1ª
Lectura: Génesis 2,7-9; 3,1-7.
El Señor Dios modeló al hombre de arcilla
del suelo, sopló en su nariz aliento de vida y el hombre se convirtió en ser
vivo. El Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia Oriente, y colocó en él al
hombre que había modelado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de
árboles hermosos de ver y buenos de comer; además el árbol de la vida, en mitad
del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y del mal.
La serpiente era el más astuto de los
animales del campo que el señor Dios había hecho. Y dijo a la mujer: ¿Cómo es
que os ha dicho Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?
La mujer respondió a la serpiente: Podemos comer los frutos de
los árboles del jardín; solamente del árbol que está en mitad del jardín nos ha
dicho Dios: No comáis de él ni lo toquéis, bajo pena de muerte.
La serpiente replicó a la mujer: No
moriréis. Bien sabe Dios que cuando comáis de él se os abrirán los ojos y
seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal.
La mujer vio que el árbol era apetitoso,
atrayente y deseable porque daba inteligencia; tomó del fruto, comió y ofreció
a su marido, el cual comió. Entonces se le abrieron los ojos a los dos y se
dieron cuenta de que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se las
ciñeron.
*** *** ***
Las sugerencias que se encierran en este
relato (el segundo relato de la creación del hombre) son muchas y elocuentes.
La bipolaridad del hombre - Dios, su modelador, y la arcilla, su materia
prima-. El hombre está emparentado con Dios y con la tierra. Es su luz y su
sombra, su grandeza y su pobreza. Tras el hombre, aparece su espacio vital: un
huerto frondoso, con dos árboles emblemáticos.
La aparición de la serpiente introduce un
elemento nuevo: el hombre es un ser en riesgo, expuesto a la tentación más
radical: no aceptar ser hombre, no aceptar a Dios como su Señor.
El relato de la tentación también encierra
muchos matices: La mujer conoce la orden de Dios y corrige a la serpiente, pero
acaba sucumbiendo a su sugerencia. Y convence al hombre. El final es dramático:
su vista se ha ampliado, para descubrir su desnudez. Es la radiografía de la
tentación: deslumbrar para cegar.
2ª
Lectura: Romanos 5,12-19.
Hermanos:
Lo mismo que por un solo hombre entró el
pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y la muerte se propagó a todos
los hombres, porque todos pecaron… Pero, aunque antes de la ley había pecado en
el mundo, el pecado no se imputaba porque no había ley. Pues a pesar de eso, la
muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado
con un delito como el de Adán, que era figura del que había de venir. Sin
embargo, no hay proporción entre la culpa y el don; si por la culpa de uno
murieron todos, mucho más, gracias a un solo hombre, Jesucristo, la
benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos.
Y tampoco hay proporción entre la gracia
que Dios concede y las consecuencias del pecado de uno: la sentencia contra uno
acabó en condena total; la gracia, ante una multitud de pecados, en indulto.
Si por la culpa de aquel, que era uno solo,
la muerte inaguró su reino, mucho más los que reciben a raudales el don
gratuito de la amnistía vivirán y reinarán gracias a uno solo, Jesucristo.
En resumen, una sola culpa resultó condena
de todos, y un acto de justicia resultó indulto y vida para todos. En efecto,
así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos
pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos
justos.
*** *** ***
Para san Pablo, Adán y Cristo son los dos
polos de la historia. Adán, el polo negativo con su carga de pecado y de
muerte; Cristo, el polo positivo, con su carga de gracia y de vida. Para el
Apóstol, el pecado es el origen profundo de la distorsión que padece el hombre
y el mundo. Y este pecado no es una “fatalidad” sino una “irresponsabilidad”. A
través de una exegesis un tanto farragosa (vv. 13-14), la conclusión a la que
llega san Pablo es clara: la historia no está perdida ni condenada a la
desesperanza: Cristo, su obra, supera la de Adán. Incorporados a él,
recuperaremos la “justicia”.
Evangelio:
Mateo 4,1-11.
En aquel tiempo, Jesús fue llevado al
desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar
cuarenta días con sus cuarenta noches, al final sintió hambre. Y el tentador se
le acercó y le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan
en panes. Pero él le contestó diciendo: Está escrito: No solo de pan vive el
hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Entonces el diablo lo llevó a la Ciudad
Santa, lo pone en el alero del templo y le dice: Si eres Hijo de Dios, tírate
abajo, porque está escrito: Encargará a los ángeles que cuiden de ti y te
sostendrán en sus manos para que tu pie no tropiece con las piedras. Jesús le
dijo: También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios.
