Yo,
Juan, vi a otro ángel que subía del oriente llevando el sello del Dios vivo.
Gritó con voz potente a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y al
mar, diciéndoles: “No dañéis a la tierra, ni al mar, ni a los árboles hasta que
marquemos en la frente a los siervos de nuestro Dios”.
Oí
también el número de los marcados, ciento cuarenta y cuatro mil, de todas las
tribus de Israel. Después vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar,
de toda nación, razas, pueblo y lenguas, de pie delante del trono y del
Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos.
Y
gritaban con voz potente: ¡La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en
el trono, y del Cordero!
Y
todos los ángeles que estaban alrededor del trono y de los ancianos y de los
cuatro vivientes, cayeron rostro a tierra ante el trono, y adoraron a Dios,
diciendo: Amén. La bendición y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias
y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los
siglos. Amén.
Y
uno de los ancianos me dijo: Esos que están vestidos con vestiduras blancas,
¿quiénes son y de dónde han venido?
Yo
le respondí: Señor mío, tú lo sabes.
Él
me respondió: Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y
blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero".
*** *** ***
El
texto seleccionado marca un impasse entre el sexto y el séptimo sello. ¿Quién
se salvará del inaplazable juicio divino? Dios será propicio con sus fieles
(Jdt 16,15), con los que forman parte de su propiedad, marcados con el sello de la
salvación. Se trata de una comunidad “ecuménica”, sin fronteras: el “resto
santo”. Formado por los 144.000 (número simbólico) de las 12 tribus de Israel y
por la multitud innumerable de los que con su vida han demostrado su fidelidad
al Cordero y han aceptado ser redimidos por su sangre. Entonces Dios será todo
en todos (1 Cor 15,28).
2ª Lectura: 1ª Juan 3,1-3
Queridos
hermanos:
Mirad
qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!
El mundo no nos conoce porque no le conoció a Él.
Queridos,
ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos
que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual
es. Todo el que tiene esta esperanza en Él, se hace puro como puro es Él.
*** *** ***
El
cristiano es hijo de Dios por pura gratuidad amorosa de Dios. Vivir conforme a
esa condición es su vocación. Y en eso consiste la santidad. Vivimos esa
realidad en esperanza de una plenitud que será colmada por el mismo Dios, al
recapitular todas las cosas en Cristo.
En
aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó y se le
acercaron los discípulos; y él se puso a hablar enseñándolos:
Dichosos los pobres en el
espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos los sufridos, porque
ellos heredarán la Tierra.
Dichosos los que lloran, porque
ellos serán consolados.
Dichosos los que tienen hambre y
sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Dichosos los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la
paz, porque ellos se llamarán “los Hijos de Dios”.
Dichosos los perseguidos por
causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos vosotros cuando os
insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad
alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
*** *** ***
Las
“bienaventuranzas” nos descubren el corazón de Dios, sus preferencias y sus
sufrimientos. Son la expresión de la opción de Dios en favor del pobre contra
su pobreza, en favor del hambriento contra su hambre, en favor del que llora
contra sus lágrimas...Contra las causas de esas situaciones.
El Dios que nos revelan las “bienaventuranzas” es un
Dios de una gran seriedad y compromiso ante el dolor humano: misericordioso y
justo, pues no hay misericordia sin el restablecimiento de la justicia. Las bienaventuranzas son "el nuevo código de la santidad", y los criterios evangélicos de "canonización".
REFLEXIÓN PASTORAL
La celebración
de esta fiesta invita a reflexionar sobre una de las notas definitorias de la
Iglesia: Iglesia santa.
Si
algún término necesita hoy un “pulido” o un “aclarado” para devolverle su
rostro original es el de “santidad” y el de “santo”. Los hemos envuelto en un
aire irreal, lejano y de acceso casi imposible. Y una santidad percibida como
imposible no es la santidad evangélica.
Es
necesario recuperar la santidad como la norma y lo normal del cristiano. Una
santidad hundida en lo cotidiano, construida en un proceso de conversión
permanente y con permanente experiencia de la misericordia de Dios. La santidad no debe ser la excepción, sino
el “humus” donde germina la Iglesia de Dios.
“La
Iglesia, enseña el Concilio Vaticano II, creemos que es indefectiblemente
santa. Por ello en la Iglesia todos están llamados a la santidad... Es, pues,
claro, que todos los fieles de cualquier estado o condición están llamados a la
plenitud de la vida cristiana”. No es una senda para privilegiados, sino el
camino de todo cristiano.
No
prestan, a veces, un buen servicio a la comprensión de esta realidad la
práctica devocional a los santos y los procesos establecidos para la
declaración de una persona como santo. La santidad debe ser lo normal, no lo
extraordinario, en la Iglesia.
El
único criterio seguro de beatificación y canonización es el establecido por
Jesús: las bienaventuranzas. Por supuesto que los santos “oficiales” las habrán
cumplido. Pero no son los únicos. La Iglesia nos propone sus vidas para
estimular la nuestra, mostrando que lo que la gracia de Dios hizo en ellos, lo
hará también en nosotros, si como ellos la acogemos en nuestra vida.
La santidad es
vocación universal, que se configura en respuestas personales de humilde
fidelidad al Señor. El libro del Apocalipsis habla de un número que nadie podía
contar de toda raza, lengua, tribu y nación (Ap 5,9). Y Jesús habla de que
vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur a sentarse en el banquete
del reino de Dios (Mt 8,11)…
Una santidad
personal pero no individual, llamada a visibilizarse eclesialmente. “Como elegidos de Dios, santos y amados,
revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia… Y
por encima de todo esto el amor, que es le vínculo de la unidad perfecta”
(Col 3,12.14).
Ser santo es
poner a Cristo en el centro de la vida, dejándonos seducir por él y por su
proyecto.
Ser santo no es una opción
facultativa, sino una exigencia indeclinable para el cristiano. “Lo mismo que es santo el que os llamó, sed
también vosotros santos en toda vuestra conducta” (1 Pe 1,15). La santidad
nos equipara, salvando las distancias, a Dios, que es santo (Lev 17; 1 Pe
1,16).
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Siento la santidad como
vocación?
.- ¿Me reconozco en el espejo de
las bienaventuranzas?
.- ¿Qué aporto al rostro de la
Iglesia?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN,
OFMCap.
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