1ª Lectura: Sabiduría 6,13-17.
Radiante e inmarcesible es la sabiduría; fácilmente la ven los que la aman y la encuentran los que la buscan. Se anticipa a darse a conocer a los que la desean. Quien temprano la busca no se fatigará, pues a su puerta la hallará sentada. Pensar en ella es prudencia consumada, y quien vela por ella, pronto se verá sin afanes. Ella misma busca por todas partes a los que son dignos de ella; en los caminos se les muestra benévola y les sale al encuentro en todos sus pensamientos.
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El texto seleccionado forma parte de la segunda sección del libro de la Sabiduría, donde se aborda su origen, naturaleza y medios para adquirirla. Su personificación remite a una elevada concepción de la misma: ella misma busca al hombre y se ofrece a él… Estos textos son ya un avance de la verdadera y definitiva Sabiduría de Dios manifestada en Jesucristo (1 Cor 1,24).
2ª Lectura: 1ª Tesalonicenses 4,12-17.
Hermanos:
No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza. Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con él. Esto es lo que os decimos como Palabra del Señor: Nosotros, los que vivimos y quedamos para su venida, no aventajaremos a los difuntos. Pues él mismo, el Señor, a la voz del arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que aún vivimos, seremos arrebatados con ellos en la nube, al encuentro del Señor en el aire. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues mutuamente con estas palabras.
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La comunión con Cristo no termina en esta
vida; es una comunión de por vida, para siempre. Es la afirmación fundamental.
Pablo, cuando escribe esta carta, consideraba casi inminente la venida del
Señor, por eso admite la posibilidad de que le encuentre aún con vida en este
mundo. Posteriormente modulará su pensamiento al respecto. En todo caso, queda
firme la doctrina: los que hemos creído y seguido con fidelidad a Cristo en
esta vida, “estaremos siempre con el
Señor”.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos
esta parábola: El Reino de los Cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron
sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco
eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en
cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo
tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron.
A media noche se oyó una voz: “¡Que llega
el esposo, salid a recibirlo!”
Entonces se despertaron todas aquellas
doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las
sensatas: “Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas”.
Pero las sensatas contestaron: “Por si acaso no hay bastante para vosotras y
nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis”.
Mientras iban a comprarlo llegó el esposo y
las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas y se cerró la
puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: “Señor,
señor, ábrenos”. Pero él respondió: “Os lo aseguro: no os conozco”.
Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.
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Esta parábola aparece sólo en san Mateo, pero encuentra paralelos de fondo en Lc 12,35-38 y Mt 24,45-51. Es una parábola del Reino, comparado no con las diez vírgenes sino con una boda. Idea, por otra parte, muy común. San Mateo la interpretó como referida a la parusía (v 13), convirtiéndola en una llamada a la vigilancia, y la alegorizó: el esposo es Cristo; las jóvenes representan a los cristianos; la escena última, el juicio; el retraso del novio, la indeterminación del tiempo final; la exclusión de las necias, el castigo… El sentido original de la parábola sería la afirmación de la llegada inesperada, pero cierta, del novio al banquete de bodas, y no tanto una exhortación a la vigilancia (esto pertenecería a la labor redaccional del evangelista, lo que no falsea el sentido, pero conviene advertirlo).
REFLEXIÓN
PASTORAL
La palabra de Dios nos sitúa hoy ante un gran tema:
saber discernir, saber interpretar, saber vivir las dos realidades
fundamentales del hombre: la vida y la muerte.
De ambas existen lecturas,
interpretaciones diferentes y hasta contradictorias, lo que demuestra que son
discutibles, aunque inevitables.
Saber morir. “El que no sabe morir es vano y loco...”,
escribió José Mª Pemán en un poema denso de humanidad y fe. “Loado seas, mi Señor, por la hermana muerte
corporal, de la que ningún mortal puede escapar”, cantaba san Francisco de
Asís. “Si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”, afirmó
Jesús.
En nuestra sociedad se pretende
disimular y hasta deshumanizar la muerte. Es una paradoja que nunca una
sociedad produjera tanta muerte y, al mismo tiempo, pretenda ignorarla,
camuflarla y hasta narcotizarla. Pero las realidades no desaparecen porque
nosotros les demos la espalda. Y no es infrecuente dar la espalda a realidades
que tenemos de frente y que, por lo mismo, hay que afrontar. A veces ese
intento de evitar el tema no es otra cosa que una huída, un intento acallar y
desoír los interrogantes que plantea.
“No
queremos que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os aflijáis como
los hombres que no tienen esperanza”, nos recuerda san Pablo. El creyente
debe saber interpretar, desde su fe en el Señor resucitado, esa realidad
fundamental de la vida, que es la muerte.
Y desde su fe debe saber interpretar la
vida. La vida es un don de Dios, que debemos acoger con responsabilidad y
gratitud. Vivir no es un pasatiempo, no es consumir días rutinariamente. El
tiempo de la vida es un tiempo de trabajo, de posibilidades y de
responsabilidades. ¡Cuántas veces, urgidos por lo inmediato, inmersos en lo
provisorio, tergiversamos la vida! ¡Cuántas veces vivimos como las jóvenes
necias de la parábola evangélica, adormilados, sin aceite ni luz en nuestras
lámparas! ¡Como los hombres que no tienen esperanza!
Y cuando se nos recuerda lo equivocado
de esa actitud y la necesidad de cambiar, respondemos con un “no me sermonees”,
“ya habrá tiempo para eso”, “hay que disfrutar de la vida”... En definitiva,
siempre remitimos a un “mañana..., para lo mismo responder mañana”.
Jesús nos recuerda hoy en el evangelio
que hay que vivir en vela y a tope. Puede ocurrir, si no, que cuando nosotros
creamos llegado ese mañana, ya sea tarde; que, cuando nosotros creamos que es
tiempo de pulsar a la puerta del banquete y aleguemos nuestro derecho a entrar,
alguien nos diga. “Nos os conozco”.
Reunidos en torno al altar, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador, Jesucristo, pidámosle a Dios la sabiduría y la clarividencia que viene de Él para interpretar cristianamente la vida y vivir cristianamente la muerte.
REFLEXIÓN
PASTORAL
¿Qué
aporta mi esperanza a la vida?
¿Con qué criterios discierno la vida?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, Franciscano Capuchino.
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