1ª Lectura: Isaías 42,1-4. 6-7
Esto dice
el Señor: Mirad a mi siervo a quien sostengo; mi elegido a quien prefiero.
Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones. No
gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará,
el pábilo vacilante no lo apagará. Promoverá fielmente el derecho, no vacilará
ni se quebrará hasta implantar el derecho en la tierra y sus leyes, que esperan
las islas. Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he tomado de la mano,
te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que
abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la
mazmorra a los que habitan en las tinieblas.
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El texto
seleccionado es el primero de una colección isaiana denominada “Cantos del
Siervo”. Se ha debatido mucho sobre la identidad de este personaje -individual
o colectiva-, pero en todo caso era uno de los catalizadores de la esperanza de
Israel. Se trata de un personaje ligado profundamente a Dios, elegido por él y
convertido en alianza y luz de los pueblos. Su misión será regeneradora de la
sociedad y de las personas, con un estilo humilde. La liturgia cristiana,
siguiendo la huella del NT (Mt 12,18-21), aplica este primer canto a Jesús.
2ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 10,34-38
En
aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: Está claro que Dios no hace
distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación
que sea. Envió su palabra a los israelitas anunciando la paz que traería
Jesucristo, el Señor de todos. Conocéis lo que sucedió en el país de los
judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me
refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo,
que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios
estaba con él.
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Al entrar
en casa del centurión Cornelio, un pagano, Pedro declara la “apertura” de Dios
a todo el que le busca con sincero corazón. Una apertura personalizada en
Jesucristo, el Señor de todos, Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu, y
cuya historia pública se inició en las aguas del Jordán, río de hondas
resonancias en la historia bíblica.
En aquel
tiempo, fue Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo
bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: Soy yo el que necesita
que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?
Jesús le
contestó: Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere.
Entonces
Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo
y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y
vino una voz del cielo, que decía: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto.
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El
bautismo de Jesús en el Jordán fue un hecho incuestionable, pero difícil de
asumir por la primitiva comunidad cristiana en sus relaciones con los
seguidores del Bautista. San Mateo quiere dejar clara la prioridad de Jesús
sobre Juan, cuya misión es la de precursor. Su persona y su bautismo son
preparación de la persona y de la misión de Jesús, que queda desvelada con la
presencia del Espíritu de Dios y la voz del cielo. El texto está cargado de
intencionalidad teológica. La alusión al Jordán evoca la entrada definitiva del
pueblo en la Tierra prometida y supone el fin del éxodo. Entrando en sus aguas,
Jesús anuncia la verdadera libertad. Juan le reconoce como el Mesías de Dios, y
la voz del cielo le identifica como su Hijo. Jesús es el Libertador, el Mesías,
el Hijo de Dios.
REFLEXIÓN PASTORAL
La fiesta
del bautismo de Jesús pone fin al ciclo litúrgico de la Navidad. Es una fiesta
chocante. Sin embargo, el hecho de que Jesús acudiera al río Jordán, para ser
bautizado por Juan es un hecho históricamente cierto. Coinciden en el dato los
cuatro Evangelios.
En la
Palestina contemporánea a Jesús estaba extendida la costumbre de purificarse
ritualmente por medio del agua. En este contexto apareció Juan, predicando
conversión y ofreciendo, como signo de la misma, una purificación a través de
un bautismo. Para ello eligió las aguas del río Jordan, un río que evocaba el
paso definitivo a la tierra prometida. Y
muchos aceptaban su predicación, se arrepentían y recibían su bautismo. Hasta
aquí todo normal.
¿Pero,
qué hace Jesús en la fila de los hombres pecadores? ¿Por qué realiza él ese
gesto de bautizarse, además diluido en “un
bautismo general” (Lc 3,21). El mismo Juan se extraña: “Soy yo quien debe ser bautizado por ti...”
(Mt 3, 14). Pero es que Jesús no había venido a hacer ostentación de sus privilegios,
sino que, por libre decisión, se hizo semejante a nosotros en todo (Flp 2,7),
excepto en el pecado (2 Cor 5,21; I Jn 3,5; 1 Pe 2,22). Hasta aquí llegó la encarnación del Hijo de
Dios. No terminó en el seno de María, sino que recorrió toda la andadura
humana, hasta pasar por la muerte, él que era la Vida.
Por eso
Jesús, sin pecado, no duda en mezclarse con los pecadores: porque sólo se salva
compartiendo, desde dentro y desde abajo, la condición del hombre... Jesús
entra en nuestra “corriente de agua”, para sanarla, cual nuevo Elías (2 Re
2,19-22). El pecado no entró en él; es él quien entró en el pecado, para
redimirlo y desactivar su poder destructor (2 Cor 5,21; Rom 8,33; Gal 3,13).
Y, al confundirse entre los hombres, al
hundirse en nuestras aguas, se abren los cielos de par en par para revelar su
grandeza y su verdad y se “oye la voz del
Señor sobre las aguas” (Sal 29,3): “Este
es mi Hijo, el amado, mi predilecto” (Mt 3,17). Ya no son ángeles, pastores
ni estrellas quienes nos descubren su verdad, es el Padre Dios.
Pero no terminan aquí las lecciones de
este día. La 1ª lectura pone de relieve proféticamente, el estilo y el
contenido del auténtico enviado de Dios: no quebrar ni ahogar esperanzas... (Is
42,2-3). Y hay que tener la mirada muy limpia y muy profunda para descubrir vida
y esperanzas donde otros sólo constatan desesperación y muerte. Muchos se han
hundido en lo que llamamos “mala vida”, porque no encontraron a tiempo alguien
que les concediera un poco de credibilidad y confianza. En vez de manos
tendidas y acogedoras, sólo encontraron dedos anatematizadores y
descalificadores.
El paso de Jesús, como nos recuerda la 2ª lectura,
fue muy distinto. “Pasó haciendo el bien
y curando a los oprimidos..., porque Dios estaba con Él” (Hch 10,38).
De todo
esto nos habla la fiesta del bautismo de Jesús, y nos invita a verificar
nuestra vivencia bautismal, porque el bautismo no se acredita con un documento
sino con una vida, y nuestra vida no
puede ser la negación, sino la acreditación de nuestro bautismo.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué significa para mí el bautismo?
.- ¿Qué huella dejo en la vida?
.- ¿La de Jesús, que pasó haciendo el bien?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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