y alegre -porque creer en él no es una pena.
El nombre de cristiano no debe ser la
envoltura de “nada”, y, menos aún, de una mercancía soporífera, sino la
consecuencia de un descubrimiento, el de Cristo, que termina en un compromiso
real con la vida de cada día.
La tarea de cada momento de la Iglesia y de
cada miembro de la Iglesia es dar testimonio de Jesucristo; en esa línea se
situaron Pablo y Sóstenes (2ª lectura).
Pero sobre la Iglesia en general, y sobre
cada cristiano en particular, se alza, también en este tema, el mandamiento del
Señor: “No darás falso testimonio” (Ex 20,16). Y a eso pueden equivaler
ciertos silencios y ambigüedades.
Dentro del Octavario de Oración por la
Unión de todos los Cristianos, hemos de considerar esta unidad y conversión al
proyecto de Jesús como uno de los retos
y de los rostros específicos del testimonio cristiano.
REFLEXIÓN PERSONAL
.-
¿Cómo es mi testimonio de Cristo?
.-
¿Hablo solo de oídas?
.-
¿Es un testimonio vivencial y creíble?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, franciscano capuchino.
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