Después el diablo lo lleva a una montaña
altísima y, mostrándole todos los reinos del mundo y su esplendor, le dijo:
Todo esto te daré si te postras y me adoras. Entonces le dijo Jesús: Vete,
Satanás, porque está escrito: Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás
culto.
Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron
los ángeles y lo servían.
*** *** ***
El relato mateano de las tentaciones está
muy elaborado y cargado de intencionalidad teológico-pastoral. Jesús es
presentado como una persona guiada por el Espíritu. El “desierto” no es tanto
un espacio geográfico sino teológico, es el lugar donde el pueblo de Israel
experimentó la prueba y la providencia de Dios. Los cuarenta días y cuarenta
noches evocan a Moisés (Ex 34,28) y a Elías (2 Re 19,8), así como los cuarenta
años de la travesía de Israel por el desierto (Dt 29,9; Sal 95,10). Las tres
tentaciones son en realidad una sola: la pretensión de apartar a Jesús de su
vocación de fidelidad al designio del Padre. Venciendo la tentación, Jesús se
acredita como el verdadero Israel: venciendo donde sucumbió el antiguo Israel.
Este relato nos advierte de cómo puede
tergiversarse la palabra de Dios, hasta convertirla en arma tentadora -Satanás
argumenta desde ella-; muestra cómo Jesús opta por la fidelidad, no por la
espectacularidad, que hipoteca la libertad; y marca a los cristianos el camino
para no caer en la tentación.
Inauguramos una nueva estación del Año
litúrgico: la Cuaresma. Todos estamos enterados, al menos por el ruido de los
carnavales. En todo caso no habrá que ser excesivamente críticos con el
carnaval de tres días; más preocupante es el de los restantes días del año. Lo
grave no es la máscara y el disfraz de tres días, sino la que oculta el rostro
los restantes días del año. Aunque no deberíamos pasar por alto ciertos
dispendios oficiales, cuando hay familias sin vivienda…; hombres, mujeres y
niños con la cara desfigurada no por máscaras, sino por las huellas del hambre
de la angustia y la desesperación. ¡Tan contradictorios somos!
Los cristianos iniciamos la Cuaresma con una ceremonia que
invita a la reflexión y a la decisión: la imposición de la ceniza, acompañada
de unas palabras de Jesús: “Arrepentíos y creed en el Evangelio” (Mc
1,15).
Conversión, palabra muy usada, casi
manoseada, pero una realidad todavía por estrenar. Palabra a la que ya nos
hemos acostumbrado, pero que es palabra de Cristo que hay que proclamar “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2), y
que, también, hay que rescatar de un uso rutinario y ritualista.
Las lecturas bíblicas nos hablan de cómo
el hombre, desde muy temprano, se empeñó en hacer “su” propio camino…, y se
perdió; quiso afirmarse de espaldas o frente a Dios…, y se hundió; quiso
revestirse de saber y de poder…, y se descubrió desnudo… (1ª lectura).
Pero Dios no lo dejó perdido, ni hundido,
ni desnudo. Apareció Cristo como Camino y Salvación. Él es el rectificador y el
modelo de rectificación para el hombre (2ª lectura).
A un hombre que desdeñó su condición
humana (Adán), le responde el mismo Hijo de Dios, que “siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios.
Sino que se despojó…, tomando condición de siervo…, haciéndose semejante los hombres y apareciendo en su porte como un
hombre cualquiera” (Flp 2, 6-7).
A un hombre desobediente a Dios, que
rechaza ser hombre, le salva un Dios que opta por ser hombre y obediente al
hombre, “hasta la muerte y una muerte de
cruz” (Flp 2,8): Jesucristo.
Como el primer hombre, y como todo
hombre, Jesús estuvo expuesto a la tentación. Pero Jesús no solo venció la
tentación, sino que la iluminó, la desveló. Y así nos enseñó no solo a vencer
sino a cómo vencer (Evangelio).
Vencer la tentación no es solo no
consentir, no solo es decir no, sino iluminar esa situación tentadora,
desenmascarar su ambigüedad y su mentira -pues toda tentación se presenta como
salvadora y portadora de felicidad- desde la palabra de Dios.
No hay que huir, sino hacer frente;
huyendo se rehúye la solución. Jesús nos ha enseñado a afrontar la tentación desde la oración -“no nos dejes caer en la tentación” (Mt
6,13)- y desde la decisión responsable. A esto nos invita la Cuaresma.
REFLEXIÓN
PERSONAL
.-
¿Con qué “ánimos” afronto la Cuaresma?
.-
¿Qué resonancias provoca en mí la “conversión”?
.-
¿Qué abstinencias y que entregas preveo para esta Cuaresma?
Domingo J. Montero Carrión, franciscano capuchino.
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