1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 15,1-2. 22-29.
“En aquellos días, unos que bajaban de Judea se
pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban como manda la ley
de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta
discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo y Bernabé y algunos más
subieran a Jerusalén a consultar a los Apóstoles y presbíteros sobre la
controversia.
Los Apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia
acordaron entonces elegir algunos de ellos y mandarlos a Antioquía con Pablo y
Bernabé. Eligieron a Judas Barsabá y a Silas, miembros eminentes de la
comunidad y les entregaron esta carta: “Los Apóstoles, los presbíteros y los
hermanos saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia convertidos del
paganismo. Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os
han alarmado con sus palabras. Hemos decidido por unanimidad elegir a algunos y
enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que han dedicado la vida a
la causa de nuestro Señor. En vista de esto mandamos a Silas y a Judas, que os
referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y
nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que no os contaminéis
con la idolatría, que no comáis sangre ni animales estrangulados y que os
abstengáis de la fornicación. Haréis bien en apartaros de todo esto. Salud”.
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Desde Jerusalén, se intenta “judaizar” a los convertidos del paganismo. La comunidad de Antioquía no acepta esa “colonización”, y envía a Jerusalén una legación encabezada por Bernabé, Pablo y posiblemente Tito. Expuesta su postura con libertad y claridad, todos llegan a un acuerdo de no imponerles otra cláusula que el recuerdo de los pobres de la comunidad jerosolimitana (cf. Ga 2,1-11). La “carta apostólica” que recoge el libro de los Hechos -y que aparece en este texto- parece que debió producirse en otro momento. Su objetivo era evitar tensiones entre los convertidos del paganismo y los judeocristianos más tradicionales. Unos y otros debían hacer concesiones en lo disciplinar, no en lo doctrinal, sin servilismos ni claudicaciones al núcleo del Evangelio. No se menciona el tema central del debate: la circuncisión, tema definitivamente superado. Lo esencial es el bautismo. San Agustín, en formulación feliz, afirma: “En lo esencial unidad, en lo dudoso libertad, en todo caridad”.
2ª
Lectura: Apocalipsis 21,10-14. 22-23.
“El ángel me transportó en espíritu a un monte
altísimo y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo enviada
por Dios, trayendo la gloria de Dios. Brillaba como una piedra preciosa, como
jaspe traslúcido. Tenía una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas
por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de
Israel. A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y a
occidente tres puertas. El muro tenía doce cimientos, que llevaban doce
nombres: los nombres de los Apóstoles del Cordero. Templo no vi ninguno, porque
es su templo el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero. La ciudad no necesita sol
ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el
Cordero”.
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Continuamos en la presentación de la Jerusalén celeste, la ciudad santa. El Vidente ante la imposibilidad de describir algo “trascendente” recurre a esquemas e imágenes extraídos de la Sagrada Escritura (Ez 40,2; 48,31-35), que, en el fondo, todas resultan “sugerentes”, aunque “insuficientes”. Este proyecto de Dios es nuevo y renovador, pero no es ajeno a su plan “histórico”. La alusión a las tribus de Israel lo sugiere; pero, además, ese proyecto se asienta sobre los pilares de los doce Apóstoles del Cordero. Cristo está a la base de esa realidad. Es reseñable una ausencia fundamental: la ausencia del templo, porque el verdadero templo es el Señor Todopoderoso y el Cordero (cf. Jn 19-21). No serán necesarios “espacios” sagrados. Dios será ese “espacio” de santidad, en el que viviremos y existiremos (cf. Hch 17,28). También la ausencia de las luminarias celestes es destacable: porque esa dimensión la personaliza el mismo Dios y el Cordero es su lámpara. La Ciudad Santa será una realidad luminosa, brillante, pero la luz no vendrá de fuera, sino originada desde dentro, desde la presencia de Dios que la ilumina.
Evangelio:
Juan 14,23-29.
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: El que
me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos
morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que
estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado ahora que
estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el
Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo
que os he dicho.
La paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy como la da
el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir:
“Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais os alegraríais de que vaya al
padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que
suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo”.
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El texto seleccionado forma parte del discurso de
despedida de Jesús. Tres aspectos destacan en él. 1) Jesús ofrece criterios de
identidad para reivindicar proximidad con él: guardar su palabra. No solo
oírla, sino guardarla en el sentido de convertirla en vida. No es una llamada
al intimismo piadoso sino a la verificación existencial. El amor no es un
“sentimiento” sino un “consentimiento”. 2) Garantiza a los discípulos la
presencia del Espíritu como compañero permanente, intérprete y memoria de sus
palabras. 3) Les envuelve en “su” paz, capaz de vencer todos los temores
inherentes a su seguimiento.
