1ª Lectura: Proverbios 9,1-6.
La Sabiduría se ha construido su casa plantando siete columnas; ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado sus criados para que lo anuncien en los puntos que dominan la ciudad: Los inexpertos, que vengan aquí, voy a hablar a los faltos de juicio: Venid a comer mi pan y a beber el vino que he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la prudencia.
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La sabiduría hace una invitación pública al
banquete que ha preparado, en contraste con la posterior invitación que hace la
necedad (Prov 9,13-18). El hombre siempre es un “invitado”, y puede elegir la
invitación: una, a la sabiduría e inteligencia; otra, a la necedad y la
vaciedad. La revelación de Dios, su palabra, es la maestra que instruye en el
camino de la verdad y ofrece el alimento para el camino. El texto, desde una
lectura cristiana, puede considerarse una profecía del banquete eucarístico.
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Los cristianos son advertidos de la
necesidad de hacer un discernimiento en la vida, pues no todo tiene la misma
calidad. Un discernimiento que ha de hacerse desde el Espíritu. La comunidad
cristiana debe abundar en la oración, litúrgica y personal, privilegiando la
espiritualidad de la acción de gracias, que encuentra su visibilización y
realización más plena en la Eucaristía.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan, vivirá
para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo.
Disputaban entonces los judíos entre sí:
¿Cómo puede este darnos a comer su carne?
Entonces Jesús les dijo: Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come, vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come de este pan vivirá para siempre.
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Continúa la liturgia presentando el discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, destacando en este fragmento el llamado discurso eucarístico, conectado con la presentación de Jesús como el pan de la vida. Su lugar original parece que encajaría mejor en el momento de la Última Cena; pero allí Juan hizo la opción de presentar otra visibilización del amor de Dios: el lavatorio de los pies. La propuesta de Jesús es no solo novedosa sino escandalosa. Jesús no se impone, se ofrece, pero advierte que rechazarle es una opción por la muerte. La encarnación del Hijo de Dios en el hombre y por los hombres solo hallará su plenitud cuando esa encarnación se realice en cada hombre. Y eso es la comunión eucarística: encarnar al Hijo de Dios en la propia carne, y encarnar la propia carne en la carne del Hijo de Dios. En Jesús descansa y halla su plenitud la oferta, el banquete, la gran propuesta de Dios.
REFLEXIÓN PASTORAL
Continúa la liturgia presentándonos como
tema central de la palabra de Dios el llamado discurso eucarístico del
evangelio según san Juan. Este domingo con resonancias peculiares. Y nos invita
a un profundo discernimiento de la vida y de los dones de Dios.
Discernir es una invitación a la
vigilancia; a buscar ante todo el Reino de Dios y su justicia; a anhelar las
cosas de arriba; a hacer luz en la maraña de las urgencias humanas que nos
solicitan; a silenciar reclamos tentadores de auto-realización para escuchar la
palabra de la cruz; a vivir disponibles para que los otros encuentren en
nosotros la apertura necesaria para sus angustias, esperanzas y alegrías.
Discernir, en última instancia, es un modo
seguro de realizar la conversión. El
discernimiento es un don del Espíritu Santo (1 Cor 12,10).
La primera lectura, del libro de los
Proverbios, es como un avance profético del misterio eucarístico. Dios, en su
Sabiduría, ofrece su banquete a todos los hombres: “Venid a comer mi pan…”. “Gustad
qué bueno es el Señor” (Sal 34,9).
En el evangelio, Jesús se hace banquete: “Yo soy el pan de la vida”; alimento
insustituible, imprescindible parara vivir y profundizar la comunión con
Cristo.
Ante tal propuesta los judíos, la
sabiduría humana, quedó desconcertada y escandalizada: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”.
Nosotros, quizá, no nos extrañamos porque,
insensiblemente, nos hemos habituado y hemos convertido en rutina esa audacia
de Jesús.
¡No estaría
mal que también nosotros recuperáramos la sorpresa, la admiración, ante esta
realidad, que está llamada a ser diaria, pero no rutinaria, en nuestra vida!
Porque la Eucaristía es sorprendente.
Jesús nos
dice que la comunión eucarística no es una cuestión menor; es cuestión de vida
o muerte. “Si no coméis la carne del Hijo
del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi
carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”.
Implica
encarnar a Cristo en la propia carne; la comunión es una prolongación de la
Encarnación. Hay que comer su carne y beber su sangre, hay que hacer nuestra su
carne y su sangre, y hacer suya nuestra carne y nuestra sangre, es decir,
nuestra vida, y esto no es solo “comulgar” sacramentalmente, sino
existencialmente con la carne y sangre de Cristo. ¿Y dónde está hoy su carne y
su sangre? “¿Cuándo te vimos?” “Tuve hambre…”, por ahí pasa la comunión con la
carne y sangre de Cristo. Comer su carne y beber su sangre no es solo ligarnos
intensamente a su causa, sino ligarle a él a la nuestra y a la causa del
hombre. Y eso ya desde la “primera” comunión. Solo así viviremos en él y
tendremos su vida eterna.
La comunión eucarística es donde alcanza
su máxima cota de intimidad la relación del creyente con Cristo. “El que come mi carne y bebe mi sangre,
habita en mí y yo en él”. Es la única posibilidad para una existencia
verdaderamente cristiana. “El que me
come, vivirá por mí”.
Una expresión con doble lectura. “El que me come, vivirá por mí”, es
decir, recibirá vida de mí; yo seré su vida. Y, también, “el que me come, vivirá por mí”, es decir, existirá para mí; yo seré
su referencia vital. Y es que en la Eucaristía Cristo se manifiesta como el
origen y el sentido de nuestra vida.
“Esto
es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía” (Lc
22,19) fue la recomendación de Jesús. Y no es una invitación ritual, sino
vital. No se trata tanto de repetir unos ritos sino de interpretar y recrear la
vida al estilo de Jesús, en clave de donación y de entrega. Pero esto solo es
posible desde Él y con Él.
Por eso, san Pablo nos invita, en la
segunda lectura, a celebrarla constantemente, con sentido eclesial. “Celebrad constantemente la Acción de Gracias
a Dios Padre, por todos, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo”; pero con
discernimiento: “Fijaos bien cómo
andáis…, dejaos llevar por el Espíritu”. Pues no se trata de una
celebración cualquiera. Acojamos este mensaje e introduzcámoslo en nuestra
vida.
.- ¿Cuáles
son mis criterios de discernimiento?
.-
¿Qué discernimiento hago de la Eucaristía?
.- ¿Vivo la comunión como encarnación o solo como devoción?
DOMINGO
J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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