Moisés habló
al pueblo, diciendo: “Escucha la voz del Señor, tu Dios, guardando sus
preceptos y mandatos, lo que está escrito en el código de esta ley; conviértete
al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma. Porque el precepto
que yo te mando hoy no es cosa que te exceda, ni inalcanzable; no está en el
cielo, no vale decir: ¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos
lo proclamará, para que lo cumplamos?”; ni está más allá del mar, no vale
decir: “¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará
para que lo cumplamos?”. El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y
en tu boca. Cúmplelo”.
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Nos hallamos
al final del tercer y último discurso de Moisés (Dt 29-30). El mediador de la
Alianza del Sinaí, la antigua Alianza, recuerda a Israel que el futuro depende
de la fidelidad a la palabra del Señor. Una palabra que no es inaccesible,
porque Dios la ha depositado en el corazón del hombre. Mientras algunos textos
de la literatura sapiencial subrayaban la inaccesibilidad de la sabiduría,
fuente de la felicidad (Jb 28), otros, más recientes, defendían que Dios revela
su sabiduría en la Ley (Ecco 24,23-34; Sl 119). En este texto del
Deuteronomio nos hallamos en las fuentes
de la teología de la Palabra tal como aparecerá en el prólogo del IV Evangelio,
después de haber sido repensada en Prv 8,22-31 y Sab 7,22-8,1. Una relectura de
este texto lo encontramos en la carta a los Romanos (10, 5-10).
2ª Lectura: Colosenses 1,15-20
Cristo es
imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él
fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles;
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por él y para
él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza
del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los
muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera
toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del
cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.
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En contraste
con Moisés, revelador y mediador de la antigua Alianza, Cristo es el verdadero
revelador y mediador, la plenitud de todo el proyecto salvador de Dios. Él es
la Alianza salvadora por la sangre de su cruz. Transparencia de Dios y Cabeza
de todo lo creado. Pero no es una figura mítica sino histórica. Su vinculación
a la Iglesia y a la historia de los hombres -“primogénito de entre los
muertos”- le acerca a nuestra historia.
Evangelio: Lucas 10,25-37
En aquel
tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a
prueba: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Él le
dijo: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?”. Él contesto: “Amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y
con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a
ti mismo”. Él le dijo: “Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida”.
Pero el
maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: “¿Y quién es mi
prójimo?”. Jesús dijo: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos
de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon,
dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y,
al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a
aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba
de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lastima, se le acercó, le
vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y montándolo en su propia
cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos
denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de
más yo te lo pagaré a la vuelta”. ¿Cuál de estos tres te parece que se portó
como prójimo del que cayó en mano de los bandidos? Él contestó: “El que
practicó la misericordia con él”. Díjole Jesús: “Anda, haz tú lo mismo”.
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Ante la
pregunta del maestro de la Ley, Jesús muestra cómo Dios no ha cambiado su plan,
y que él no ha venido a anularlo (Mt 5,17). El mandamiento no ha cambiado:
Amarás (Dt 6,5; Lv 19,18). Pero clarifica el horizonte. En el judaísmo
contemporáneo a Jesús se discutía por la identidad del “prójimo”: no todos eran
considerados como prójimos. Había que
saber quien lo era, para poder amarlo o no tener la obligación de hacerlo. Uno
de los tipos excluidos era, precisamente, el del samaritano. La pregunta del
maestro era pertinente; y gracias a ella Jesús nos desveló un criterio nuevo
para entender qué es ser prójimo. La “projimidad” no la determinan las leyes,
la marca el corazón. Los “oficialmente” llamados a practicar la misericordia,
pasan de largo; un “hereje” fue el que se detuvo. Además, con esta parábola
Jesús no está enseñando solo qué hombre es
mi prójimo y qué es ser prójimo, sino que Dios es prójimo y que es mi
prójimo.
REFLEXIÓN PASTORAL
“¿Quién es mi
prójimo?” El escriba, nos dice el evangelio, formuló la pregunta “queriendo
justificarse” y, además, con una clara intención de delimitar, precisar y, por lo tanto, de excluir a alguien del
concepto “prójimo”.
