“En aquellos días, unos que bajaban de
Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban como
manda la ley de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una
violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo y Bernabé y
algunos más subieran a Jerusalén a consultar a los Apóstoles y presbíteros
sobre la controversia.
Los Apóstoles y los presbíteros con toda la
Iglesia acordaron entonces elegir algunos de ellos y mandarlos a Antioquía con
Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas Barsabá y a Silas, miembros eminentes de la
comunidad y les entregaron esta carta: “Los Apóstoles, los presbíteros y los
hermanos saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia convertidos del
paganismo. Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os
han alarmado con sus palabras. Hemos decidido por unanimidad elegir a algunos y
enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que han dedicado la vida a
la causa de nuestro Señor. En vista de esto mandamos a Silas y a Judas, que os
referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y
nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que no os contaminéis
con la idolatría, que no comáis sangre ni animales estrangulados y que os
abstengáis de la fornicación. Haréis bien en apartaros de todo esto. Salud”.
*** *** *** ***
Desde Jerusalén, se intenta “judaizar” a
los convertidos del paganismo. La comunidad de Antioquía no acepta esa
“colonización”, y envía a Jerusalén una
legación encabezada por Bernabé, Pablo y posiblemente Tito. Expuesta su postura
con libertad y claridad, todos llegan a un acuerdo de no imponerles otra
cláusula que el recuerdo de los pobres de la comunidad jerosolimitana (cf. Ga
2,1-11). La “carta apostólica” que recoge el libro de los Hechos –y que aparece
en este texto- parece que debió producirse en otro momento. Su objetivo era
evitar tensiones entre los convertidos del paganismo y los judeocristianos más
tradicionales. Unos y otros debían hacer concesiones en lo disciplinar, no en
lo doctrinal, sin servilismos ni claudicaciones al núcleo del Evangelio. No se
menciona el tema central del debate: la circuncisión, tema definitivamente superado.
Lo esencial es el bautismo. San Agustín, en formulación feliz, afirma: “En lo
esencial unidad, en lo dudoso libertad, en todo caridad”.
2ª Lectura: Apocalipsis 21,10-14.
22-23
El ángel me transportó en espíritu a un
monte altísimo y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo
enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. Brillaba como una piedra
preciosa, como jaspe traslúcido. Tenía una muralla grande y alta y doce puertas
custodiada por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las
tribus de Israel. A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres
puertas, y a occidente tres puertas. El muro tenía doce cimientos, que llevaban
doce nombres: los nombres de los Apóstoles del Cordero. Templo no vi ninguno, porque
es su templo el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero. La ciudad no necesita sol
ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el
Cordero”.
*** *** *** ***
Continuamos en la presentación de la
Jerusalén celeste, la ciudad santa. El Vidente ante la imposibilidad de
describir algo “trascendente” recurre a esquemas e imágenes extraídos de la
Sagrada Escritura (Ez 40,2; 48,31-35), que, en el fondo, todas resultan
“sugerentes”, aunque “insuficientes”. Este proyecto de Dios es nuevo y
renovador, pero no es ajeno a su plan “histórico”. La alusión a las tribus de
Israel lo sugiere; pero, además, ese proyecto se asienta sobre los pilares de
los doce Apóstoles del Cordero. Cristo está a la base de esa realidad. Es reseñable
una ausencia fundamental: la ausencia del templo, porque el verdadero templo es
el Señor Todopoderoso y el Cordero (cf. Jn 19-21). No serán necesarios
“espacios” sagrados. Dios será ese “espacio” de santidad, en el que viviremos y
existiremos (cf. Hch 17,28). También la ausencia de las luminarias celestes es
destacable: porque esa dimensión la personaliza el mismo Dios y el Cordero es
su lámpara. La Ciudad Santa será una realidad luminosa, brillante, pero la luz
no vendrá de fuera, sino originada desde dentro, desde la presencia de Dios que
la ilumina.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
discípulos: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos
a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la
palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado ahora que estoy a
vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi
nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he
dicho.
La paz os dejo, mi paz os doy: no
os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde.
Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais os
alegraríais de que vaya al padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho
ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.
*** *** *** ***
El texto seleccionado forma parte
del discurso de despedida de Jesús. Tres aspectos destacan en él. 1) Jesús
ofrece criterios de identidad para reivindicar proximidad con él: guardar su
palabra. No solo oírla, sino guardarla en el sentido de convertirla en vida. No
es una llamada al intimismo piadoso sino a la verificación existencial. El amor
no es un “sentimiento” sino un “consentimiento”. 2) Garantiza a los discípulos
la presencia del Espíritu como compañero permanente, e intérprete y memoria de
sus palabras. 3) Les envuelve en “su” paz, capaz de vencer todos los temores
inherentes a su seguimiento.
