1ª Lectura: Génesis 3,9-15.
Después que Adán comió del árbol, el Señor Dios lo llamó: ¿Dónde estás? Él contestó: Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí. El Señor le replicó: ¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer? Adán respondió: la mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí. El Señor dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? Ella respondió: la serpiente me engañó y comí. El Señor dijo a la serpiente: por haber hecho esto, serás maldita entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza, cuando tú la hieras en el talón.
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Pretendiendo ser como Dios, se descubrió desnudo; y, temeroso, rehúye afrontar a Dios, que le busca. Adán encarna la tipología humana. Pero Dios no lo abandona, no lo deja desnudo; desde ese primer momento suscita una esperanza. De la estirpe de la mujer surgirá un descendiente que devolverá la esperanza y la salvación; y ese descendiente será Jesús, “nacido de una mujer…” (Gál 4,4). Como dirá Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom 5,20). Desde el principio Dios estuvo con el hombre y por el hombre.
2ª Lectura: 2 Corintios 4,13-5,1.
Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: “creí, por eso hablé”, también nosotros creemos y por eso hablamos; sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará y nos hará estar con vosotros. Todo es para vuestro bien. Cuantos más reciban la gracia, mayor será el agradecimiento, para gloria de Dios. Por eso no nos desanimamos. Aunque nuestra condición física se vaya deshaciendo, nuestro interior se renueva día a día. Y una tribulación pasajera y liviana produce un inmenso e incalculable tesoro de gloria. No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que se ve, es transitorio; lo que no se ve, es eterno. Aunque se desmorone la morada terrestre en que acampamos, sabemos que Dios nos dará una casa eterna en el cielo, no construida por hombres.
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La confianza y la audacia apostólica de Pablo residen en la fuerza de Dios que se ha hecho presente en la resurrección de Cristo. La dificultad, inherente al anuncio del Evangelio, no merma su ministerio. El desmoronamiento físico va acompañado de una renovación interior. El apóstol trabaja con una perspectiva amplia y profunda: lo visible no agota lo real. El cristiano sueña con una morada eterna en el cielo.
Evangelio: Marcos 3,20-35.
Llegaron su madre y sus hermanos, y desde fuera lo mandaron llamar. La gente que tenía sentada alrededor le dijo: Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan. Les contestó: ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y paseando la mirada por el corro, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre.
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El relato presenta dos escenas: una, protagonizada por los familiares de Jesús, y otra, protagonizada por unos letrados venidos de Jerusalén. Pero en realidad, el verdadero protagonista es Jesús. Respecto de los primeros, Jesús clarifica los horizontes de su verdadera familia -el cumplimiento de la voluntad de Dios-; no se deja apresar por los vínculos de la carne y de la sangre. Respecto de los segundos, denuncia su cerrazón espiritual y su falta de discernimiento, al no saber reconocer al enviado de Dios, confundiendo el Espíritu Santo con el espíritu del príncipe de los demonios. Ese es el pecado “imperdonable”, no porque no tenga perdón sino porque, al no reconocerlo como pecado, impide su arrepentimiento (cf. Jn 8,21). Es el pecado contra la Verdad.
REFLEXIÓN PASTORAL
El relato evangélico de este domingo, a
primera vista, chocante y hasta difícil de comprender, nos habla, en primer
lugar de la posibilidad, que fue realidad, de una comprensión equivocada,
malvada, de la persona y de la obra de Jesús; de un pecado misterioso y
particularmente grave, el pecado contra el Espíritu Santo, el pecado contra la
Verdad y contra la Luz.
La actitud sus familiares, “que decían que no estaba en sus cabales”,
y la actitud de los letrados, que decían “tiene
dentro a Belcebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios”, son expresión de ese pecado, imperdonable según
Jesús.
¿Por qué, si cualquier pecado puede ser
perdonado, éste no? Porque esta actitud no deja espacio a Dios en la vida;
supone inmunizarse ante Él; cerrarse ante el Dios que humildemente, “despojado de su rango” (Flp 2,7), llama
a nuestra puerta esperando ser abierto (cf. Ap 3,20), rechazando la mano
tendida por Dios en Jesucristo.
Jesús apareció rompiendo los cánones de la
ortodoxia judía más estricta, cuestionando certezas inveteradas, relativizando
normativas hasta entonces intocables, moviéndose libremente por espacios y con
estilos que los oficiales de la religión judía consideraban escandalosos,
redimensionando valores…; y, sobre todo, predicando un Dios y un proyecto de
Dios que consideraron imposible e inaceptable para sus esquemas tradicionales.
Y eso, para ellos era signo, por decirlo suavemente, de que no estaba en sus
cabales, además de suponer un peligro para la familia y para el Estado (cf. Jn
11,48).
Quizá, en el fondo, no andaban tan
equivocados en su diagnóstico. Jesús no era “normal”, no encajaba en aquella
“oficialidad” socio-religiosa, no formaba parte del paisaje “tradicional” y,
además, es que no lo pretendía.
Frente a la “cordura”, compatible
con tibiezas y rutinas, Jesús era un ser “alternativo”; encarnaba la “locura”
del amor y de la libertad. No encajaba en las estrechas casillas de los
intereses familiares y de los esquemas religiosos en curso, rutinarios y oficialistas;
los desbordaba y, por eso, “está loco”. ¡Dichosa locura! San Pablo la
reivindicará para sí (1 Cor 4,10) como signo de identidad apostólica. Y es que
hay “corduras”, también en la Iglesia, que no son sino expresión de la opción
por la mediocridad, la oficialidad, la rutina, el moralismo, la tibieza, el
desamor…
Aceptar a Cristo significa
participar de su “locura”, que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios, pues “lo necio de Dios es más sabio que los
hombres; y lo débil de Dios es más
fuerte que los hombres” (1 Cor 1,25); una “locura” que debería ser un
carisma esencial en una Iglesia que pretenda más ser fiel a la paradoja
evangélica que a encajar en ciertas “lógicas” humanas, muchas veces inspiradas
en miedos, prudencias, hipocresías, en
ansias, en definitiva, de mera supervivencia.
Pero en el relato evangélico hay
otro hecho chocante: su posicionamiento ante sus familiares. Jesús da una
muestra más de su libertad interior; no se deja hipotecar. No se distancia de
su familia, solo marca los horizontes de la nueva familia: el cumplimiento de
la voluntad de Dios. Y ahí destacó con fidelidad particular su madre, la que
cumplió con fidelidad la voluntad del Padre (Lc 1,38). Y de esa familia
formamos parte nosotros, si asumimos los criterios de Jesús como criterios de
vida, sin desanimarnos en las dificultades (segunda lectura) ni escondiéndonos
en nuestro pecado (primera lectura).
REFLEXIÓN
PERSONAL
.- ¿Articulo mi fe en un lenguaje
existencial cristiano?
.- ¿Participo de la “locura” de
Cristo o de la “cordura” mundana?
.- ¿Espero en el Señor, en su palabra?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN,
OFMCap.
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