1ª Lectura: Deuteronomio 18,15-20
Habló Moisés al pueblo diciendo: El Señor,
tu Dios, te suscitará un profeta como yo, de entre tus hermanos. A él le
escucharéis. Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb, el día de la
Asamblea: “No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, no quiero ver
más ese terrible incendio; no quiero morir”.
El Señor me respondió: “Tienen razón;
suscitaré un profeta de entre tus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su
boca y les dirá lo que yo le mande. A quien no escuche las palabras que
pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas. Y el profeta que tenga la
arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en
nombre de dioses extranjeros, es reo de muerte”.
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Moisés anuncia al pueblo que Dios suscitará un profeta después de él, en
él pondrá sus palabras y estas serán su guía. También advierte del riesgo que
asedia a todo profeta, hablar sin discernimiento, no ser profeta de Dios o
hablar solo a título personal. El verdadero profeta no es un poseedor de la
palabra, sino un poseído por la palabra a cuyo servicio entrega su vida. Jesús
es el paradigma de ese Profeta.
2ª Lectura: 1 Corintios 7,32-35
Hermanos:
Quiero que os ahorréis preocupaciones: el
célibe se preocupa de los asuntos del Señor, buscando contentar al Señor; en
cambio, el casado se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su
mujer, y anda dividido.
Lo mismo, la mujer sin marido y la
soltera se preocupan de los asuntos del
Señor, consagrándose a ellos en cuerpo y alma; en cambio, la casada se preocupa
de los asuntos del mundo, buscando contentar a su marido. Os digo todo esto
para vuestro bien, no para poneros una trampa, sino para induciros a una cosa
noble y al trato con el Señor sin preocupaciones.
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Hablando del matrimonio y el celibato, Pablo propone a este como vía privilegiada de servicio
al Evangelio. No desacredita la opción matrimonial, que tiene otras funciones
significativas muy importantes en
la Iglesia -la de ejemplificar el amor
de Cristo y la Iglesia (Ef 5,21-23). No estamos en el campo de la
competitividad sino en el de la significatividad. “Cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros
de otra” (1 Cor 7,7). Los que optan
por el celibato, gracia del Señor, lo hacen para una dedicación plena a la
tarea evangelizadora. Por eso, no se justifica un célibe instalado, enriquecido
y no entregado a evangelizar y a ser él palabra evangélica.
Evangelio: Marcos 1,21-28
Llegó Jesús a Cafarnaún, y cuando al sábado
siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza,
porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad.
Estaba precisamente en la sinagoga un
hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: ¿Qué quieres de
nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el
Santo de Dios.
Jesús le increpó: Cállate y sal de él.
El espíritu inmundo lo retorció y, dando un
grito muy fuerte, salió.
Todos se preguntaron estupefactos: ¿Qué es
esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les
manda y lo obedecen.
Su fama se extendió en seguida por todas
partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
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Jesús es ese profeta profetizado
por Moisés: solo en él la palabra de Dios suena en toda su potencialidad y
verdad. Es el Santo de Dios. Y desde el principio aparece enfrentado al
espíritu del mal, que, ante su presencia, se siente amenazado de muerte. La
gente lo percibe: la “autoridad” de su palabra no se identifica con el
autoritarismo sino con la energía y credibilidad de la misma. El Evangelio no es
solo anuncio de salvación, sino realidad salvadora, nueva y renovadora. “¿Qué es esto?”. Es la pregunta que pretende
responder el evangelista Marcos con su
evangelio.
REFLEXIÓN PASTORAL
En un mundo saturado de palabras,
discursos declaraciones contradictorias, surge, o puede surgir, el
escepticismo, la sospecha, la duda sobre la veracidad y credibilidad de las
mismas.
Pero entra tantas palabras, hay una
Palabra; entre tantas noticias, hay una Noticia; entre tantas promesas, hay una
Promesa: la palabra de Dios, el evangelio de Jesucristo… ¿Habrá llegado hasta
aquí el escepticismo que envuelve a las palabras humanas? Acostumbrados a casi
todo, ¿nos habremos también acostumbrado al Evangelio, insensibilizándonos para
captar su mensaje?
“¿Qué
es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad”. El evangelio de
Cristo no fue, y no puede ser, un mensaje ocasional y oportunista. No fue una
ideología de acompañamiento, legitimadora de situaciones de hecho, por muy
extendidas que estén sociológicamente. No fue pronunciado mirando al tendido,
esperando hurras y aplausos…
“Sabemos
que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que
te importe nadie…” (Mt 22,16); esto lo reconocieron sus adversarios.
Sí, Jesús vino a descubrir al hombre quién
era Dios, cuál era su voluntad…, emplazando al hombre a tomar una decisión.
La palabra de Jesús era una palabra nueva
y renovadora; de redención y esperanza; libre y liberadora; bienhechora y
compasiva… Una palabra divina, aprendida en Dios: “Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia…” (Jn 14,10). Por
eso dijo Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a
acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).
¡Que contraste con nuestras palabras!
¡Vanas, vacías, incapaces de devolver la auténtica alegría y la verdadera
libertad! Palabras teóricas, a las que casi nunca acompañan el amor y el
sufrimiento por los otros. Palabras muy retóricas, pero poco prácticas.
Aduladoras, pero insinceras…
La única palabra que salva, digna de ser
creída y con autoridad es la que nace de un corazón purificado y madurado por
la compasión solidaria; la que nace de la contemplación de Dios…
Cuántos están esperando de nosotros esa
palabra, la de Cristo, para sentir esperanza, amor, ilusión… Y nosotros se la
hurtamos, se la negamos, porque hasta la desconocemos. Y, sin embargo, hemos
sido sus depositarios y constituidos en sus difusores…, a nivel de magisterio
y, sobre todo, de vida.
Si esa palabra no es creíble quizá se
deba, en buena parte, a que no seamos creíbles sus mensajeros, pero también
quizá a que, en el fondo, los mensajeros no creemos en ella. Por eso, Pablo
justifica el celibato como expresión de radicalidad para servir con
credibilidad “los asuntos del Señor”.
La reflexión de san Pablo en la 2ª
lectura merece ser destacada. La evangelización debe interpretar la melodía
evangélica polifónicamente. Y el celibato, como estado de vida, forma parte de
esa polifonía. Él debe visibilizar ejemplarmente el pensamiento paulino: “Si vivimos, vivimos para el Señor… (Rom
14,8), sin división (1 Cor 7,35). Lo
que hace creíble al celibato es la pasión evangelizadora del célibe. Este es un
“desposado” con el Evangelio, al que debe la misma fidelidad que el marido debe
a su esposa, en un matrimonio espiritual, pero no estéril, llamado a servir
eficazmente a la vida.
REFLEXIÓN
PERSONAL
.- ¿Es para mí el Evangelio novedad o rutina?
.- ¿Hasta que punto me entrego a los asuntos
del Señor?
.- ¿Qué espacio concedo a la palabra de Dios
en mi vida?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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