1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 2,14.22-28.
El día de Pentecostés, se presentó Pedro
con los Once, levantó la voz y dirigió la palabra: Escuchadme, israelitas: Os
hablo de Jesús Nazareno, el hombre que Dios acreditó ante vosotros realizando
por su medio los milagros, signos y prodigios que conocéis. Conforme al plan
previsto y sancionado por Dios, os lo entregaron, y vosotros por mano de
paganos, lo matasteis en una cruz. Pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras
de la muerte; no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio, pues David
dice: Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no
vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón, exulta mi lengua
y mi carne descansa esperanzada.
Porque no me entregarás a la muerte
ni dejarás a tu fiel
conocer la corrupción.
Me has enseñado el sendero
de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia.
*** *** ***
El discurso que Lucas pone en boca de Pedro
es el primero de una serie de seis discursos (Hch 2; 3; 4; 5; 10 y 13) que
siguen fundamentalmente un esquema idéntico, y que resumen la predicación
cristiana primitiva: Ha llegado el tiempo de la plenitud y el cumplimiento de
las promesas a través de Jesús -su ministerio, muerte y resurrección-. Los
primeros destinatarios del anuncio son los miembros del pueblo de Israel, pero
no los únicos.
Queridos hermanos: Si llamáis Padre al que juzga a cada uno, según sus obras, sin parcialidad, tomad en serio vuestro proceder en esta vida. Ya sabéis con qué os rescataron de ese proceder inútil recibido de vuestros padres: no con bienes efímeros, con oro o plata sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha, previsto antes de la creación del mundo y manifestado al final de los tiempos para nuestro bien. Por Cristo vosotros creéis en Dios, que lo resucitó y le dio gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza.
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La Carta de Pedro invita a los cristianos a
ser conscientes y a no dilapidar la obra
realizada por Dios en su favor mediante la entrega salvadora de Cristo. Hay que
tomarla en serio y traducirla en la vida. La fe y la esperanza cristianas se
acreditan desde la praxis, y deben ser el servicio que el creyente ofrezca al
mundo.
Dos discípulos de Jesús iban andando aquel
mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas
dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras
conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con
ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo: ¿Qué conversación es esa que
traéis mientras vais de camino?
Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de
ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: ¿Eres tú el único forastero en
Jerusalén, que no sabe lo que ha pasado allí estos días?
Él les preguntó: ¿Qué?
Ellos le contestaron: Lo de Jesús el
Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el
pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo
condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el
futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió esto. Es verdad
que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues fueron muy de
mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que
habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo.
Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían
dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.
Entonces Jesús les dijo: ¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.
Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le apremiaron diciendo: Quédate con nosotros, porque se hace tarde y el día va de caída. Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció.
Ellos comentaron: ¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros, que estaban diciendo: Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
*** *** ***
El relato es exclusivo del evangelio de
san Lucas. Dos discípulos, tras la crucifixión, han perdido la esperanza -“esperábamos”- y deciden abandonar el
proyecto de Jesús. No daban crédito ni a las mujeres ni a los testigos del
sepulcro vacío.
Jesús se les acerca para enseñarles a “leer” la historia y las Escrituras, porque buena parte de aquella decepción partía de una lectura equivocada, de una concepción mesiánica tergiversada, triunfalista y nacionalista. Esclarecido el sentido mesiánico de la vida de Jesús, que les había caldeado el corazón, la fracción del pan les abre los ojos, y acaban reconociéndole. Y, desandando el camino del abandono, regresan con su testimonio a la comunidad de los discípulos.
La escena podemos considerarla una parábola
del encuentro personal con Jesús, un encuentro necesario, al tiempo que desvela
a la Eucaristía como la plataforma para reconocer hoy al Señor.
Unos discípulos, desencantados deciden
abandonar, olvidar “la causa de Jesús”.
Estaban de vuelta, resignados a volver a lo de siempre. ¡Todo había sido una
ilusión!
