1ª Lectura: Sofonías 3,14-18a.
Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel, alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a todos tus enemigos. El Señor será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no temerás. Aquel día dirán a Jerusalén: No temas, Sión, no desfallezcan tus manos. El Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva. Él se goza y complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta.
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El libro de Sofonías se sitúa en tiempo de Josías (s. VII aC). Posiblemente contribuyó a la reforma lleva a cabo por el rey, y que culminó con el descubrimiento del Libro de la Ley (622 aC). Anuncia el Día del Señor, que implicará un juicio contra las naciones pecadoras y contra “la ciudad rebelde” (Jerusalén), pero culminará en una regeneración de la comunidad, asentada en “un pueblo pobre y humilde, que buscará refugio en el Señor” (Sof 3,12). A esa comunidad de “pobres” se dirigen las palabras reseñadas en el texto. Dios construye el futuro con mimbres humildes.
2ª Lectura: Filipenses 4,4-7.
Hermanos:
Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca. Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.
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La alegría es uno de los rasgos fundamentales que acompañan al Evangelio. El creyente ha de hacer una traducción concreta de la Buena Noticia en la vida de cada día. Pablo invita a los de Filipos a evangelizar desde la vida convertida en testimonio. La esperanza en la cercanía del Señor no debe ser una excusa para eludir el compromiso humano sino un criterio para iluminarlo.
Evangelio: Lucas 3,10-18.
En aquel tiempo, la gente preguntaba a
Juan: ¿Entonces qué hacemos? Él contestó: El que tenga dos túnicas, que se las
reparta con el que no tiene; y el que tenga comida que haga lo mismo.
Vinieron también a bautizarse unos
publicanos; y le preguntaron: Maestro, ¿qué hacemos nosotros? Él les contestó:
No exijáis más de lo establecido.
Unos militares le preguntaron: ¿Qué hacemos
nosotros? Él les contestó: No hagáis extorsión a nadie ni os aprovechéis con
denuncias, sino contentaos con la paga.
El pueblo estaba en expectación y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos: Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego: tiene en la mano la horca para aventar su parva y reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga. Añadiendo otras muchas cosas, exhortaba al pueblo y le anunciaba la Buena Noticia.
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La propuesta del Bautista alcanza a las zonas concretas de la vida. A la pregunta, “¿Qué hemos de hacer?”, Juan no rehúye la respuesta: solidaridad, justicia, honestidad, no violencia. No se trata de una respuesta ideológica, sino concreta. Y añade algo más: reconoce que él no es la respuesta. Esa respuesta la tiene otro, que “puede más”, y que aportará un bautismo en el Espíritu Santo. El anuncio de la Buena Noticia no puede ser solo un tema de estética -bellas palabras-, sino de ética -buenas obras-.
REFLEXIÓN PASTORAL
“Regocíjate...,
grita de júbilo..., estad siempre alegres en el Señor”. Es el mensaje del
tercer domingo de Adviento. ¿Pero es un mensaje posible? ¿Existe en nuestra
sociedad un espacio y un motivo para la alegría?
A pesar de la euforia progresista; pese a los reclamos
de la propaganda; no obstante las ansias de goce, de vivir bien, de placer...,
nuestro mundo se siente agarrotado por el pesimismo, porque en este mundo,
superficialmente feliz, hay soledad y abandono, hambre y guerras, injusticia y
explotación, odio y egoísmo...
La palabra de Dios que se proclama este domingo nos invita no solo a la
alegría, nos ofrece el auténtico motivo de la misma: el Señor está cerca. La venida del Señor es, debe ser, el
fundamento, la causa de nuestra alegría.
¿Queremos, creemos en la venida del Señor? ¿Nos damos
cuenta de que sin esa esperanza nuestra presencia en la celebración eucarística
carece de sentido, si nos reunimos mientras esperamos su gloriosa venida y no
sentimos esa necesidad ni ese deseo?
La venida, cierta pero sorpresiva, del
Señor es el motivo de nuestra alegría, porque nos libera, porque nos da su
presencia, -y “si Dios está con nosotros,
¿quién estará contra nosotros?” (Rom 8,31)-, porque nos responsabiliza
-esperar al Señor no es quedarse boquiabiertos mirando al cielo, o de brazos
cruzados mirando al suelo-.
El pasado domingo, el Bautista nos marcaba el estilo
de la esperanza cristiana: hacer camino, preparar el camino del Señor,
introduciendo rectificaciones personales y estructurales allí donde fueren
necesarias. Acondicionando el propio camino: valles de desesperanza y vacío,
que hay que rellenar; monte y colinas de presunción, que hay que abajar;
caminos sinuosos de ambigüedades y contradicciones, que hay que rectificar...;
hacer habitables y transitables los desiertos de nuestra vida personal y
comunitaria, creando oasis de autenticidad y esperanza desde una profunda y
sincera conversión al Señor y a los hermanos.
Hoy Juan continúa precisando su mensaje: preparar el
camino del Señor, esperar su venida, supone una opción por el amor concreto y
solidario: “El que tenga dos túnicas, que
se las reparta con el que no tiene, y el que tenga comida, que haga lo mismo”;
una opción por la justicia: “No exijáis
más de lo debido”, dice a los que detentan el control del dinero; una
opción por la no violencia: “No hagáis
extorsión a nadie”, dice a los que ejercen el poder de las armas. ¿No son
el egoísmo, la injusticia y la violencia causas de las tristezas del mundo?
No es verdadera alegría la que brota del vicio, de la
situación privilegiada, del dominio, sino la que nace del servicio humilde, del
amor no falsificado, de la justicia que se realiza en la conversión
constante...
Si hay conversión hacia Dios y hacia los hermanos,
habrá alegría verdadera. Pidamos al Señor, por medio de María, madre de la
esperanza y causa de nuestra alegría, Cristo, que en nosotros los que nos
rodean encuentren un motivo para vivir la vida con alegría y esperanza, y que
ese motivo sea nuestra fe y nuestra caridad.
.- ¿Qué
implicaciones trae a mi vida la espera del Señor?
.- ¿Mi alegría
en qué se funda y cómo se manifiesta?
.- ¿Valoro la opción de Dios por los pobres y me identifico con ella?
Domingo J.
Montero Carrión, franciscano capuchino.
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