1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 2,1-11.
“Todos los discípulos estaban juntos el día de
Pentecostés. De repente un ruido del cielo, resonó en toda la casa donde se
encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían,
posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a
hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le
sugería.
Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oís hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos preguntaban: ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asía, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua”.
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Antes de entrar en el comentario del texto, será bueno
hacer unas aclaraciones sobre algunos términos del mismo.
Pentecostés era la designación tardía (ya aparece en Tob 2,1) de
la Fiesta de las Semanas (Lev 23,15-22, que se celebraba 50 días después de la
Pascua y cuya duración era de un solo día.
Era una fiesta de acción de gracias que marcaba el fin de la siega. Una
de las tres grandes fiestas del calendario judío en las que estaba prescrita la
visita al Templo. De ahí la presencia en Jerusalén de judíos de diversas
procedencias geográficas y culturales. Este dato nos ofrece un mapa de la
diáspora judía.
Con la expresión “prosélitos”
se refiere a aquellos que no siendo de origen judío, abrazaron el judaísmo,
aceptando la circuncisión. Hubo otros, denominados “temerosos de Dios” (Hch
10,2), que no aceptaban la circuncisión, aunque eran afectos al judaísmo.
El efecto de hablar en lenguas extranjeras es conocido
como glosolalia. Con él se significa un lenguaje extático, que brota de un alma
poseída por el Espíritu e impresiona por su intensidad y expresividad.
Con la venida del Espíritu se cumple la gran promesa de Jesús (Lc 24,49; Jn 16,5-15) y queda garantizada su presencia en la comunidad. Respecto del momento del don del Espíritu hay testimonios que lo vinculan a las apariciones de Jesús a sus discípulos (Jn 20, 22). El relato de Hechos “oficializa”, “escenifica” y “solemniza” ese momento, desvelando su significado público. Merece destacarse la universalidad del lenguaje: la Iglesia debe hablar todas las lenguas, conocer todos los “lenguajes” para anunciar las maravillas de Dios, el evangelio de Jesús. La Iglesia es la anti-Babel.
2ª Lectura: 1 Corintios 12,3b-7. 12-13.
“Hermanos: Nadie puede decir “Jesús es Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”.
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Evangelio: Juan 20,19-23.
“Al anochecer de aquel día, el día primero de la
semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo
a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros.
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se
llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo. Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”.
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Mientras el libro de los Hechos vincula el don del Espíritu a Pentecostés, el Evangelio de san Juan habla del “anochecer del día primero de la semana”. Jesús confía a los discípulos la misión del perdón vinculada al Espíritu Santo. Descubre así el rostro del Espíritu, como Espíritu del perdón, porque el perdón es de Dios (cfr. Sal 130,4). Y ese perdón es el fundamento de la Paz. Los discípulos son enviados como prolongación de la misión de Jesús: “El Espíritu del Señor sobre mí, me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la libertad a los cautivos…, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). Pentecostés no marca solo la “hora” de la misión de la Iglesia, sino también lo estilos y los contenidos. La Iglesia tiene como misión primordial actuar la misericordia y el perdón de Dios.
REFLEXIÓN PASTORAL
Esta fiesta cierra la gran trilogía
pascual. Jesús, que había resucitado al tercer día, como lo había predicho; que
había subido al cielo, como lo había anunciado; envía su Espíritu, como lo
había prometido: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a
vosotros el Consolador; pero si me voy
os lo enviaré (Jn 16,7)... Mucho podría deciros aún, pero ahora no podéis con
ello. Cuando venga El, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad
completa” (Jn 16,12-13)... Y después de la resurrección advirtió a los
Apóstoles: “Mirad yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre (Lc 24,
49)…; recibiréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hch
1,8).
Con esta aparición de la fuerza de Dios,
que es su Espíritu, se pone en marcha el tiempo de la Iglesia, tiempo
fundamentalmente dedicado a la predicación del evangelio de Jesús de Nazaret.
No es fácil hablar del Espíritu Santo. Es un tema
fluido que rehúye el encasillamiento en nuestros esquemas mentales ordinarios.
Sin embargo, eso mismo es un indicio de que nos acercamos a un tema divino.
Hablar de Dios siempre supera nuestra capacidad de comprensión y de expresión.
La inexactitud, la imprecisión, resultan inevitables. Es casi un buen síntoma.
Si a esto se añade la falta de práctica,
es decir, el relativo silencio creado en torno al Espíritu Santo, la dificultad
se acentúa.
“¿Habéis recibido el Espíritu Santo?”, preguntó Pablo
a los cristianos de Éfeso. “No hemos
oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo”, respondieron (Hech 19, 1-2).
Posiblemente, nosotros habríamos dado alguna respuesta: es Dios, la Tercera
persona de la Santísima Trinidad…Y quizá ahí se acabaría nuestra “ciencia del
Espíritu”. Y sin embargo es la gran novedad aportada por Cristo; es su don, su
herencia, su legado.
Un don necesario
para pertenecer a Cristo (Rom 8,9), para sentirle y tener sus criterios
de vida, y acceder a la lectura de los designios de Dios. Un don para todos (universal) y en favor de
todos. De ahí que todo planteamiento “sectario” en nombre del Espíritu sea un
pecado contra el mismo. Los monopolizadores del Espíritu no son sino sus
manipuladores.
Es el Maestro de la Verdad; es él quien nos introduce
en el conocimiento del misterio de Cristo -“Nadie puede decir: “¡Jesús es
Señor!” sino por influencia del Espíritu” (I Co 12,3)- , y del misterio de Dios
-“Nadie conoce lo íntimo de Dios sino el Espíritu de Dios” (I Co 2,11)) -.
Es el Maestro
de la oración. El Espíritu Santo es la posibilidad de nuestra oración -“viene
en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas
el Espíritu mismo intercede por nosotros” (Rom 8,26)- y el contenido de la oración (Lc 11,8-13).
Es el Maestro de la
comprensión de la Palabra. Inspirador de la Palabra, lo es también de su
comprensión, pues “la Escritura se ha de leer con el mismo Espíritu con que fue
escrita”. Él da vida a la Palabra; hace que no se quede en letra muerta. Él
facilita su encarnación y su alumbramiento. “Él os llevará a la verdad plena”
(Jn 16,13)
Es el Maestro del testimonio cristiano. Sin la fuerza
del Espíritu, el hombre no solo carece de fuerza para dar testimonio del Señor,
sino que su testimonio es carente de fuerza.
Se presenta como una realidad envolvente. Cubrió totalmente la vida de Jesús - “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,18) -; la vida de María -“La fuerza del Altísimo descenderá sobre ti” (Lc 1,35)-, y debe cubrir la vida de todo cristiano comunitaria e individualmente.
REFLEXIÓN PERSONAL
.-
¿Qué conocimiento y experiencia tengo del Espíritu Santo y de su magisterio?
.- ¿Fructifican en mí los “frutos del Espíritu
(Ga 5,22-23?
.- ¿Cómo concreto mi responsabilidad apostólica?
DOMINGO
J. MONTERO, OFMCap.
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