1ª Lectura: Mal 3,1-4.
Así dice el Señor: Mirad, yo envío mi mensajero, para que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis. Miradlo entrar -dice el Señor de los ejércitos-. ¿Quién podrá resistirlo el día de su venida?, ¿quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará como un fundidor que refina la plata, como plata y a oro refinará a los hijos de Leví, y presentarán al Señor la ofrenda como es debido. Entonces agradará a Dios la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos.
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El oráculo del profeta contempla la
situación deteriorada del pueblo, tras el regreso del exilio. Un deterioro
atribuido al abandono del cumplimiento de la ley del Señor. El profeta anuncia
la visita del Señor, precedida de un mensajero. Será una visita purificadora;
comenzará por el templo y se extenderá a todo el pueblo, borrando sus crímenes.
El NT ha visto en este oráculo un anticipo del Bautista (el mensajero) y del
mismo Jesús (el purificador del templo). La liturgia de la fiesta de la
Presentación lo trae a esta fiesta, atribuyéndolo a la entrada de Jesús en el
templo.
Hermanos:
Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús; así, muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos. Notad que tiende una mano a los hijos de Abrahán, no a los ángeles. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que se refiere a Dios, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella.
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Nos hallamos ante uno de los textos más
bellos, densos y esperanzadores del NT: es el canto a la fraternidad de Dios
con el hombre. En él se hace la presentación de Jesús, entrando en el gran
templo de la humanidad. Jesús es de nuestra familia, es uno de los nuestros,
forma parte de nuestra historia. No se avergüenza de llamarnos hermanos (Heb
2,11). Nos ha tendido su mano fraterna, sacándonos de nuestros miedos más
profundos. Ha hecho nuestro camino, pasando por nuestras pruebas, se ha hecho
semejante a nosotros, excepto en el
pecado (Heb 4,15).
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quién has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este está puesto en Israel para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
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Tres cuadros ofrece el relato de san Lucas. En
el primero -la presentación- confluyen tres aspectos: la purificación ritual de
la madre (Lc 2,22 = Lv 12,2-4), la consagración de primogénito (Lc 2,22b-23 =
Ex 13,2) y el rescate (Lc 2,24 = Ex 13,13; 34,20; Lv 5,7; 12,8), que en el caso
de Jesús se hace conforme a lo prescrito para las familias económicamente
débiles. Un segundo cuadro lo protagonizan Simeón (de quien no se dice que
fuera un anciano) y la profetisa Ana. Son los encargados de desvelar el
misterio. Como al entrar Jesús en el Jordán, hundido en el anonimato, se
abrieron los cielos para descubrir su verdad más profunda (Mc 1,11); al entrar
en el templo, también hundido en el anonimato, se abren los labios de Simeón
para descubrir el misterio de aquel niño. Ya desde el principio Dios ha
revelado “estas cosas a la gente sencilla”
(Mt 11,25). El tercer cuadro, en apretada síntesis, muestra el proceso de
crecimiento integral de Jesús en la familia de Nazaret.
Este domingo IV del Tiempo Ordinario
celebra la Iglesia la fiesta de la Presentación del Señor. Nacida en las
iglesias de Oriente, su nombre original era fiesta del “encuentro” y su
contenido esencialmente cristológico. Posteriormente fue revestida de un tono
mariológico. A partir del Concilio Vaticano II la fiesta volvió a recuperar en
la liturgia la tonalidad cristológica original, sin perder la sensibilidad
devocional mariana.
Se trata de una de las fiestas más
antiguas. La peregrina Eteria, en su “Itinerarium” (390), se refiere a ella con
el nombre genérico de “Quadragesima de Epiphania” (cuarenta días después de la
Epifanía), y su fecha de celebración era el 14 de febrero. Posteriormente pasó
a celebrarse el 2 de Febrero, cuarenta días después de la Natividad del
Señor. La denominación de “fiesta de las
luces” se remonta a mediados del s. V, y en el VI es introducida en Occidente.
Según san Cirilo de Escitópolis (s.VI) fue la matrona romana Ikelia (450-457)
la que sugirió celebrarla introduciendo la procesión de luces, de ahí las
candelas que tipifican la fiesta.
La ley judía mandaba que, a los cuarenta
días del alumbramiento de un niño (ochenta si se trataba de una niña), las
madres hebreas habían de presentarse en el Templo para ser purificadas de la
impureza legal que habían contraído con el parto. No se trataba de purificarse
de un pecado, ser madre nunca mancha: “la mujer se salvará por su maternidad”
(I Tm 2,15). María cumple con este rito, y como una mujer económicamente débil,
lo hace ofreciendo un par de tórtolas o
dos pichones.
El segundo motivo, teológicamente más
relevante, es la presentación de Jesús. “Rescatarás a todo primogénito entre
tus hijos”, se determinaba en el libro del Éxodo (34,20). Los primogénitos
se consideraban como propiedad de Dios, y debían vivir exclusivamente para el
servicio del culto divino. Al ser este servicio asignado a la tribu de Leví,
los demás miembros del pueblo de Israel debían “rescatar” a sus primogénitos.
María y José, como una familia más, cumplieron con esta exigencia legal, según
los cánones de la gente pobre. Jesús es el Hijo de Dios, pero también hijo del
pueblo de Dios. Es el Rescatador (Tit 2,14), rescatado.
Y así, Dios entra en el Templo, en brazos
de una mujer humilde, despistando a todos los estamentos de la religión judía.
María va a ofrecer y a rescatar a su Hijo primogénito que es, a su vez, el Hijo
Unigénito de Dios. Con esta ofrenda,
quizá sin darse cuenta aún, María comienza la despedida de su Hijo, que pocos
años después, y también en el templo, les dirá: “¿Por qué me buscabais, no
sabéis que debo estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49). María lo
presiente, y lo acepta. Más que un rescate, aquello es una ofrenda: ofrece a su
hijo, y se ofrece con su hijo, al proyecto de Dios en una prolongación de aquel
“Hágase en mí, según tu palabra” (Lc 1,38).
La fiesta de la Presentación del Señor es
una revelación del misterio de Cristo: la Carta a los Hebreos (2ª lectura) lo
presenta como el sacerdote y hermano misericordioso.
Hoy celebramos “la presentación del Señor”, pero es también una invitación a nuestra propia presentación al Señor, como “ofrendas vivas” (Rom 12,1), y a presentar al Señor ante los hombres con la clarividencia y la pasión de Simeón y de Ana. Y también hoy es el Día de la Vida Consagrada. Una llamada a la oración por ese don de Dios a la Iglesia, para que ilumine con su vida el camino del seguimiento del Señor.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué significa para mí
Jesús? ¿Es el Salvador, la Luz…?
.- ¿Se han descubierto
ante él los pensamientos de mi corazón?
.- ¿Con qué pasión presento yo a Jesús a los demás?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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