La “partida” de Jesús no abre un vacío ni supone su
ausencia. Es la culminación del proyecto que el Padre le encomendó. Su
presencia será real, pero a otro nivel: Ya no estará “con” nosotros, sino “en”
nosotros, junto al Padre, en todo aquel que cumpla sus palabras.
Próximos ya a la fiesta de la Ascensión del Señor,
seguimos comentando las palabras de despedida de Jesús en la tarde del Jueves
Santo. Con ellas no sólo quiso abrir confidencialmente su corazón a los
discípulos, sino que también quiso abrirles los ojos, clarificándoles algunos
criterios para que, en su ausencia, y
“antes de que suceda”, supieran interpretar correctamente las situaciones,
sabiendo a qué atenerse. Pues los conflictos y los problemas no tardarían mucho
en presentarse (1ª lectura).
Así, el pasado domingo considerábamos la señal del
cristiano: el amor al prójimo “como Yo os he amado”, con una advertencia:
“permaneced en mi amor”.
Hoy nos dice: “El que me ama, guardará mi palabra”. Y
es que amar a Jesús -y al prójimo- es una cuestión práctica. No se trata de
manifestaciones rotundas de fidelidad, como S. Pedro; ni de meros sentimientos
(“No el que diga: Señor, Señor…” Mt 7,21); ni de escuchas incomprometidas (“Has
predicado en nuestras plazas...” Lc 13,26).
“El que me ama, guardará mi palabra; el que no me ama,
no guardará mi palabra”. Con ello Jesús nos quiere decir dos cosas: que solo
desde el amor es posible guardar su palabra, y que solo el que guarda su
palabra “permanece en su amor”, le ama de verdad.
Queda, pues, al descubierto la contradicción del que
se confiesa “creyente, pero no practicante”. El que no adopta, el que no asume
la praxis de Jesús, su palabra, no cree en Él ni le ama de verdad. El amor,
como la fe, sin obras está muerto.
Hay que guardar su palabra. ¿Y eso qué implica? En
primer lugar, conocerla -¿y ya la
conocemos?- ; y, además, interiorizarla y vivirla en el día a día, impregnando
con su sentido y su luz los comportamientos y actitudes personales - “¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no
hacéis lo que os digo?” (Lc 6, 46) -. En otra ocasión manifestó su desacuerdo
con estas palabras “Anuláis la palabra de Dios con vuestras tradiciones” (Mt
15, 6).
Abrir el evangelio en todas las situaciones de la
vida, y abrirnos al evangelio. En un mundo saturado de palabras, vacías,
artificiales, contradictorias, dichas para no ser guardadas, infectadas por el
virus de la caducidad; hay una palabra plena, veraz, fiel, dicha para ser
guardada, con una garantía de origen, la de Jesús.
En la carta de Santiago se nos hace una advertencia
muy pertinente: “Recibid con docilidad la palabra sembrada en vosotros y que es
capaz de salvaros. Poned por obra la palabra y no os contentéis sólo con oírla,
engañándoos a vosotros mismos” (1,21-22).
Pero, hay que reconocerlo, esto no es fácil, ni es
obra del sólo esfuerzo humano; se requiere la presencia y la fuerza del
Espíritu Santo, como en María. Nadie como ella guardó la Palabra con tanta
verdad y profundidad. Aquí reside la inigualable grandeza de María, en su
entrega inigualablemente audaz a la Palabra de Dios, haciéndose total
disponibilidad: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38. Y actuando así
convirtió a la palabra de Dios en su hijo, quedando ella convertida en
Madre de la Palabra y en Morada de Dios.
Y en nadie como en María fue tan fuerte y tan íntima la acción del Espíritu
Santo.
Abrámonos a las Palabra de Jesús, porque son más que palabras, son “espíritu y vida” (Jn 6,63); son la llave para hacer de nuestra vida una morada de Dios: “pues al que guarda mi palabra mi Padre le amará y vendremos a el y moraremos en él”. ¡Siendo así las cosas, bien vale la pena el empeño!
REFLEXION
PERSONAL
.-
Ante la realidad eclesial, ¿soy abierto, crítico o indiferente?
.-
¿Con qué responsabilidad asumo la misión de ser luz, en ese proyecto nuevo de
Dios?
.- ¿Cuál es mi actitud ante la palabra de Dios?
DOMINGO
MONTERO, OFM Cap.
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