1ª Lectura: Isaías 50,5-10.
En aquellos días dijo Isaías: El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he echado atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos. Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido, por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado. Tengo cerca a mi abogado, ¿quién pleiteará contra mí? Vamos a enfrentarnos: ¿quién es mi rival? Que se acerque. Mirad mi Señor me ayuda; ¿quién probará que soy culpable
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Nos hallamos ante el “tercer canto del Siervo”. El Señor le ha abierto el oído para escuchar su palabra, y él ha aceptado la misión. Desde la convicción de tener a Dios de su parte, el “siervo” no se echa atrás ante las presiones y persecuciones. Dispuesto a afrontar el reto, confía su vida al Señor: es el destino de todo profeta.
2ª Lectura: Santiago 2,14-18.
Hermanos míos: ¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: “Dios os ampare: abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro. Alguno dirá: Tú tienes fe y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe.
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Ni fe sin obras, ni obras sin fe. La carta de Santiago es un reclamo realista a la verificación de la fe. Creer no es solo pensar; creer es crear. Cuando hay crisis de amor es que hay crisis de fe, y cuando hay crisis de fe es que hay crisis de amor.
Evangelio: Marcos 8,27-35.
En aquel
tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe;
por el camino preguntó a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo?
Ellos le
contestaron: Unos, Juan Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas.
Él les
preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Pedro le
contestó: Tú eres el Mesías.
Él les
prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos: El Hijo del
Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores,
sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutados y resucitar a los tres días.
Se lo
explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó a parte y se puso a
increparlo. Jesús se volvió, y de cara a los discípulos increpó a Pedro:
¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!
Después llamó a la gente y a sus discípulos y les dijo: El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará.
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Nos encontramos ante una de las preguntas fundamentales de Jesús -“¿Quién decís que soy yo?”- y ante una de las respuestas fundamentales del evangelio -“Tú eres el Mesías”-. Sin embargo esa respuesta debe ser purificada de toda connotación triunfalista. El mesianismo de Jesús es de otro orden. Y Jesús comienza a desvelárselo “con claridad” a los discípulos. La reacción de Pedro demuestra su limitada visión mesiánica. ¡Pensaban a lo humano! La fe en Jesús requiere adquirir otro punto de mira: el de Dios. Y solo asumiendo ese punto de mira es posible el seguimiento; y con ese punto de mira el seguimiento es ineludible.
REFLEXIÓN PASTORAL
“Si
alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me
siga”. Palabras fuertes y poco comunes para captar adeptos. Pero es que
Jesús no vino para eso, sino para dar testimonio de la verdad. No vino a ser
servido, sino a servir; no vino a halagar sino a salvar; no vino a dar
palmaditas en el hombre, sino a cargar la cruz y a proponerla…
Palabras que escandalizan a no pocos, que
consideran esta invitación como una aceptación anticipada de la más radical
frustración personal. Pero no es así.
En realidad, las palabras de Jesús no
invitan tanto a la renuncia, cuanto al seguimiento. Seguir a Jesús, esta es la cuestión.
Seguimiento que supone una apropiación e
interiorización de sus sentimientos y actitudes. Seguimiento que implica
renuncias serias y dolorosas. Ocultarlas o silenciarlas sería un fraude al
mismo Jesús, que no las ocultó, porque ser cristiano no es compatible con
cualquier actitud teórica o práctica. Nada más contrario a Jesús que la
ambigüedad referencial, que el posibilismo de servir a dos señores, de nadar y
guardar la ropa.
Pero tampoco podemos absolutizarlas,
porque la meta del seguimiento cristiano no es la renuncia, sino el
descubrimiento y el seguimiento de Jesús; no es la cruz, sino el Crucificado.
Cristiano es aquel que ha descubierto a
Cristo como el sentido de su vida, descubrimiento que se concreta en entrega personal.
Es aquel para quien Cristo es norma y camino, con todo lo que esto tiene de
configurante. Así se entendió desde los
orígenes, cuando el calificativo cristiano era injurioso y subversivo, y no una
etiqueta aséptica, válida para encubrir un producto soporífero.
Ser cristiano no es tanto un fenómeno
cultural cuanto personal. Lo peculiar del cristianismo no es su ética, ni su
filosofía, ni siquiera su teología, sino su vinculación a un tal Jesús, llamado
Cristo, que, muerto, ha resucitado y vive (cf. Hch 25,19). Y si el cristianismo
quiere ser significativo hoy…, nada logrará repitiendo simplemente lo que otros
dice, o remedando lo que otros hacen. Tal cristianismo, de papagayo, es
irrelevante.
Pero el seguimiento solo será auténtico
cuando hayamos clarificado quién es ese Jesús, que exige una entrega tan absorbente y radical.
En este punto, quizá, nos encontramos al nivel de “lo que dice la gente”, y El quiere
arrancarnos una respuesta personal. A Jesús no se le puede conocer -ni seguir-
solo por referencias de terceros, ni se le puede seguir de lejos. Quizá lo
prosaico de nuestra vida cristiana, la carencia de profundidad de nuestros
compromisos…, todo eso que, en momentos de sinceridad, calificamos de
inauténtico, se deba, en última instancia a que no hemos descubierto de verdad
a ese Jesús al que religarnos, y por eso encontramos tanta dificultad en
desligarnos de tantas cosas que nos asfixian.
“¿Quién
decís que soy yo?” Planteada por Jesús en un
momento crítico de su vida, esta pregunta continúa como cuestión permanente e
identificadora. Conocemos
la primera respuesta, la de Pedro, pero no basta; en todo caso esa respuesta no
ha cerrado la pregunta, aunque suponga una aportación fundamental.
¿Quién decís que soy yo? es, en primer lugar, la llamada a descubrir
personalmente a Jesús y a descubrirnos personalmente ante él. Y puesto que el
conocimiento y reconocimiento de Cristo no es conquista humana sino revelación
del Padre (Mt 16,17), tal pregunta nos llevará, necesariamente, al mundo de la
oración. Y no es solo pregunta por la identidad de Jesús sino por su
significatividad para la vida. ¿Qué densidad, qué contenido, qué tono aporta
ese conocimiento? Pues no basta con saber quién es Jesús, es preciso saber qué
significa existencialmente (Lc 6,46; Mt 7,21). Es la resonancia
personal-contemplativa.
Pero la pregunta contiene una resonancia
ulterior: ¿Quién decís que soy yo a los
otros? Es la interpelación
testimonial-apostólica. A ese Jesús descubierto personalmente, hay que descubrirlo
públicamente. El Cristo conocido debe ser dado a conocer. Y eso llevará,
inevitablemente, al centro de la vida, para ser testigos de lo que hemos visto... (1 Jn 1,1), pues nadie enciende una lámpara y la pone en un lugar oculto o debajo
del celemín (Lc 11,33).
Ambas resonancias deben ser escuchadas;
pues, por un lado existe la tentación de contentarse con imágenes edulcoradas
de Cristo y, por otro, la inclinación a privatizar la fe. Olvidando que la fe
que no deja huella en la vida es pura evasión, y que el anuncio de Jesús, sin
vivencia y experiencia personal, no es evangelización, sino mera propaganda.
¿Quién decís que soy yo? Una pregunta que no sólo define a Jesús sino a sus discípulos.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cuál es mi conocimiento de Jesús?
.- ¿Cuál es mi testimonio de Jesús?
.- ¿Cuáles son las obras de mi fe?
DOMINGO
J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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