lunes, 11 de mayo de 2020

DOMINGO VI DE PASCUA



1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 8,5-8. 14-17

    En aquellos días, Felipe bajó a la ciudad de Samaría y predicaba allí a Cristo. El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría.
    Cuando los apóstoles, que estaban en Jerusalén, se enteraron de que Samaría había recibido la palabra de Dios, enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban solo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.

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    La geografía del Evangelio se abre a zonas en principio excluidas (entre judíos y samaritanos había una fuerte hostilidad religiosa). Los samaritanos -ya en los evangelios hay samaritanos ejemplares: la samaritana (Jn 4), el buen samaritano (Lc 10,29ss) y el leproso agradecido (Lc 17,11ss)- acogen porque no solo oyen sino porque ven realizado el mensaje. Y el Evangelio alegra a la ciudad. Tras esa avanzadilla misionera, llegan los apóstoles a legitimar, mediante la acción del Espíritu, verdadero protagonista de la misión, los frutos de la misión, integrando en la comunidad eclesial esa nueva área evangelizada.


2ª Lectura: 1ª Pedro 3,15-18

   Hermanos:
   Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os lo pidiere; pero con mansedumbre y respeto y en buena conciencia, para que en aquello mismo en que sois calumniados queden confundidos los que denigran vuestra buena conducta en Cristo; que mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal. Porque también Cristo murió una vez por los pecadores, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu.

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     Evangelizar es “dar razón de vuestra esperanza”; y esto ha de hacerse con “mansedumbre, respeto y en buena conciencia”. Evangelizar no es avasallar ni ridiculizar a otros ni a otros planteamientos. Habrá que soportar las adversidades que conlleva la misión, sin desmayo, a ejemplo del gran Evangelizador, Cristo.


Evangelio: Juan 14,15-21

    En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os de otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni le conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive con vosotros y está con vosotros. No os dejaré desamparados, volveré. Dentro de poco el mundo no verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.

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    Continúa “el discurso de despedida” de Jesús, desgranando elementos fundamentales para fortalecer la fe y la esperanza de los discípulos. El gran legado, promotor de todo su dinamismo será el Espíritu, aquí denominado como el Defensor y el Espíritu de la verdad. Un Espíritu desconocido por  el mundo”. Declara que el verdadero amor se manifiesta en la guarda de sus “mandamientos”, y que la identificación con Jesús supone el acceso al corazón del Padre.


REFLEXIÓN PASTORAL

    Estad dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os lo pida, Pero con mansedumbre, respeto y buena conciencia” (1 Pe 3,15-16).
     Esta invitación, esta urgencia, no ha desaparecido, y es particularmente necesaria en estos momentos de crisis de valores.
     No a la confrontación, pero, también, no a la inhibición. Así surgió la Iglesia, del testimonio de la esperanza de los discípulos. Un testimonio que “llenó de alegría a la ciudad” (Hch 8,8). La tristeza existencial que nos atenaza, a pesar del barullo reinante, ¿no obedecerá a que hemos silenciado esa esperanza? ¿Tenemos algo que decir? ¿Decimos algo? ¿Cómo lo decimos?
    Primero, hemos de decir una palabra humana y humanizadora. Los cristianos debemos estar presente -no solo no ausentes- con presencia peculiar y propia, en la configuración del proyecto humano. Hay que humanizar, impidiendo que el rostro del hombre se vaya desfigurando con rasgos inhumanos e infrahumanos. No debemos extrañarnos sino entrañarnos en el compromiso humano. Nuestra profesión de fe debe ser humanizadora; debe ayudar a que nazca ese hombre nuevo apuntado en la resurrección de Cristo, habitante de unos cielos nuevos y una tierra nueva, donde habite la justicia (2 Pe 3,13). Pero antes, y para eso, nuestra vida personal debe humanizarse, y nuestra fe debe humanizarnos. Es la primera palabra: una palabra humana, desde el modelo de hombre que Dios nos reveló en Cristo.
      Y una palabra religiosa. No podemos sustraer, silenciar o camuflar esta palabra (Mt 5,16). Necesaria e inequívoca, creída y creíble. Pues no se trata de “terrenizar” el Evangelio, sino de “evangelizar” la tierra; no se trata tanto de “humanizar” el Evangelio, cuanto de “evangelizar” al hombre. ¿Somos religiosamente inexpresivos? ¿Los que se encuentran con nosotros, con quién se encuentran? ¿Con Dios? ¿A dónde y a quién remitimos con nuestro ser y nuestro obrar? Y esa palabra, humana y religiosa, no es más que una: JESUCRISTO. Y para pronunciarla con verdad y credibilidad necesitamos la asistencia del Espíritu
    El evangelio de hoy nos insta a una adhesión personal, íntima y consecuente a él, a Cristo, a sus “mandamientos”, que se reducen a un mandamiento: “Permaneced en mi amor” (Jn 15,9). En esa adhesión hallaremos la experiencia de la filiación divina y de la presencia fortificante del Espíritu de Dios, que es presentado como el “Espíritu de la verdad”. Un Espíritu que nos invita a vivir en la “verdad de Jesús” en medio de una sociedad donde la verdad está siendo desnaturalizada y tergiversada: donde a la explotación se le llama negocio; a la irresponsabilidad, tolerancia, a la injusticia, orden establecido; a la arbitrariedad, libertad; a la falta de respeto, sinceridad… Desde esa adhesión a Jesús, a sus mandamientos, y al Espíritu de la verdad, entraremos a formar parte de la “familia de Dios”, y superaremos la sensación de orfandad, desamparo y desconcierto.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Anuncio y vivo el Evangelio de la alegría y con alegría?
.- ¿Con qué actitudes doy razón de mi esperanza en Cristo?
.- ¿Guardo (viviendo) o guardo (ocultando) el mandamiento del Señor?

Domingo J. Montero Carrión, franciscano capuchino.






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