Con su
respuesta, mediante la parábola del buen samaritano, Jesús introduce un matiz
importante. No se trata tanto de saber teóricamente quién es mi prójimo, sino
de saberse cada uno, y prácticamente, prójimo –próximo- a los demás.
“¿Quién de los
tres –levita, sacerdote o samaritano – te parece que se portó como prójimo del
que cayó en manos de los bandidos?... El que tuvo compasión de él. Anda y haz
tú lo mismo”.
Frecuentemente
al comentar esta parábola nos detenemos y hasta nos ensañamos con el sacerdote
y el levita, olvidándonos de verificar si nosotros somos verdaderos y buenos
prójimos.
Hoy este tema
es de sangrante actualidad, porque hoy
la marginación, la soledad y el abandono inundan nuestras geografías. Y cuando
lo más cómodo es ignorar, desentenderse, dar un rodeo en la vida, para no
encontrarse con el otro y sus problemas. Cuando, quizá, pretendemos ir
linealmente, “directamente “a Dios, Dios nos sale al encuentro y nos pregunta:
“¿Dónde está tu hermano?”(Gn 4,9).
Imposible la
pretensión de querer o creer vivir de cara a Dios y de espaldas al prójimo.
Imposible saber dónde está Dios desconociendo la situación del hermano. Es la
brújula que nos marca la posición de Dios.
En esta
sociedad tan crispada y dividida por intereses y miedos, resulta cada vez más
difícil acercarse sin prevenciones a los demás. Ya sé que no se puede ser
ingenuos, que la vida se ha vuelto muy complicada, que hay timadores e
inseguridad...; pero creo que los niveles que están alcanzando la desconfianza
y el miedo no son justos. ¡No se puede, por cualquier pretexto, vivir
desconfiando, sospechando o desentendiéndose del hermano! ¡Ésa es la mayor
inseguridad!
Muchas
personas se han hundido en lo que llamamos “mala vida” porque no han encontrado
personas que les concedieran un poco de credibilidad y confianza. Y en toda
persona hay una “plusvalía”, un coeficiente divino que lo revaloriza: el amor
de Dios. No verlo no sólo es ceguera sino injusticia. Hay que ir, pues, más
allá de las apariencias para mirar con el corazón, porque lo esencial es
invisible a los ojos. Lo dijo Jesús: “Los limpios de corazón verán a Dios” (Mt
5,8). “¿Cuándo te vimos hambriento, desnudo, en la cárcel...? Cuando lo
hicisteis con uno de estos mis hermanos, lo hicisteis conmigo” (Mt 25,37-40).
Dios lo ha
querido así para que no nos autosugestionáramos ni nos confundiéramos: “Si ves
a tu hermano pasar necesidad y no le ayudas, ¿cómo puede permanecer en ti el
amor de Dios?” (I Jn 3,17). Quizá esto pueda ayudarnos a clarificarnos y a
descubrir el sinsentido de creer y orar cada uno a “su” Dios, cuando no hay más
que uno. El que nos ha dicho: tuve hambre (y no sólo de pan sino de amor), tuve
sed (y no sólo de agua sino de verdad),
estuve desnudo (y no sólo de ropa sino
de esperanza), estuve enfermo (y no sólo corporalmente sino de espiritualmente), estuve preso (y no sólo en
cárceles sino en profunda soledad)... Y tú, ¿qué? Quizá preocupado sólo por ti
y tu perfección recorriste el camino, y perdiste la oportunidad de ser amor,
verdad, esperanza, alegría, libertad y compañía para tu hermano.
No lo
olvidemos. “Maestro, ¿qué debo hacer para guardar la vida eterna? ... Amarás al
Señor tu Dios..., y a tu prójimo”. La respuesta es AMAR, y eso implica, entre otras cosas, saber
dar razón de nuestro hermano. ¿Dónde está tu hermano? Una buena pregunta para
saber dónde está Dios..., y dónde estamos nosotros.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Siento al otro como prójimo,
y me siento prójimo?
.- ¿Siento a Dios como prójimo?
.- ¿Sé descubrir la plusvalía
divina presente en cada persona?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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