1ª Lectura: Jeremías 31,33-34.
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Estos versículos marcan la cumbre
espiritual del libro de Jeremías. Tras el fracaso de la antigua alianza,
quebrantada por el pueblo, el plan de Dios aparece bajo la promesa de una
Alianza Nueva, cuya novedad reside en tres puntos: a) el perdón de los pecados,
iniciativa de Dios; b) la responsabilidad y la retribución personal; 3) la
interiorización de la Alianza en el corazón del hombre. Esta Nueva Alianza,
reiterada por Ezequiel (36, 25-28) y por los últimos capítulos del libro de
Isaías, será inaugurada y sellada por el sacrificio de Cristo (Mt 26,28).
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La obra de la salvación fue realizada en
Cristo. Sufriendo hasta la muerte, en obediencia al Padre, Jesús experimentó el
drama del sufrimiento inmerecido pero asumido por el amor al Padre y a los
hombres. Verdadero hombre, Jesús oró al Padre. Y fue escuchado: no fue
dispensado de la muerte, pero fue arrancado de su poder, transformando esa
muerte en fuente de gloria. Dios siempre escucha, pero su respuesta a veces
llega “al tercer día”. Y eso a nosotros suele parecernos excesivamente tarde.
Hay que aprender de Jesús.
En aquel tiempo entre los que habían venido
a celebrar la Fiesta había algunos gentiles; éstos, acercándose a Felipe, el de
Betsaida de Galilea, le rogaban: Señor, quisiéramos ver a Jesús. Felipe fue a
decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús les contestó: Ha llegado la hora de
que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro, que si el grano de trigo no
cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que
se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se
guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi
servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada y,
¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta
hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo he
glorificado y volveré a glorificarlo.
La gente que estaba allí y lo oyó decía que
había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo: Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.
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Estamos en los umbrales de la Pascua de
Jesús. Unos gentiles, posiblemente pertenecientes a los “temerosos de Dios”
(Hch 10,2), afectos al judaísmo, quieren conocer a Jesús. Pero Jesús no es una
“curiosidad”. El recurso a dos discípulos es significativo: esa es la función
del discípulo, llevar al conocimiento del Maestro, que es quien tiene “palabras de vida eterna”. Y el Maestro
hace un avance de su inminente destino, en el que debe quedar implicado quien
quiera seguirle. La escena evoca algunos momentos de la oración del Huerto
(angustia ante la Hora, súplica al Padre, aceptación de su voluntad y consuelo
del Padre); escena que Juan no detalla en su Evangelio. Pero se trata de un
anuncio “completo”: Pasión, muerte y glorificación.
“Queremos
ver a Jesús”…. Es la nostalgia que todos llevamos dentro. Para ello
organizamos peregrinaciones a Tierra Santa, con la ilusión de contemplar los
paisajes y lugares que Él vio y recorrió, de poner nuestros pies en sus
huellas… ¡Qué no daríamos por un encuentro con Jesús!
Y es un deseo legítimo y, además, posible.
Pero para eso hay que purificar la mirada, hasta purificar el corazón -pues se
ve bien solo con el corazón limpio-. Y hay que orar, porque ese conocimiento no es conquista, no es “hechura de manos humanas” (Sal 115,4),
es don de Dios. “Nadie puede venir a mí,
si no lo atrae el Padre que me ha enviado” (Jn 6,44). “Esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que
está en los cielos” (Mt 16,17).
Conocimiento imposible sin una voluntad
inicial de acceso a él: “Venid y veréis”
(Jn 1,39). Conocimiento que implica
remar mar adentro (Lc 5,4), pasar a la otra orilla (Mc 4,35), despojarse de
indumentarias inadecuadas y superfluas (Lc 9,3). Querer ver a Jesús no debe
obedecer a una curiosidad sino a una pasión. ¿Sentimos pasión por Jesús?
“Crea
en mí un corazón puro”, pedimos hoy en el salmo responsorial. Un corazón
capaz de acoger con pureza y alegría; capaz de entender que el que se ama a sí
mismo por encima de todo, desplazando a Dios y a los otros, se pierde; capaz de
comprender que el pan que nos alimenta -la Eucaristía- es fruto de un grano
enterrado, Jesús, y que si nosotros queremos ser ayuda y alimento -y debemos
serlo- hemos de enterrar nuestros egoísmos y modos insolidarios de vivir.
En la primera lectura, el profeta Jeremías
anuncia una alianza nueva, la que nosotros celebramos en la Eucaristía -la
alianza nueva y eterna-, caracterizada por una interiorización de la Ley de
Dios en el corazón del hombre, por la obediencia a su voluntad y por el
conocimiento personal de Dios, sin dependencias externas ni ajenas… ¿Experimentamos esa transformación? ¿O
seguimos servilmente encadenados a meras obligaciones externas, incapaces de
discernir desde la fe la auténtica voluntad de Dios sobre nuestras vidas? “¡Todos me conocerán, oráculo del Señor,
cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados!”. ¿Conocemos de
verdad a Dios? ¿Hemos experimentado su perdón?
Nuestra vista frecuentemente está cansada
de ver siempre lo mismo; de tanto mirar egoístamente para nosotros, hemos
terminado por perder la justa perspectiva de la realidad; hemos terminado por
no saber mirar a Dios y a los otros o, lo que es peor, los hemos confundido con
nosotros mismos.
Está concluyendo la Cuaresma; un tiempo
que se abrió al grito de “Convertíos y
creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Tiempo de conocimiento y de rectificación;
de restregarse los ojos para contemplar nuestra posición y ver si en la brújula
de nuestra vida el norte coincide con Dios.
Se acerca la gran Semana, que nosotros
llamamos Santa. La semana de la “hora” de la verdad de Jesús, y, también, de nuestra
propia verdad. Y hay que purificar la mirada para contemplarla no solo desde la
acera o el balcón, convertidos en meros espectadores… Y hay que purificar el
corazón, para acompasar su latido al del corazón de Cristo, que continúa
recordándonos, hoy como ayer: “el que se
ama a sí mismo, se pierde” (Mc 8,35)”; “el
quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor;
a quien me sirva el Padre le honrará…”. Y “cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños,
conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40)
¡Queremos ver a Jesús! No es
imposible…, pero hay que purificar la mirada y el corazón…y seguirle.
.-
¿Qué niveles alcanza en mí la pasión por Cristo?
.-
¿Qué contenidos aporta a mi vida el conocimiento de Jesús?
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