Lo de “al tercer día resucitará” (Mt 20,19), una quimera, “de eso ya han pasado tres días” (Lc
24,21); lo de “Yo soy el camino, la
verdad y la vida” (Jn 14,6), se acabó en el monte Calvario; lo de “Yo estaré con vosotros todos los días hasta
el fin del mundo” (Mt 28,20)… De eso, nada de nada. Lo de amar hasta
entregar la vida (cf. Jn 15,13), tiene necesariamente un final: acaba con la
vida de quien se entrega a ese ideal… “Esperábamos
que fuera el libertador de Israel…, pero ya ves” (Lc 24,21). La realidad se
ha impuesto, frente al sueño que encarnaba Jesús.
Así pensaban ellos, pero la realidad no
era así. Y Jesús se acercó al desencanto de esos hombres. Les escuchó, y les
hizo caer en la cuenta de que su lectura era equivocada. (Lc 24,25).
Necesitaban “otra” lectura, más cálida y profunda. Y al querer seguir adelante,
aquellos hombres, confortados por la presencia y las palabras del desconocido,
le formularon un deseo eterno: “Quédate
con nosotros, porque se hace tarde” (Lc 24,29). Y, al partir el pan,
reconocieron al Señor. Y es que para el discípulo de Cristo, los auténticos
espacios para reconocer al Señor son la escucha creyente de la Palabra de Dios
y la Eucaristía. Es ahí donde se le encuentra y donde él nos encuentra.
El camino del desencanto está hoy bastante
transitado; sobre todo cuando empieza a hacerse la tarde en la vida; aunque
tampoco faltan los desencantados prematuros. Con demasiada frecuencia también
nosotros, desencantados y escépticos, a duras penas acallamos la pregunta de si
esto tendrá sentido y de si habrá alguien que pueda dárselo; de si valdrá la
pena creer… Y nuestra fe en Dios se atenúa, y nuestra confianza en los hombres
va desapareciendo, colocándonos al borde del “¡sálvese quien pueda!”.
El camino de Emaús tuvo un final
paradójico: el desencanto inicial acabó en encantamiento y gozo -“¿no
nos ardía el corazón?” (Lc 24,32)-. También nosotros podemos salir
encantados de nuestros desencantos, si aceptamos al Señor como compañero y
maestro de lectura de nuestra historia.
Quien
se propuso a sí mismo como “el Camino”
(Jn 14,6), convirtió los caminos en cátedra: “Recorría las aldeas predicando…” (Mc 9,35). Jesús no fue un evangelizador con sede fija.
La sinagoga (Mt 4,23), la barca (Mt 13,2), la casa (Mt 9,10), el lago (Mc 4,1),
el monte (Mt 5,1), el templo (Mc 12,35), los caminos (Lc 8,1)…, eran espacios
abiertos y aptos para realizar su misión. Más aún, Jesús parece “privilegiar”
los espacios “naturales” frente a los “sagrados” en su acción evangelizadora.
La “buena noticia” de Jesús requería espacios nuevos, donde poder encontrar la
realidad de la vida.
Hoy la evangelización ha de abrirse a
esos “nuevos areópagos”; salir al encuentro del hombre; buscarle en los
espacios por donde transita -muchas veces rutas alejadas de lo “religioso”-;
sentarse junto a su pozo (cf. Jn 4,6); acercarse a su carro (cf. Hch 8,28-29) y
preguntarle, sin pretensiones moralizantes, con amor y respeto: “¿Entiendes lo que vas leyendo?” (Hch
8,30). ¿Es correcta tu lectura de la vida? Y presentarle, con humildad y
claridad, la “lectura alternativa de
Jesús”.
El “camino” es un espacio bíblico de revelación y de
encuentro. Impide el aburguesamiento, el dogmatismo y la teorización fría y
distante. El camino favorece el encuentro, es creativo y propicia el
diálogo. En él se perciben libremente
los olores, los colores, los cantos y los dolores de la vida. En el camino
todos somos “buscadores”, ligeros de equipaje (Lc 9,3), hacia una verdad
presentida pero no “controlada”.
La nueva evangelización debe sondear nuevas rutas, adentrarse en ellas, con la certeza de que pueden resultar difíciles y arriesgadas. Pero también con la seguridad de que “aunque camine por cañadas oscuras, Tú vas conmigo…” (Sal 23,4).
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Tomo en serio
mi proceder cristiano en la vida?
.- ¿Caldea mi vida
la Palabra de Dios?
.- ¿Es para mí la Eucaristía un espacio de revelación?
Domingo J. Montero
Carrión, franciscano capuchino.
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