1ª LECTURA: Lam 3, 1-26.
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Para el creyente, dice san Pablo, la muerte no es un hecho aislado, sino vinculado al misterio de la muerte y resurrección de Cristo -“¿o no lo sabéis?” (Rom 6,39)-. Por eso invita: “Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos” (2 Tim 2,8).
EVANGELIO: Jn
14,1-6.
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Jesús
en el discurso de despedida de los discípulos, ante de su Pasión y muerte les
invita a no turbarse y a creer en Dios y en él, porque en la casa del Padre,
que es la nuestra, hay muchas moradas y él ha ido a prepararnos un lugar. Él es
Camino de la Verdad que conduce a la Vida. La resurrección de Cristo lo ha
cambiado todo, también la cara y el sentido de la muerte, de “la hermana
muerte”.
Celebrábamos ayer la fiesta de Todos los Santos, hoy celebramos la memoria de los Fieles Difuntos. Celebraciones que son como el anverso y reverso de la moneda de la vida. Ayer nos encomendábamos a Todos los Santos de toda lengua, pueblo y nación; hoy encomendamos al Señor a todos los Fieles difuntos, de toda lengua, pueblo y nación. Y especialmente a los más cercanos a nosotros: a nuestras familiares y amigos. Hoy es un día para recordarlos especialmente, aunque estén presentes siempre en nuestro recuerdo y oración.
La conmemoración de los Fieles Difuntos nos sitúa ante planteamientos de gran transcendencia para la vida. Con este motivo muchos, dirigimos nuestros pasos hacia el cementerio, donde reposan nuestros seres queridos. Y es importante hacer correctamente ese camino: como los hombres que tienen esperanza. Pero ese día, además de orar y depositar unas flores, deberíamos reflexionar.
Es una fecha para orar, sentir y pensar la muerte y la vida. No se trata de una reflexión filosófica. Morir y vivir don dos verbos que todos hemos de conjugar en primera persona y en sus distintos tiempos y modos. Son dos verbos dialécticos que se reclaman mutuamente, y cada uno verá cómo los conjuga.
Es inútil colocarse de espaldas a realidades que
tenemos de frente y que, por tanto, hay que afrontar. Y una de esas realidades
ineludibles es la muerte. De ahí la importancia de escoger una buena clave de
lectura. Porque la muerte es susceptible de múltiples lecturas. Puede vivirse y
verse como desarraigo o abrazo fraterno (el de la hermana muerte); como
aniquilación o descanso; como exilio al frío mundo del no ser o retorno a la
casa del Padre; como confinamiento al más absoluto de los vacíos o caída en los
brazos de Dios; como siega voraz o siembra; como ocaso o como aurora.
El creyente la aborda específicamente, como los hombres que tienen esperanza. “No queremos, hermanos, que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os aflijáis como los hombres que no tienen esperanza” (I Tes 4,13). No la ignora, pero no se obsesiona, porque: “Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor. Así pues, tanto si morimos como si vivimos somos del Señor” (Rom 14,8-9). “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá... ¿Crees esto?” (Jn 11,25).
La muerte cuestiona todo lo que somos y
hacemos. Plantea un por qué radical a la vida, a sus afanes. Pero, además de
inevitable, la muerte es necesaria como oportunidad para aprender a valorar la
vida -“el que no sabe morir mientras vive es vano y loco, morir cada hora su
poco es el arte de vivir” escribía José Mª Pemán-.
Saber que hemos de morir debería enseñarnos a
vivir, debería llevarnos a no agarrarnos egoístamente a esta vida, a no
idolatrarla, sino a vivirla entregándola, sembrándola en otras vidas, para que
germine en ellas. Ser inmortal no es “perdurar” indefinidamente, sino radicar
la vida en el Amor permanente, que es Dios, y en el amor al prójimo. Solo quien
es capaz de vivir y morir en amor y por amor puede vivir en plenitud por siempre.
“El que entrega su vida por amor la gana para siempre”.
Hemos de agradecer a Dios el don de la
vida y de la muerte, de “la hermana muerte”, porque nos abre la puerta para
entrar definitivamente en la casa del Padre y vivir por siempre en plenitud. Porque
“morir solo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva. Cruzar
una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba” (J.L. Martín
Descalzo).
Hermosamente expresaron estas ideas
Jorge Manrique en “Coplas a la muerte de su padre”, y Miguel de Unamuno en el
epitafio de su sepultura: “Méteme, Padre
eterno, en tu pecho, misterioso hogar, dormiré allí, pues vengo deshecho del
duro bregar”.
Por todo ello san Francisco de Asís, en las proximidades de su muerte, cantó: “Loado seas, mi Señor, por la hermana muerte corporal, de la que ninguno puede escapar… Dichosos aquellos a quienes hallará en tu santísima voluntad, porque la muerte segunda no les hará mal” (Cántico del Hermano Sol).
Los textos bíblicos de esta Conmemoración invitan a
contemplar la muerte a la luz que aporta la palabra de Dios, para no vivirla
como los que no tienen esperanza (I Tes 4,13).
El Libro de las Lamentaciones, nos recuerda que “la misericordia y la bondad del Señor se
renuevan cada mañana” y que “es
bueno en el silencio la salvación del
Señor”.
San Pablo nos advierte que la muerte del bautizado en
Cristo es una “vinculación” con el misterio de su muerte y de su resurrección,
o “¿no lo sabéis?” (Rom 6,3-9).
Y Jesús en el Evangelio (Jn 14,1-6) invita a no
turbarnos y a creer en Dios y en él, porque en la casa del Padre, que es la
nuestra, hay muchas moradas y él ha ido a prepararnos un lugar. La resurrección
de Cristo lo ha cambiado todo, también la cara y el sentido de la muerte, en
“la hermana muerte”.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- Qué reflexiones me sugiere la Conmemoración de los Fieles Difuntos?
.- ¿Cómo integro esta realidad en mi vida?
.- ¿Mi visión de la muerte es “cristiana”? ¿Vivo con esperanza?
Domingo J. Montero Carrión, franciscano
capuchino.
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