jueves, 10 de julio de 2014

DOMINGO XV -A-


1ª Lectura: Isaías 55,10-11

     Esto dice el Señor: Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.

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     Texto profético precioso y preciso sobre la palabra de Dios, “viva y eficaz”, que halló su encarnación en Jesucristo, la Palabra salida del Padre, que vino a la tierra para hacer su voluntad, y que regresó al Padre, después de haber empapado y fecundado a la tierra con su propia sangre derramada para la vida del mundo.


 2ª Lectura: Romanos 8,18-23

    Hermanos:
    Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Porque la creación expectante está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería libre de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no solo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo.

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      El cristiano vive en la esperanza. Eso le permite vivir con lucidez y realismo la situación presente. Las “frustraciones” de la vida no deben nublar su mirada; estamos orientados por Jesucristo y hacia Jesucristo, hacia la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Desde ahí, Pablo exhorta a asumir con entereza los “trabajos” del Evangelio (cf. 2 Tim 4,5) y las “exigencias” de la fe.

Evangelio: Mateo 13,1-23
                                                                                                        
    Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó y la gente se quedó de pie en la orilla. Les habló mucho rato en parábolas:
    Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos ciento; otros, sesenta; otros, treinta. El que tenga oídos que oiga.
    Se le acercaron los discípulos y le preguntaron: ¿Por qué les hablas en parábolas? El les contestó: A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del Reino de los Cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender. Así se cumplirá en ellos la profecía de Isaías: Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo; son duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con os ojos ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure.
    Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron.
    Vosotros oíd lo que significa la parábola del sembrador: Si uno escucha la palabra del Reino sin entenderla, viene el Maligno y roba lo sembrado en su corazón. Esto significa lo sembrado al borde del camino. Lo sembrado en terreno pedregoso significa el que la escucha y la acepta en seguida con alegría; pero no tiene raíces, es inconstante, y, en cuanto viene una dificultad o persecución por la Palabra, sucumbe. Lo sembrado entre zarzas significa el que escucha la Palabra, pero los afanes de la vida y la seducción de las riquezas la ahogan y se queda estéril. Lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la Palabra y la entiende; ése dará fruto y producirá ciento o sesenta o treinta por uno.

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    El texto consta de dos momentos: la parábola propiamente dicha y la explicación alegorizada de la misma. La parábola podríamos calificarla de “autobiográfica”: Jesús es ese sembrador salido a sembrar; no ha excluido a nadie, a ningún terreno; su palabra, de momento, ha germinado solo en unos pocos, los humildes, que son la tierra de futuro. En ella hay también una denuncia de los que se inmunizan y se cierran a la semilla de Dios. Y concluye con una seria llamada al discernimiento responsable. Puede también leerse como una proclamación de confianza en la vitalidad y fecundidad de la semilla, la palabra de Dios.
   La ampliación alegórica se centra ya en los diversos terrenos, y es una invitación a autoidentificarse y a ver qué tipo de acogida dispensa cada uno a la Palabra de Dios.


    REFLEXIÓN PASTORAL

    Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar…” (Is 55, 10-11).  Esto se predica de la palabra de Dios, pero conviene profundizar. Porque Dios no solo pronuncia palabras, es personalmente la Palabra. (Jn 1, 1.14). Y esa Palabra salida de Dios (1ª lectura), humanizada y encarnada en Jesús, nos habla. Y hoy nos habla a través de esta parábola.
      Mateo la denomina “parábola del sembrador”, porque el protagonista principal es el Sembrador, que siembra esperanzadamente en el corazón de los hombres la buena nueva de Dios, sin discriminar terrenos. Pero no es él el único protagonista; está “la tierra”, que también tiene sus responsabilidades, y está “la semilla”.
      Para entender la parábola hay que remontarse a la experiencia de Jesús. Llevaba ya un tiempo anunciando el Reino en todos los terrenos, con reacciones muy diversas. Había chocado con la oposición de los escribas y fariseos (Mc 3,22); la incomprensión de los familiares (Mc 3,21); había visto cómo algunos, al principio entusiasmados, lo abandonaron pronto (Jn 6,66); había sentido la indiferencia de ciudades como Corazaín y Betsaida (Mt 11,21); había percibido las reticencias de los discípulos del Bautista y las perplejidades de éste (Mt 11,3)-; también había conocido a limpios de corazón, sencillos y abiertos a su palabra (Mt 11,25)…
     Llegó un momento de cierta crisis en el grupo, al ver el poco eco y la resistencia que encontraba en el público. Y Jesús tuvo que retirarse hacia la región de Cesarea de Filipos, para hacer una profundización con los discípulos (Mt 16,13ss).
     La “buena noticia” salida de Dios suscitó un entusiasmo inicial. Cuando reveló sus exigencias, algunos hundieron en ella sus raíces, pero otros volvieron a la vida superficial o desorientada por los múltiples afanes, llegando incluso a la hostilidad.
     Senderos, piedras, zarzas, tierra buena: ¡qué diferentes son los terrenos! ¡No importa! El sembrador es optimista, porque la semilla es buena, y ve cosechas no uniformes, pero cosechas al fin y al cabo. También el texto de la segunda lectura insiste en el optimismo radicado en la obra creadora de Dios, que, “aunque sometida a la frustración…, expectante está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios (Rom 8, 20.19).
     Aquí está el nudo de la parábola: en el optimismo radical que transmite. ¡Siempre hay cosecha, aunque desgraciadamente no todos los terrenos se dejen fecundar.
     En nuestro presente eclesial se detecta desencanto. ¿No se habrá perdido la semilla? ¿No habrá perdido ésta su capacidad fecundadora? ¿Dónde está fructificando hoy tan prodigiosamente? ¿Es solo fecunda en los mundos subdesarrollados? ¿No se habrá engañado y nos habrá engañado Jesús? Cuando arriesgamos tan poco, ¿no será que no nos fiamos de él? ¿Qué acogida encuentra en mí la palabra de Dios? ¿Qué resistencias encuentra?
            La parábola invita a una doble verificación. En primer lugar, la de nuestra actitud de escucha: “Escuchad” (Mc 4,3). “¡Ojalá escuchéis hoy su voz! ¡No endurezcáis el corazón!” (Sal 95,7-8).  La escucha de la palabra de Dios no es solo un ejercicio exterior, de audición externa, verbal, sino que exige una acogida interior. Y, en segundo lugar, la de la identificación de la situación personal ante la palabra de Dios. Verificar qué tipo de tierra somos.
Ya en otros lugares advirtió Jesús de que la escucha es imposible sin una verificación y discernimiento profundos. Sin ellos se confunde y tergiversa al mensaje (Lc 23,5.14); al mensajero (Mt 11,18-19), y se confunden los propios oyentes, que acaban por inmunizarse ante las urgencias renovadoras de la palabra de Dios (Mt 3,9). “¡Quien tenga oídos, que oiga!” (Mc 4,9)

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Cuál es mi actitud ante la palabra de Dios?
.- ¿Está mi vida orientada linealmente a Jesucristo?
.- ¿Soy sembrador de la palabra de Dios? 


DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap

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