1ª Lectura: 2 Crónicas 36,14-16. 19-23.
En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de la Palabra del Señor, por boca de Jeremías, movió el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino: Así habla Ciro, rey de Persia: El Señor, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra. Él me ha encargado que le edifique una Casa en Jerusalén, en Judá. Quien de vosotros pertenezca a su pueblo, sea su Dios con él y suba”.
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El Cronista parece resumir los primeros capítulos de Jeremías y Ezequiel. El texto es un reconocimiento penitencial de la historia de Israel: pecando contra Dios y desoyendo la voz de sus mensajeros, Israel se ha acarreado la destrucción… Pero Dios no ha abandonado a su pueblo; suscita un instrumento de salvación, precisamente fuera del propio Israel, Ciro, rey de los persas. La salvación a Israel le llega por caminos nuevos: los que diseña y protagoniza el Señor, que “de las piedras puede sacar hijos de Abrahán”. En la historia hay esperanza, porque Dios nos se olvida nunca de su amor, aunque pasemos por caminos oscuros…
2ª
Lectura: Efesios 2,4-10.
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La vocación cristiana se origina en el amor
de Dios. Y desde Cristo es ya un presente -estáis
salvados-. Esta escatología realizada es una de las características de las
Cartas de la Cautividad -Efesios, Filipenses, Colosenses y Filemón-. Y no es cuestión de méritos propios, sino de
la gracia de Dios manifestada en Jesucristo. Desde ahí Dios nos llama a la
práctica de las buenas obras. La llamada es gratuita, pero no irrelevante. La
misericordia de Dios, origen de la vocación cristiana, urge a actualizarla en
la vida. La vocación se hace misión.
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Jesús es portador de la salvación y la sanación de los hombres, de la vida eterna. Y lo es desde la paradoja de la Cruz. Él es la epifanía del amor de Dios al mundo. Su misión es exclusivamente salvadora. Y a esa salvación se accede por la fe. La misión de Jesús es iluminadora, y el que opta por esa Luz pasa de las tinieblas a la luz. Quien no opta por él, opta por la muerte y la tiniebla.
REFLEXIÓN PASTORAL
Durante el tiempo de Cuaresma se nos
insiste de manera primordial en la conversión; pero frecuentemente se hace una
presentación muy limitada. Se habla de la necesidad del hombre de convertirse a
Dios. Pero esto es solo parte de la conversión y no la más importante; es, en
todo caso, la segunda parte: la conversión “penitencial”.
La primera, y más importante, es
proclamar que primero Dios se ha convertido al hombre, y de una manera
insospechada e inmerecida (Jn 3,16), “estando
muertos por los pecados” (2ª lectura). Es la conversión “del amor”,
manifestada en Jesucristo.
La conversión cristiana no es cuestión
de mortificación cuanto de acogida de un amor real y efectivo, el de Dios.
Convertirse es dejarse amar por Dios.
Para eso Dios “enviaba mensajeros a diario” (1ª
lectura). Y, especialmente, para eso envió a su Hijo, que no vino a repartir
reprobaciones, sino a salvar y a hacer posibles las condiciones de salvación. “Es palabra digna de crédito y merecedora de
toda aceptación que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores” (1
Tim 1,15). Jesucristo es la expresión más real y más
veraz del amor de Dios al mundo. Y este es un aspecto que merece ser subrayado.
Desde esa opción amorosa de Dios quedan desautorizadas las “pastorales”
anti-mundo. La de Dios, encarnada en Jesús, fue una pastoral pro-mundo.
Jesús es la visibilización, el sacramento
de la conversión de Dios al hombre y del hombre a Dios. Y como en él la
conversión de Dios al hombre es total y sin reservas, así ha de ser la
conversión del hombre a Dios, total y sin reservas (Mt 10, 37 ss). Él encarna el sí de Dios al hombre y el sí
del hombre a Dios, pues “el Hijo de Dios, Jesucristo, anunciado entre
vosotros por mí…, no fue sí y no, sino que
en él solo hubo sí. Pues todas las promesas de Dios han alcanzado su sí en él” (2 Cor 1,
19 -20). “Aprended de mí” (Mt 11, 29). Pablo recomendará: “Tened
entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús” (Flp 2, 5). La
conversión es un “con-sentimiento” con Cristo.
En Cristo, Dios se revela apostando por el
hombre; es la expresión de la opción
humana de Dios. En su persona, el hombre recupera la esperanza y la alegría, al
descubrir el compromiso de Dios en su defensa (Rom 8,31). La garantía de que
Dios está por el hombre es que por él se hizo hombre. La conversión cristiana
es, en primer lugar, celebración de la conversión de Dios…
Pero esto no debe inducirnos a una
falsa seguridad. “El amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14), es el
principio de nuestra responsabilidad. Sin esa experiencia de un Dios vuelto
hacia nosotros, en una revelación de amor, es imposible la respuesta del
hombre; pero sin la respuesta, libre y amorosa, del hombre queda bloqueada la
iniciativa salvadora de Dios.
El hombre no se salva por sus obras -la salvación
viene de Dios- (2ª lectura); pero este Dios no impone la salvación al hombre,
le hace una oferta responsable. Nos lo recuerda el evangelio de san Juan: la
condenación del hombre es autocondenación, pues “el que cree en Él, no será juzgado; el que no cree ya está juzgado,
porque no ha creído en el nombre del
Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los
hombres prefirieron las tinieblas, porque
sus obras eran malas”.
Sí, Dios solo es Salvador, y el solo Salvador. Si Dios
se ha convertido a nosotros, convirtámonos nosotros a Dios. Si Dios es Luz,
caminemos a su luz. ¡Que su luz nos haga ver la luz!
.- ¿Hasta dónde llegan en mi
vida las urgencias del amor de Dios?
.- ¿Cómo es mi conversión: ritual, parcelaria…?
Domingo J. Montero Carrión,
Franciscano Capuchino.
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