1ª Lectura: Ezequiel 2,2-5.
En aquellos días el espíritu entró en mí, me puso en pie y oí que me decía: Hijo de Adán, yo te envío a los israelitas, a un pueblo que se ha rebelado contra mí. Sus padres y ellos me han ofendido hasta el presente día. También los hijos son testarudos y obstinados; a ellos te envío para que les digas: “Esto dice el Señor.” Ellos, te hagan caso o no te hagan caso (pues son un pueblo rebelde) sabrán que hubo un profeta en medio de ellos.
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Ezequiel es enviado, como profeta de Dios,
al pueblo desterrado en Babilonia. Su misión será anunciar lo que Dios le
ordene. El profeta ha de asumir e integrar el rechazo a su mensaje y a su misma
persona. Es el sino de los profetas; pero habrá de ejercer su ministerio con
fidelidad. Será voz y centinela de Dios, y de Dios recibirá la fortaleza.
Por la grandeza de estas revelaciones, para que no tenga soberbia, se me ha metido una espina en la carne: un emisario de Satanás que me apalea, para que no sea soberbio. Tres veces le he pedido al Señor verme libre de él y me ha respondido: Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad. Por eso, muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.
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Previamente (2 Cor 12,1-6), Pablo ha
aludido a revelaciones y experiencias especiales; pero eso no le nubla la
vista. Ahora reconoce que todo eso es compatible con otras experiencias menos
“luminosas”. No se acierta con la identificación de cuál fuera “espina en la
carne” -¿sufrimiento físico, dificultad moral?-. Una cosa es cierta, el Apóstol
asume esa realidad, consciente de que en su debilidad y en las penalidades
ocasionadas por las tareas evangelizadoras brillan la fuerza y la gracia de
Dios.
En aquel tiempo fue Jesús a su tierra en
compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la
sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: ¿De dónde saca todo
eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos?
¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, José y Judas
y Simón? ¿Y sus hermanas no viven con nosotros aquí? Y desconfiaban de él.
Jesús les decía: No desprecian a un profeta
más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.
No pudo hacer allí ningún milagro, solo
curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de
fe.
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Los paisanos de Jesús creían conocerle,
porque conocían a sus parientes; pero la verdadera y más profunda dimensión de
Jesús escapaba a su control:¡les faltaba la fe! El relato es valioso por las
informaciones que nos filtra sobre los familiares de Jesús, y su propia
identificación como “el carpintero”. Probablemente san José ya habría muerto.
Jesús, como los profetas de Israel, no fue reconocido como enviado de Dios.
Solo la fe descubre a los profetas.
Podríamos titular esta reflexión como “El
desprecio de un profeta”. De eso nos hablan la primera lectura -el desprecio
del profeta Ezequiel-, y el Evangelio -el desprecio de Jesús-. También san
Pablo alude a que, en su condición de apóstol de Cristo, vive “en medio de las debilidades, los insultos,
las privaciones, las persecuciones y las
dificultades”. Y es que “un discípulo
no es más que su maestro” (Mt 10,24).
Un rechazo que en el fondo no lo es del
personaje en sí, sino, sobre todo, del mensaje que anuncia, porque es
considerado molesto, inquietante, “desestabilizador” de sistemas, intereses y
posturas personales muy arraigadas. Y es que la Palabra de Dios, Jesús, ya fue
presentada como bandera discutida (Lc 2,34), y su evangelio como “espada de doble filo” (Heb 4,12), que
por su capacidad y exigencia renovadoras provoca resistencias, sin que falten
los intentos de silenciarla, ignorarla o despreciarla, encadenando a sus
profetas, pero “la palabra de Dios no
está encadenada” (2 Tim 2,9).
Es el reto y el riesgo de la palabra de
Dios. Con un plus de peligrosidad añadida para nosotros. La proclamamos y
aclamamos como palabra de Dios, pero ¿la damos cabida en nuestro corazón y la
concretamos en la vida? Porque ya advirtió Jesús de que es posible decir “no”,
diciendo “sí”; y de que también es posible lo contrario: decir “sí”, diciendo
“no”.
Es posible decir “sí” y no hacer; y decir “no” y hacer. Lo ilustró con una
parábola: “Un hombre tenía dos hijos. Al
primero le dijo: “Hijo, vete a trabajar hoy en la viña”. El contestó: “No
quiero”. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo
mismo. Y él contestó: “Voy, señor”. Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo la
voluntad de su padre?” (Mt 21,28-31).
Y es que no basta con decir “Señor, Señor”, hay que cumplir “la voluntad de mi Padre” (Mt 7,21). De
lo contrario podremos escuchar aquella recriminación: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”
(Mt 15,8).
La palabra de Dios nos insta a acogerla
cordialmente y a concretarla vitalmente, pero también nos recuerda que esa
palabra, su acogida, su vivencia y testimonio no es una decisión cómoda. Esa
palabra implica riesgos y sacrificios,
porque esa no es hoy la “palabra oficial”, ni es la palabra “de moda”, sino una
palabra crítica, polémica, impugnada y hasta ridiculizada como “locura” (1 Cor 1,18) por lo que san
Pablo llamaba la “sabiduría” del mundo (1 Cor 1, 20). Sin embargo es el mismo
apóstol quien nos dice que eso no le acobarda, al contrario, en esa situación
“vive contento” porque ahí se manifestará la fuerza de Cristo.
A nosotros, sin embargo, esta situación de acoso, de ninguneo, nos pone nerviosos, nos asusta, nos cohíbe y paraliza. Y desde esa situación quizá podamos orar con propiedad las palabras del salmo responsorial: “Misericordia, Señor…, que estamos saciados de desprecios, nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos” (Sal 123,3); pero también podremos decir con san Pablo: “Muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo” (2 Cor 12,9). Y “si Dios, en Cristo, está con nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rom 8,31).
REFLEXIÓN
PERSONAL
.- ¿Cómo reconocer hoy a los profetas?
.- Estoy dispuesto a correr riesgos por
fidelidad a la palabra de Dios?
.- ¿Es profética la voz de la Iglesia hoy?
DOMINGO
J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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