1ª Lectura: Isaías 58,7-10.
Entonces romperá tu luz como la aurora, en seguida
te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria
del Señor.
Entonces clamarás al Señor y te responderá.
Gritarás y te dirá: “Aquí estoy”.
Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía.
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El texto seleccionado forma parte de un discurso sobre la interiorización de las prácticas religiosas, rescatándola de la exterioridad ritualista, en la línea de la clásica reivindicación profética. La penitencia que Dios quiere es la que revierte en solidaridad fraterna. Esa solidaridad iluminará la vida y regenerará la sociedad. El rostro del pobre es un rostro teofánico.
2ª Lectura: 1 Corintios 2,1-5.
Hermanos:
Cuando vine a vosotros a anunciaros el
testimonio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca
entre vosotros me precié de saber cosa alguna sino a Jesucristo, y éste
crucificado.
Me presenté a vosotros débil y temeroso; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.
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Jesucristo, crucificado, es el “testimonio de Dios” y la sabiduría de Pablo. Y esta es la sabiduría y el testimonio que nos salvan. El Apóstol advierte de la insuficiencia de una “sabiduría humana”. Él ha optado por la “locura” del Evangelio, que no se identifica con ninguna filosofía, ni siquiera con ninguna teología, es mucho más: es la Buena Noticia de la opción de Dios en favor del pobre, del humilde (cf. Mt 11,25s; 1 Cor 1,26-31), introduciendo una nueva clave de lectura en los valores de la vida.
Evangelio: Mateo 5,13-16.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.
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A continuación de la proclamación de las bienaventuranzas, Jesús descubre a los discípulos su peculiaridad y su responsabilidad ante el mundo. Las imágenes de la sal y de la luz son elocuentes. La misión del discípulo es “sazonar” e “iluminar”, la vida, no desazonarla ni oscurecerla. Un quehacer que debe verificarse no a través de discursos y proclamas sino a través de “buenas obras”, que den testimonio de Dios. El creyente en Jesús no puede ser un producto insípido, sino sabroso; no puede ser una realidad opaca, sino luminosa. Un sabor y una luz propias de quien ha gustado qué bueno es el Señor (1 Pe 2,3), y quiere hacer partícipe de ese “gusto” a los hombres.
REFLEXIÓN
PASTORAL
Para sazonar, el cristiano ha de estar
previamente “sazonado”. Jesús advierte al discípulo que su vocación puede
malograrse y correr la suerte de la sal insípida: ser arrojada fuera por
inservible. Pero la sal sazona desapareciendo, disolviéndose en el condimento:
ha de morir. El cristiano en su servicio de dar vida, ha de entregar la vida.
Así sazonó Jesús la vida, entregando la suya.
Y la luz. Otra comparación muy expresiva.
Conectados a Cristo, luz del mundo (Jn 8,12), el cristiano adquiere la
luminosidad necesaria para clarificar los horizontes del mundo y los caminos
del hombre.
La luz del Evangelio es una gracia y una
responsabilidad. Responsabilidad para con todos: con los de fuera -los no
creyentes- y con los de casa, porque también el cristiano ha de iluminar la
realidad de la propia casa, personal, familiar y eclesial, necesitada
permanentemente de ese baño de luz.
Y añade Jesús algo importante: “Alumbre
así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).
Esa luz no son ideas teóricas y quiméricas.
El Evangelio no es una nueva filosofía o una nueva teoría, sino “acción viva”,
que pueda y deba ser vista y oída. ¡Buenas obras! Luz infiltrada en la vida; fe
vivida; verdad hecha carne; la vida cristiana en acción, como recuerdan la
primera lectura y el salmo responsorial.
Es la luz con la que Pablo anunció el
Evangelio a los cristianos de Corinto (2ª lectura), y que brillará “cuando destierres de ti la opresión, el
gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y
sacies el estómago del indigente” (1ª lectura).
Y esa
luz no debe resultar en beneficio personal; no debe enfocarnos a nosotros. El Padre que está en los cielos es quien debe
ser reconocido. La luz del discípulo debe remitir, conducir al origen, al “Padre de las luces” (Sant 1,17). Esta es
la finalidad última y el motivo más profundo de la vocación del discípulo. Y
ahí reside su fuerza, como nos recuerda san Pablo en la primera carta a los
Corintios.
Al cristiano no le está permitido desertar
de la vida, aunque haya de transitar por sus desiertos; precisamente ahí debe
ser referente y ayuda para hacer la travesía aportando compañía y esperanza.
Si nuestra sociedad -y nuestra Iglesia- están y andan desazonadas y entenebrecidas, ¿qué hacemos nosotros de la sal y la luz que el Señor ha puesto en nuestras vidas? Sal y luz son elementos bautismales, es decir, originales, que deben configurar nuestra existencia, y que hoy la Palabra de Dios nos invita a recuperar y actualizar.
REFLEXIÓN
PERSONAL
.-
¿En qué baso yo mi testimonio de Jesucristo?
.-
¿Mis prácticas religiosas vitalizan la vida y la humanizan?
.-
¿Mi vida es una vida con sabor y brillo de Evangelio?
Domingo J. Montero Carrión, franciscano capuchino.
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