1ª Lectura: Sofonías 2,3; 3,12-13.
Buscad al Señor los humildes, que cumplís sus mandamientos; buscad la justicia, buscad la moderación, quizá podáis ocultaros el día de la ira del Señor. Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor. El resto de Israel no cometerá maldades, ni dirá mentiras, ni se hallará en su boca una lengua embustera; pastarán y se tenderán sin sobresaltos.
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Dios elige para la construcción de su proyecto un “resto” humilde y de humildes; un “resto” formado por personas buenas y sinceras, buscadoras de la justicia y la moderación. Ese resto supone la descalificación y la alternativa a la prepotencia, la injusticia y la mentira de los “imperios”. Ese “resto” anunciado por Sofonías es ya una profecía de los que serán declarados bienaventurados por Jesús. Dios siembra su Reino en la tierra de los pobres, porque allí germina sin resistencias y crece con más energía.
2ª Lectura: 1
Corintios 1,26-31.
Fijaos en vuestra asamblea, no hay en ellas muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo, lo ha escogido Dios para humillar a los sabios. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor. Por él vosotros sois en Cristo Jesús, en este Cristo que Dios ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención. Y así, como dice la Escritura, el que se gloríe que se gloríe en el Señor.
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Pablo quiere concienciar a los cristianos de Corinto de que su fuerza está en su debilidad. Porque en esa debilidad se manifiesta la iniciativa y la grandeza de Dios. La grandeza de la Iglesia no reside en la sabiduría humana, en el poder ni en los títulos humanos de nobleza, riqueza… La Iglesia, y el cristiano, encuentran su razón de ser sólo en Cristo. Esa es su “bienaventuranza”.
Evangelio: Mateo
5,1-12a.
En aquel tiempo, al ver Jesús al gentío
subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos, y él se puso a
hablar enseñándoles:
Dichosos los pobres en el espíritu, porque
de ellos es el reino de los Cielos.
Dichosos los sufridos, porque ellos
heredarán la tierra.
Dichosos los que lloran, porque ellos serán
consolados.
Dichosos los que tienen hambre y sed de
justicia, porque ellos quedarán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque ellos
alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque
ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz,
porque ellos se llamarán “los hijos de Dios”.
Dichosos los perseguidos por causa de la
justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
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Las “bienaventuranzas” escenifican y visualizan el “resto” que preside Jesús; los mimbres con los que Dios decide construir su Reino; y son la vocación y la misión de la Iglesia. En una apretada síntesis podrían subrayarse las siguientes líneas hermenéuticas de estas proclamaciones de Jesús, son: Palabra teológica: revelan el verdadero rostro de Dios. Palabra cristológica: revelan el proyecto y la causa de Jesús. Palabra antropológica: diseñan el programa del hombre nuevo. Palabra paradójica: son anuncio y denuncia; gracia y exigencia. Palabra escatológica: signos de la instauración del futuro de Dios entre los hombres, de su reino.
REFLEXIÓN PASTORAL
Si no lo hubiera dicho Jesús, nos parecería
una tomadura del pelo; pero las bienaventuranzas son sus palabras y, sobre
todo, son su vida. Son palabras de “altura” y “chocantes”.
Él fue pobre (Mt 8,20), manso y humilde (Mt
11,29), tuvo hambre y sed de justicia (Lc 4,16-20), lloró (Lc 19,41), fue
misericordioso (Mt 9,13), construyó la paz (Ef 2,14; Jn 14,27), y fue
perseguido y murió por la causa del reino de Dios.
Las bienaventuranzas no son un sermón
improvisado, de circunstancias. Se encuentran al principio (Lc 4,16ss), en el
centro (Mt 11,24) y al final de la vida de Jesús (Mt 25,31ss). Son su filosofía
o, mejor, su teología. Porque ellas nos hablan en primer lugar de Dios, de sus
preferencias y de sus sufrimientos.
Son declarados bienaventurados los pobres,
los que tienen hambre, los que lloran, los perseguidos… ¿Por qué? ¿Por qué Dios
se complace en esas situaciones? No; porque a Dios le duelen y no las soporta
más; porque ese dolor humano es dolor de Dios. El pobre, el que llora, el
perseguido es bienaventurado no por la situación que padece, sino por la opción
de Dios a favor suyo.
Las bienaventuranzas son la expresión de la
opción de Dios a favor del pobre contra la pobreza, a favor del hambriento
contra el hambre, a favor del que llora contra las lágrimas… Nos dicen que Dios
o es indiferente, sino beligerante, ante el dolor del hombre. Por eso decide
instaurar el Reino, el suyo, que no es como los de este mundo.
El Dios que nos revelan las
bienaventuranzas es un Dios de una gran seriedad ante el dolor humano:
misericordioso y justo, pues no hay misericordia sin el restablecimiento de la
justicia. La proclamación de las bienaventuranzas puede ser una mofa si se
desplazan, interesada o inconscientemente, sus acentos. No pueden ser la
canonización de situaciones humanamente deterioradas, de “segunda clase”.
Porque en no pocas ocasiones, el hambre, las lágrimas, la pobreza…, no son
signos de la presencia de dios, sino de su ausencia; y entonces son una
invitación a actuar para cambiar tal estado de cosas.
Las bienaventuranzas son a nuncio y
denuncia; felicidad y juicio; sabiduría y necedad; antropología y teología;
ética y gracia.
Y el cristiano ha de abrirse al Dios que se
revela en ellas, y al hombre a favor del que Dios se revela. Porque las
bienaventuranzas son el proyecto de una vida – la de Jesús-, pero son, también,
un proyecto de vida – el del cristiano -. Son la vocación y la misión de la
Iglesia; respetando ese orden, ya que no pueden anunciarse, proclamarse si no
es desde su vivencia, a ejemplo de Jesús. Las bienaventuranzas son las
vibraciones más íntimas del corazón de Cristo. Confrontémonos con ellas y
veamos si somos bienaventurados según ellas.
Las
Bienaventuranzas fueron proclamadas en una montaña, a cielo abierto. Con olor a
tomillo…Y no pueden perder ese perfume.
Son la vocación y la misión de la Iglesia. Y es necesario respetar este
orden: no pueden anunciarse sino desde su vivencia, a imagen de Jesús. Y hay
que anunciarlas con claridad, amor y esperanza, como hay que vivirlas. Porque
quien hace de ellas sólo una denuncia, no anuncia el Evangelio. La nueva evangelización,
de la que tanto hablamos ahora, pasa por aquí. No se trata de otra cosa.
Perdemos excesivo tiempo en buscar titulares.
Las Bienaventuranzas son el titular programático de la evangelización de
Jesús. Salirse de ahí, o no entrar ahí, es andar por caminos equivocados.
La vida cristiana necesita oxigeno, y uno de esos principios de reanimación, de
donde podemos extraer el aire necesario para oxigenarnos y oxigenar la vida son
las Bienaventuranzas. Son el “cartel” de Jesús, su programa personal y
vocacional.
REFLEXIÓN PERSONAL
.-
¿Creo en las Bienaventuranzas?
.-
¿Hasta qué punto configuran mi proyecto personal y comunitario?
.- ¿Busco ser bienaventurado desde ellas? ¿O buceo en otras aguas?
Domingo
J. Montero Carrión, franciscano capuchino.
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