La “partida” de Jesús no abre un
vacío ni supone su ausencia. Es la culminación del proyecto que el Padre le
encomendó. Su presencia será real, pero a otro nivel: Ya no estará “con”
nosotros, sino “en” nosotros, junto al Padre, en todo aquel que cumpla sus
palabras.
REFLEXIÓN PASTORAL
Próximos ya a
la fiesta de la Ascensión del Señor, seguimos comentando las palabras de
despedida de Jesús en la tarde del Jueves Santo. Con ellas no sólo quiso abrir
confidencialmente su corazón a los discípulos, sino que también quiso abrirles
los ojos, clarificándoles algunos criterios para que, en su ausencia, y “antes de que suceda”,
supieran interpretar correctamente las situaciones, sabiendo a qué atenerse.
Pues los conflictos y los problemas no tardarían mucho en presentarse (1ª
lectura).
Así, el pasado
domingo considerábamos la señal del cristiano: el amor al prójimo “como Yo os
he amado”, con una advertencia: “permaneced en mi amor”.
Hoy nos dice: “El que me ama,
guardará mi palabra”. Y es que amar a Jesús – y al prójimo – es una cuestión
práctica. No se trata de manifestaciones rotundas de fidelidad, como S. Pedro;
ni de meros sentimientos (“No el que diga: Señor, Señor…” Mt 7,21); ni de
escuchas incomprometidas (“Has predicado en nuestras plazas...” Lc 13,26).
“El que me ama, guardará mi
palabra; el que no me ama, no guardará mi palabra”. Con ello Jesús nos quiere
decir dos cosas: que solo desde el amor es posible guardar su palabra, y que
solo el que guarda su palabra “permanece en su amor”, le ama de verdad.
Queda, pues, al descubierto la
contradicción del que se confiesa “creyente, pero no practicante”. El que no
adopta, el que no asume la praxis de Jesús, su palabra, no cree en Él ni le ama
de verdad. El amor, como la fe, sin obras está muerto.
Hay que
guardar su palabra. ¿Y eso qué implica? En primer lugar, conocerla -¿y ya la conocemos?- ; y, además, interiorizarla
y vivirla en el día a día, impregnando con su sentido y su luz los
comportamientos y actitudes personales -
“¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo?” (Lc 6, 46) -.
En otra ocasión manifestó su desacuerdo con estas palabras “Anuláis la palabra
de Dios con vuestras tradiciones” (Mt 15, 6).
Abrir el
evangelio en todas las situaciones de la vida, y abrirnos al evangelio. En un
mundo saturado de palabras, vacías, artificiales, contradictorias, dichas para
no ser guardadas, infectadas por el virus de la caducidad; hay una palabra
plena, veraz, fiel, dicha para ser guardada, con una garantía de origen, la de
Jesús.
En la carta de
Santiago se nos hace una advertencia muy pertinente: “Recibid con docilidad la
palabra sembrada en vosotros y que es capaz de salvaros. Poned por obra la
palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos”
(1,21-22).
Pero, hay que
reconocerlo, esto no es fácil, ni obra del sólo esfuerzo humano; se requiere la
presencia y la fuerza del Espíritu Santo, como en María. Nadie como ella guardó
la Palabra con tanta verdad y profundidad. Aquí reside la inigualable grandeza
de María, en su entrega inigualablemente audaz a la Palabra de Dios, haciéndose
total disponibilidad: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38. Y actuando así
convirtió a la palabra de Dios en su hijo, quedando ella convertida en
Madre de la Palabra y en Morada de Dios.
Y en nadie como en María fue tan fuerte y tan íntima la acción del Espíritu
Santo.
Abrámonos a
las Palabra de Jesús, porque son más que palabras, son “espíritu y vida” (Jn
6,63); son la llave para hacer de nuestra vida una morada de Dios: “pues al que
guarda mi palabra mi Padre le amará y vendremos a el y moraremos en él”.
¡Siendo así las cosas, bien vale la pena el empeño!
REFLEXIÓN PERSONAL
.- Ante la realidad eclesial,
¿soy abierto, crítico o indiferente?
.- ¿Con qué responsabilidad asumo
la misión de ser luz, en ese proyecto nuevo de Dios?
.- ¿Cuál es mi actitud ante la
palabra de Dios?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap
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