martes, 3 de diciembre de 2019

II Domingo de Adviento: SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA



1ª Lectura: Génesis 3,9-15.20.

Después que Adán comió del árbol, el Señor Dios lo llamó: ¿Dónde estás? Él contestó: Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo porque estaba desnudo, y me escondí. El Señor le replicó. ¿Quién te informó de que estabas desnudo? ¿es que has comido del árbol del que te he prohibido comer? Adán respondió: La mujer que me diste por compañera me ofreció del fruto y comí. El Señor dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho. Ella respondió: La serpiente me engañó y comí. El Señor dijo a la serpiente: Por haber hecho esto serás maldita entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza, cuando tú la hieras en el talón. El hombre llamó a su mujer Eva por ser la madre de los que viven.

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Entre las múltiples resonancias que encierra este texto con que se abre la historia humana, denominado “protoevangelio”, la liturgia de hoy quiere subrayar la esperanza basada en la misericordia de Dios, que va más allá del pecado del hombre, destacando la figura de “la mujer”, madre de los que viven, de la que surgirá esa esperanza.  La Iglesia ha visto en esa madre de los que viven a María, madre de los creyentes.

2ª Lectura Romanos 15,4-9.

Hermanos: Todas las antiguas Escrituras se escribieron para enseñanza nuestra, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza. Que Dios, fuente de toda paciencia y consuelo, os conceda estar de acuerdo entre vosotros, como es propio de cristianos, para que unánimes, a una voz, alabéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.
En una palabra, acogeos mutuamente como Cristo os ha acogido para gloria de Dios. Quiero decir con esto que Cristo se hizo servidor de los judíos para probar la fidelidad de Dios, cumpliendo las promesas hechas a los patriarcas, y, por otra parte, acoge a los gentiles para que alaben a Dios por su misericordia. Así dice la Escritura: Te alabaré en medio de los gentiles y cantaré a tu nombre.

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El texto seleccionado pertenece al final de la parte exhortativa de la Carta y está tomado de la liturgia del segundo domingo de Adviento por disposición de la Conferencia Episcopal que quiere conservar en esta celebración de la Inmaculada una presencia de la liturgia del Adviento. San Pablo amonesta a los cristianos, en su mayor parte provenientes del mundo pagano, a considerar las Escrituras como guía espiritual y criterio de vida. A profundizar la comunión, para orar a Dios con un solo corazón. A acoger al otro como cada uno ha sido acogido por Dios en Cristo. Dios no discrimina: la elección, en otro tiempo, del pueblo judío no supuso la exclusión de los gentiles, y la apertura ahora del Evangelio a los gentiles no oscurece esa fidelidad de Dios respecto de Israel. Cristo nos lo revela con claridad: él ha venido a derribar el muro de separación (Ef 2, 14).

Evangelio: Lucas 1,26-38.

En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel entrando a su presencia, dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres. Ella se turbó ante estas palabras, y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin. Y María dijo al ángel: ¿Cómo será eso pues no conozco varón? El ángel le contestó: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible. María contestó: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el ángel la dejó.

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El relato de la Anunciación nos presenta a María, mujer de fe, humilde, llena de gracia, bendita entre las mujeres, como el instrumento por el que Dios llevará a cabo su obra sanadora y salvadora. Dios llamó respetuosamente a su puerta y ella la abrió de par en par: “Hágase en mí según tu palabra”. En esto consiste la grandeza inigualable de María, en una entrega inigualablemente audaz y generosa a la voluntad de Dios.

REFLEXIÓN PASTORAL

       En el tiempo del Adviento, aparece esta fiesta como razón y estímulo de esperanza. Una fiesta de grandes resonancias en el pueblo cristiano; una verdad que, antes de ser declarada dogma, fue creída, vivida y celebrada por el pueblo de Dios, y particularmente por el pueblo español, donde ciudades y pueblos asumían como compromiso público la defensa de este privilegio de María. Una verdad que fue fervientemente defendida en el campo del debate teológico y de la práctica devocional por la familia franciscana, enarbolando el título de la Inmaculada como enseña y bandera peculiar de su amor a la Virgen.
         La Inmaculada ha sido una constante fuente de inspiración, no solo religiosa sino estética. Las palabras de los hombres se han potenciado, depurado y estilizado en filigranas de ritmos y rimas para pronunciar su belleza; los pinceles inventaban colores con que traslucir su misterio; la música buscó melodías siempre nuevas para cantar a la “Tota pulchra”, a la Purísima…
         Sí, María ha sido cantada, pero, ¿ha sido comprendida? Y, sobre todo, ¿ha sido escuchada? ¿Qué celebra la Iglesia en esta solemnidad de la Inmaculada?
La realización en ella de la obra redentora de Cristo de una manera del todo particular: ser preservada de toda mancha de pecado desde el primer instante de su ser. Un hecho singular, que hunde sus raíces en los amorosos y providentes designios de Dios.
         La que iba a ser la sede física del Hijo de Dios, la vida de quien iba a recibir la vida del Hijo de Dios, la carne en que iba a encarnarse el Hijo de Dios debía ser inmaculada. Sería pobre, humilde…, pero de una transparencia y luminosidad celestiales. María fue un capricho de Dios. “Dios pudo hacerlo, fue conveniente hacerlo, luego lo hizo”, es la síntesis de la argumentación teológica del gran defensor de la Inmaculada, el franciscano beato Juan Duns Escoto.
         Y no fue un hecho discriminador para los demás: el privilegio de María no ofende sino que estimula. Ella es “el orgullo de nuestra raza”. Contemplar a una mujer Inmaculada y Purísima es constatar que Dios se ha comprometido en una nueva creación. María es un avance profético de esa nueva creación. El misterio, el milagro de la Inmaculada no nos excluye, nos incluye en él. “A esto estábamos destinados por decisión de aquel que hace todo según su voluntad” (Ef 1,11)
         Porque lo que aconteció en ella de manera singular -verse libre del pecado- es posible también para nosotros. La misma gracia que obró en ella, la gracia de Cristo, obra en nosotros. A ella preservándola; a nosotros perdonándonos.
         “Dios  nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad a ser  sus hijos…” (Ef 1,3.4.5). El privilegio de la Inmaculada es nuestra vocación, que a partir del bautismo nos introduce en esa ruta de redención. 
        Pero hay otro aspecto a reseñar. En una sociedad donde aflora el desencanto, y hasta el hastío, la fiesta de la Inmaculada proclama la necesidad de mirar al cielo, de dar luminosidad y transcendencia a nuestra mirada.
 Quizá nos falta inspiración para idear un mundo mejor porque no nos inspiramos en María. Frente a tantos modelos inconsistentes, vacíos y banales, Dios nos ha presentado una alternativa, María. Quien eleva sus ojos y su corazón a ella, eleva consigo la realidad en que vive.
Que la “llena de gracia”, nos ayude a vivir en gracia de Dios, para ser nosotros, como nos recuerda san Pablo, “alabanza de su gloria”; para proclamar también nosotros con voz propia, como María, “las grandezas del Señor”, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en nosotros.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Qué resonancias trae a mi vida la celebración de esta fiesta?
.- ¿Celebró solo el “privilegio” de María o también mi vocación a la santidad?
.- Como la Virgen, ¿hago de mi vida un canto de alabanza y acción de gracias, un Magnificat?

Domingo J. Montero Carrión, franciscano-capuchino.




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