1ª Lectura: Isaías 50,4-7.
Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he echado atrás. Ofrecía la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos. Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido; por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado.
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El texto seleccionado forma parte una sección importante del libro de Isaías, denominada “Cantos del Siervo”. Estamos en el tercer “canto”. Más allá de los problemas exegéticos sobre la identidad del “Siervo”, la figura que aparece en este canto es la de un hombre consciente de una misión encomendada por Dios, misión que le ha destrozado la vida pero no le ha arrancado la esperanza en el Señor. En él se cumplen las palabras del salmo 23,4: “Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo, tu cayado me consuela”, o aquellas otras de san Pablo “Sé de quien me he fiado” (2 Tim 1,12). Estos cantos han sido releídos y aplicados en parte a la persona de Jesús, en el NT y en la liturgia de Iglesia.
2ª Lectura: Filipenses 2,6-11.
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble -en el Cielo, en la Tierra, en el Abismo-, y toda lengua proclame:¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre.
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Nos hallamos ante un himno prepaulino, posiblemente se remonte a la catequesis de san Pedro (Hch 2,36; 10,39). San Pablo lo inserta en su carta a los Filipenses y lo enriquece con aportaciones personales, entre las que destaca la mención a la muerte de cruz. Tampoco puede descartarse una alusión a la antítesis Adán-Cristo: mientras uno tiende a “autodivinizarse” (Adán), el otro opta por “rebajarse” (Cristo). En el texto paulino se perciben dos momentos: uno kerigmático, centrado en esa opción del Hijo de Dios manifestada en Jesucristo (Dios y Hombre), que es revalidado por el Padre y convertido en Señor del universo, y otro parenético: exhortación a los cristianos a identificarse con esa opción humilde y de entrega del Hijo de Dios: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo” (Flp 2,5).
REFXIÓN PASTORAL
En el umbral de la Semana Santa nada
parece más adecuado que aclarar el por qué y para qué de todo lo que celebramos
en estos días.
Envueltos en la “cultura” del espectáculo
-que hace del hombre más espectador que protagonista- nos vemos expuestos al
peligro de considerar desde esta perspectiva la realidad de la obra de Dios en
Cristo, que, ciertamente, fue espectacular por su hondura y verdad, pero no fue
un espectáculo.
En unos días en que los templos abren sus
puertas, y las calles, mitad museos y mitad iglesias, se convierten en un
espacio y exposición singular de arte y religiosidad, ¿cuántos nos detenemos a
pensar que “todo eso” fue por nosotros, y no porque sí?
Es verdad que no faltan quienes interpretan
reductivamente la vida y muerte de Jesús, prescindiendo de esta referencia -por
nosotros-. Puede que esa sea una lectura “neutral”, pero, ciertamente, no es
una lectura “inspirada”. Porque, si es cierto que la muerte de Jesús tuvo unas
motivaciones lógicas (su oposición a ciertos estamentos y planteamientos de la
sociedad de su tiempo que se vieron amenazados por su predicación y su
comportamiento), también lo es, sobre todo, que no estuvo desprovista de motivaciones
teológicas. El mismo Jesús temió esta tergiversación o reducción y avanzó unas
claves obligadas de lectura.
Jesús previó su muerte, la asumió, la
protagonizó y la interpretó para que no le arrancaran su sentido, para que no
la instrumentalizaran ni la tergiversaran.
La Semana Santa, a través de su liturgia
y de las manifestaciones de la religiosidad popular, debe contribuir a
reconocer e interiorizar con gratitud el amor de Dios en nuestro favor
manifestado en Cristo, y a anunciarlo con responsabilidad, concretándolo en el
amor fraterno.
Si nos desconectamos, o no nos sentimos
afectados por su muerte y resurrección quedaremos suspendidos en un vertiginoso
vacío. Si no vivimos y no vibramos con la verdad más honda de la Semana Santa,
las celebraciones de estos días podrán no superar la condición de un
“pasacalles” piadoso.
Si, por el contrario, nos reconocemos
destinatarios preferenciales de esa opción radical de amor, directamente
afectados e implicados en ella, hallaremos la serenidad y la audacia
suficientes para afrontar las alternativas de la vida con entidad e identidad
cristianas.
La Semana Santa no puede ser solo la
evocación de la Pasión de Cristo; esto es importante, pero no es suficiente. La
Semana Santa debe ser una provocación a renovar la pasión por Cristo.
Celebrar la Pasión de Cristo no debe
llevarnos solo a considerar hasta dónde nos amó Jesús, sino a preguntarnos
hasta dónde le amamos nosotros.
¡Todo transcurre en tan breve espacio de
tiempo! De las palmas, a la cruz; del “Hosanna”, al “Crucifícalo”… A veces uno tiene la impresión
de que no disponemos de tiempo -o no dedicamos tiempo- para asimilar las cosas.
Deglutimos pero no degustamos, consumimos pero no asimilamos la riqueza
litúrgica de estos días y la profundidad de sus símbolos, muchas veces
banalizados y comercializados.
Convertida en Semana de “interés
turístico”, “artístico” o “gastronómico”, ¿quién la reivindica como de “interés
religioso”? Y, sin embargo, este su auténtico interés.
La
Semana Santa es una semana para hacerse preguntas y para buscar respuestas.
Para abrir el Evangelio y abrirse a él. Para releer el relato de la Pasión y
ver en qué escena, en qué momento, en qué personaje me reconozco…
La Semana Santa debe llevarnos a descubrir los espacios donde hoy Jesús sigue siendo condenado, violentado y crucificado, y donde son necesarios “cirineos” y “verónicas” que den un paso adelante para enjugar y aliviar su sufrimiento y soledad.
REFLEXIÓN PERSONAL
.-
¿Desde dónde vivo la Semana Santa?
.-
¿Qué preguntas suscita en mi vida?
.- ¿La Semana Santa es solo evocadora o también provocadora?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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