1ª Lectura: 1ª Reyes 17,10-16.
En aquellos días, Elías se puso en camino
hacia Sarepta, y al llegar a la puerta de la ciudad encontró allí una viuda que
recogía leña. Le llamó y le dijo: Por favor, tráeme un poco de agua en un jarro
para que beba.
Mientras iba a buscarla le gritó: Por favor, tráeme también en la mano un trozo de pan. Respondió ella: Te juro por el Señor tu Dios, que no tengo ni pan; me queda solo un puñado de harina en el cántaro y un poco de aceite en la alcuza. Ya ves que estaba recogiendo un poco de leña. Voy a hacer un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos.
Respondió Elías: No temas. Anda, prepáralo como has dicho, pero primero hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás después. Pues así dice el Señor Dios de Israel: La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra.
Ella se fue, hizo lo que le había dicho Elías y comieron él, ella y su hijo. Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó: como lo había dicho el Señor por medio de Elías.
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El relato se sitúa en el contexto de una gran sequía que asoló la región como castigo por los pecados del rey Ajab (1 Re 17,1). A una orden del Señor, Elías se dirige desde el torrente de Kerit, al este del Jordán, a Sarepta, en territorio de Sidón, donde Dios proveerá a su supervivencia por medio de una viuda. Ni Sarepta ni la viuda pertenecían al pueblo de Israel, pero sí a ese “pueblo de Dios” anónimo con el que él construye la historia. La generosidad de aquella pobre viuda salvó la vida del profeta. Su servicio no la empobreció, sino que la inmortalizó en la historia de la salvación.
2ª Lectura: Hebreos 9,24-28.
Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres -imagen del auténtico-, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros. Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces -como el sumo sacerdote que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena. Si hubiese sido así, Cristo tendría que haber padecido muchas veces, desde el principio del mundo-. De hecho, él se ha manifestado una sola vez, en el momento culminante de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo. El destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio. De la misma manera Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos. La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, para salvar definitivamente a los que lo esperan.
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La figura de Cristo como el Sumo Sacerdote y la Víctima definitiva es enfatizada en estos versículos. En él ha desaparecido toda fragmentariedad y provisionalidad. El sacrificio de Cristo es único y definitivo, no necesita repetirse; borra el pecado no mediante “sangre ajena” sino con la propia. Convertido en intercesor permanente, es la garantía de la esperanza cristiana.
Evangelio: Marcos 12,38-44.
En aquel tiempo enseñaba Jesús a la
multitud y les decía: ¡Cuidado con los letrados! Les encanta pasearse con
amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de
honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los
bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. Esos recibirán una sentencia
más rigurosa.
Estando sentado enfrente del cepillo del
templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en
cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales.
Llamando a sus discípulos les dijo: Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa nacesidad, ha echado de lo que tenía para vivir.
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Jesús pone en evidencia dos comportamientos radicalmente opuestos: el de los escribas, mostrando cómo la vanidad y la avaricia son comportamientos repugnantes, sobre todo cuando se arropan con “argumentos religiosos”. Y el de la pobre viuda, subrayando lo que marca la calidad de los comportamientos: el corazón. La escala de valores del Reino de Dios no coincide con la mundana. ¡Y existe el peligro de olvidarlo! La verdadera maestra de vida es la pobre viuda, no los sabios letrados.
REFLEXIÓN PASTORAL
El evangelio de este domingo presenta dos
escenas diametralmente opuestas: la de la ostentación de los escribas y
fariseos, y la de la ofrenda humilde y silenciosa de la pobre viuda. La de la
extorsión en nombre de la religión, y la de la humildad y sinceridad de
corazón. A la primera, Jesús la denuncia severamente; a la segunda la eleva a
la categoría de la ejemplaridad. Vamos a detenernos en la segunda escena.
En el templo de Jerusalén había una gran
arca donde la gente depositaba sus ofrendas. Y Jesús, un día, tuvo la feliz
ocurrencia de sentarse frente a él. ¡Buen puesto para observar no tanto el
bolsillo cuanto el corazón! “Pues donde
está tu tesoro, allí estará tu corazón”
(Mt 6,21).
Y “muchos
ricos echaban mucho; se acercó una pobre viuda y echó dos monedillas, es decir,
un cuadrante. Llamando a los discípulos les dijo: En verdad os digo que esta
pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los
demás han echado de los que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado
todo lo que tenía para vivir”.
Las conclusiones a extraer pueden ser
variadas. Sugiero una: Jesús no criticó a los que dieron mucho por lo que
dieron, sino porque no se dieron; ni alabó a la viuda por lo poco que dio, sino
porque se dio. Jesús advirtió, sencilla y claramente, de la insuficiencia de
las donaciones superfluas.
La primera lectura, por su parte, abunda
en la misma idea, destacando cómo la ofrenda de la viuda a favor de Elías no la
empobreció a ella ni a su familia, sino que les enriqueció: “Ni la orza de harina se vació, ni alcuza de
aceite se agotó”. Y es que, como dice un proverbio chino: “El que espera a
tener lo superfluo para darlo a los otros, nunca les dará nada”. Cuando no se
es desprendido y generoso, resulta imposible distinguir entre lo necesario y lo
superfluo, porque todo nos parece necesario…, incluso lo de los otros.
Pero hay algo más; junto a esta lección
práctica, la segunda lectura, tomada de la Carta a los Hebreos, nos hace una
revelación: nuestra salvación, no se ha producido con “excedentes”, con sobras,
sino con la entrega más radical de Dios, la de su Hijo, convertido en mediador
e intercesor ante el Padre.
Cristo es la ofrenda de Dios en favor
nuestro; una ofrenda nada extrínseca sino íntima, en la que Dios entregó a su
Hijo y se entregó en su Hijo, quien “se
ha manifestado al final de los tiempos para destruir el pecado con el
sacrificio de sí mismo…, y para
ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros”. Nada extraño que san Pablo nos invite a
presentarnos “como sacrificio agradable a Dios, porque este es vuestro culto
espiritual” (Rom 12,1).
Hoy se pretende, pretendemos, arreglar
los problemas y carencias del mundo distribuyendo “excedentes”… Olvidando que
el pan que realmente sacia el hambre no es el que se reparte sino el que se
comparte.
Mientras solo demos de lo que nos sobra,
aunque sea mucho, los problemas no se arreglarán. Una construcción levantada
con materiales de derribo, de desecho, no será más que una mala chabola.
Aprendamos de la generosidad de Dios a ser generosos; apropiémonos los sentimientos de Jesús que se entregó y se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8,9). Y aprendamos, también, de estas dos viudas pobres, la de Sarepta y la de Jerusalén, no escribieron libros ni predicaron, pero con su gesto silencioso y humilde nos dan una lección con la que entrarían en vías de solución tantos problemas que los más sesudos economistas parecen no saber solucionar, porque la cuestión no está en dar sino en darse; el problema no es solo de cartera sino de corazón.
REFLEXIÓN
PERSONAL
.-
¿Dónde está mi corazón?
.-
¿Doy de mí mismo o solo doy de mis excedentes?
.- ¿Hasta dónde me inquieta el dolor del prójimo?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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