1ª Lectura: Isaías 61,1-2a. 10-11.
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque
el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que
sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los
cautivos y a los prisioneros, la libertad, para proclamar el año de gracia del
Señor…
Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas. Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos, ante todos los pueblos.
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Dos voces resuenan en este texto: La voz del profeta, ungido por el Espíritu para anunciar la buena noticia del año de gracia del Señor a los infortunados. Quién sea este personaje permanece en la incógnita. Su mensaje es afín al de Is 35. Y hallará eco y plenitud en Jesucristo (Lc 4,18-19). Y la voz de la ciudad que, agradecida y gozosa, celebra la obra de Dios en su favor. Esta imagen de la ciudad como “novia” tendrá resonancias eclesiales en el NT, especialmente en el libro del Apocalipsis (Ap 19,7; 21,2.9).
2ª Lectura: 1 Tesalonicenses 5,16-24.
Hermanos: Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. En toda ocasión tened la Acción de Gracias: esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros. No apaguéis el espíritu, no despreciéis el don de profecía; sino examinadlo todo, quedándoos con los bueno. Guardaos de toda forma de maldad. Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro ser, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la Parusía de nuestro Señor Jesucristo. El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas.
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Nos hallamos en las exhortaciones finales de la carta. Pablo recuerda y recomienda una serie de elementos que el cristiano ha de tener presente en su vida: alegría, oración perseverante, asiduidad eucarística y discernimiento positivo. Una existencia así no quedará frustrada, porque Dios no falta a su palabra. Así hay que esperar y vivir el adviento del Señor.
Evangelio: Juan 1,6-8. 19-28.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se
llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que
por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
Los judíos enviaron desde Jerusalén
sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: ¿Tú quién eres?
El confesó sin reservas: Yo no soy el
Mesías.
Le preguntaron: Entonces, ¿qué? ¿Eres tú
Elías?
El dijo: No lo soy.
¿Eres tú el Profeta?
Respondió: No
Y le dijeron: ¿Quién eres? Para que
podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?
El contestó: Yo soy “la voz que grita en
el desierto: Allanad el camino del Señor (como dijo el profeta Isaías).
Entre los enviados había fariseos y le
preguntaron: Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni
el Profeta?
Juan les respondió: Yo bautizo con agua;
en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que
existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.
Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan Bautizando.
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El texto seleccionado está construido con unos versículos tomados del Prólogo del IV Evangelio (el testimonio sobre Juan Bautista), y con otros tomados de la respuesta a la legación enviada por los judíos de Jerusalén (testimonio de Juan Bautista). Entre ambos hay una convergencia fundamental: Juan es un enviado de Dios, un testigo veraz de la Luz, Jesucristo. Juan desactiva expectativas equivocadas e invita a un discernimiento, pues a quién él anuncia está ya “en medio de vosotros”
REFLEXIÓN PASTORAL
Dos palabras sintetizan el mensaje de este
domingo: discernimiento y reconocimiento. Ambas sugerencias
vienen de Juan el Bautista. Había despertado expectativas y admiración por
doquier, pero no se aprovecha de ese
estado de opinión. No confunde ni se confunde.
Conocía su misión, y no permitió que la
popularidad le nublara la vista. “Yo
no soy”, solo uno es, Dios.
“Él, como dice san Agustín, era la voz;
Cristo era la Palabra”. Por eso, “Él
tiene que crecer, y yo tengo que menguar”
(Jn 3,30). Es el primer nivel del discernimiento: el autodiscernimiento. Pero,
comenzando por ahí, hay que ir más allá, a examinar nuestro entorno. El
cristiano debe ser una persona capaz de realizar ese análisis lúcido de la
realidad, hoy particularmente urgente y necesario.
La segunda
sugerencia del Bautista también merece ser reseñada: “En medio de vosotros hay uno que no conocéis”,
dice, refiriéndose a Jesucristo. Una advertencia de actualidad para nosotros.
¿Sabemos reconocer hoy la presencia de Cristo? Porque Él está entre nosotros y
con nosotros hasta el fin del mundo. El problema es cómo está entre nosotros y
con qué tipo de presencia.
Su presencia es real, pero sacramental;
encarnada en realidades que no son de percepción inmediata, sino que requieren
la luz de la fe para descubrirla.
Cristo está en sus “palabras de vida”; en
su “cuerpo y sangre” eucarísticos..., y está en el hombre, particularmente en
el necesitado. Aceptamos sin mayor dificultad, o al menos sin tanta dificultad,
las presencias “religiosas” del Señor, y las veneramos, pero manifestamos
resistencias y falta de sensibilidad para reconocerle en las presencias
“conflictivas”.
La exposición del Santísimo y su
adoración no deberíamos reducirla exclusivamente a la Eucaristía, pues el mismo
que dijo “Tomad, comed, esto es mi
cuerpo... (Mt 26, 26)”, dijo: “Tuve
hambre, estuve desnudo... Y cada vez que lo
hicisteis…, o no lo hicisteis
con uno de esto, lo hicisteis o no lo
hicisteis conmigo” (Mt 25, 31-45). Jesús también está expuesto, ¡y a
cuántos riesgos!, en el hermano, particularmente en el necesitado.
Próximos ya a la Navidad, acojamos las exhortaciones de san Pablo en la segunda lectura: “Estad siempre alegres”, “Sed constantes en orar”, “en toda ocasión tened la Acción de Gracias”, “examinadlo todo, quedándoos con los bueno”, alegría, oración perseverante, asiduidad eucarística y discernimiento permanente para que el Señor nos abra los ojos y podamos descubrir su presencia entre nosotros; para no confundirle ni confundirnos; para que no se repita entre nosotros el dicho evangélico: “Vino a su casa, y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11) sino que más bien podamos asumir el mensaje de la primera lectura: “El Espíritu del Señor, Dios, está sobre mí... Y me ha enviado a curar los corazones desgarrados”, y cantar con la alegría de María (salmo responsorial), por sabernos y sentirnos implicados en la obra liberadora del Dios, que enaltece a los humildes y a los hambrientos colma de bienes.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Soy
evangelista, portador de la buena noticia?
.- ¿Sé reconocer
la presencia de Jesús en la vida?
.- ¿Mi lectura de la vida está inspirada en la bondad?
DOMINGO J.
MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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