1ª Lectura: Eclesiástico 35,15b-17. 20-22a.
El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial;
no es parcial contra el pobre, escucha la súplica del oprimido; no desoye los
gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen
su favor y su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las
nubes y hasta alcanzar a Dios no descansa; no ceja hasta que Dios le atiende, y
el juez justo le hace justicia.
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El perfil de Dios diseñado en este fragmento del libro
del Eclesiástico responde al rostro tradicional del Dios de los profetas:
volcado al clamor del pobre, sensible a sus demandas. No es que el grito del
pobre le motive a actuar -Dios no necesita esa motivación, es misericordioso
por naturaleza-, pero le garantiza al oprimido que no clama en el vacío. Ese
grito es la profesión de fe en Dios de aquellos que ya la han perdido en todo
lo demás y en todos los demás.
Querido hermano: Yo estoy a
punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido
bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda
la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día;
y no solo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida. La primera vez
que me defendí ante el tribunal, todos me abandonaron y nadie me asistió. Que
Dios los perdone. Pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro
el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca
del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su
reino del cielo. ¡A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén!
*** *** ***
¿En qué momento de la vida de Pablo hay que situar este testimonio? ¿Alude a un final inminente de su vida, o muy cercano, o al final próximo de su encarcelamiento y a la “partida”-salida de la cárcel-, para continuar la misión? Los vv 9-18 parecen confirmar la segunda hipótesis. El Apóstol habla ahí de sus planes a realizar. Pablo estaría reconociendo que esa prueba la ha superado con la ayuda de Dios, de quien espera la recompensa, a pesar del abandono de algunos en los que confiaba. La enseñanza es clara: Dios no abandona.
Evangelio:
Lucas 18,9-14.
En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos
que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a
los demás: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro
un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy
gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como
ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que
tengo. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía a levantar los ojos
al cielo; solo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este
pecador. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el
que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.
*** *** ***
La parábola de Jesús invita al autoexamen de
conciencia. Dos tipos antagónicos y paradigmáticos. Por medio del contraste,
quizá hasta caricaturesco, Jesús quiere descubrir los planteamientos
equivocados de una religión “formalista” inclinada a hacer cuentas con Dios. El
hombre no se justifica ante Dios; es Dios quien hace justo al hombre. “Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid:
somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17,10).
Para acceder a Dios hay que caminar por el camino de la verdadera humildad, ya
que ese fue el camino por el que Dios ha venido a nosotros (Flp 2, 5-11).
El
fariseo era el hombre oficialmente justo (y puede que realmente lo fuera en
muchos casos), el publicano era símbolo del pecador (y puede que en muchos
casos realmente no lo fuera). Eran, sin embargo, clichés corrientes para
catalogar a las personas de entonces. Pero, como toda verdad, tampoco la del
hombre se reduce a tópicos y a clichés. “Lo que el hombre es ante Dios, eso es
y nada más” decía san Francisco. Y ante Dios se sitúan estos dos “tipos” de
hombre.
“¡Oh Dios mío!”. Así comienzan ambos su oración, pero
desde posiciones geográficas y espirituales distintas. El fariseo, erguido, en
primera fila; el publicano, atrás, no se atrevía a levantar los ojos… Y desde
ahí los caminos se bifurcan y separan.
El
fariseo, aunque diga “Te doy gracias”, no da gracias a Dios: se aplaude a sí
mismo. Su oración es imposible porque habla de confrontación con los otros, de
distanciamiento, de descalificación y de autodefensa -“no soy como los demás:
ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano”.
El
fariseo comienza invocando a Dios, pero lo ocultó en seguida con su enorme YO,
con su propio ídolo. En aquel hombre tan lleno de sí mismo no quedaba espacio
para Dios. Se creía santo y por eso hasta su orgullo era santo. Pobres santos,
quienes confunden la santidad con el cumplimiento legalista; quienes tienen que
recordar a Dios que gracias a ellos recibe gloria; quienes necesitan desmarcarse
del conjunto para hacerse oír de Dios. ¡Pobres santos, porque no son santos!
El publicano, menos habituado al templo y a los rezos,
que quizás desconocía las leyes religiosas, hace una síntesis más breve de su
vida: “Soy un pecador”. Y concede a Dios todo el espacio, todo el protagonismo,
toda la iniciativa. Deja que Dios sea Dios, que sea su salvador. Su pequeño yo
no eclipsa a Dios. El fariseo entendía la salvación como hechura de sus propias
manos; Dios era un simple remunerador, un pagador. El publicano entendía la
salvación como obra de Dios, confiándose a ella esperanzadamente Por eso, dijo
Jesús, “bajó justificado a su casa”, porque dejó que Dios brillara en su vida.
Así juzga Dios. La primera lectura nos presenta el
perfil del Dios justo. Una justicia que no es “neutralidad” aséptica, sino
condescendencia misericordiosa ante las “precariedades” humanas: “Escucha las súplicas del oprimido, no desoye
los gritos del huérfano o de la viuda…; sus penas consiguen su favor y su grito
alcanza las nubes”. Para Dios no bastan las “pruebas externas”, que pueden
estar amañadas. Dios no mira ni juzga como los hombres. Los hombres juzgan por
las apariencias, pero Dios mira al corazón (1 Sam 16,7).
Por eso, en la segunda, san Pablo expresa su serenidad
ante el momento final, convencido de que su vida de fidelidad y sufrimiento por
el Evangelio serán acogidos por el Señor, juez justo, que conoce cómo ha corrido
hasta la meta. Pero Pablo sabe que todo eso no ha sido por obra suya, sino por
la gracia de Dios que ha actuado en él. No le salvará su fidelidad para con
Dios sino la fidelidad de Dios para con él. Una fidelidad que exige
correspondencia, pero que, por encima de todo, es oferta permanente de
misericordia.
.-
¿Desde qué espacios vitales hago yo la oración?
.-
¿Mi oración es de “ajuste de cuentas” (fariseo) o de confianza filial
(publicano)?
.-
¿Permanezco fiel en las pruebas, o me vengo abajo?
Domingo J. Montero Carrión, franciscano capuchino.
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