1ª Lectura: Isaías 50,5-10
En aquellos
días dijo Isaías: El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado
ni me he echado atrás.Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a
los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos. Mi Señor
me ayudaba, por eso no quedaba confundido, por eso ofrecí el rostro como
pedernal, y sé que no quedaré avergonzado. Tengo cerca a mi abogado, ¿quién
pleiteará contra mí? Vamos a enfrentarnos: ¿quién es mi rival? Que se acerque.
Mirad mi Señor me ayuda; ¿quién probará que soy culpable?
*** *** *** ***
Nos hallamos
ante el “tercer canto del Siervo”. El Señor le ha abierto el oído para escuchar
su palabra, y él ha aceptado la misión. Desde la convicción de tener a Dios de
su parte, el “siervo” no se echa atrás ante las presiones y persecuciones. Dispuesto a afrontar el reto, confía su vida
al Señor: es el destino de todo profeta.
2ª Lectura: Santiago 2,14-18
Hermanos
míos: ¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa
fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y
faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: “Dios os ampare:
abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de
qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro.
Alguno dirá: Tú tienes fe y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por
las obras, te probaré mi fe.
*** *** *** ***
Ni fe sin
obras, ni obras sin fe. La carta de Santiago es un reclamo realista a la
verificación de la fe. Creer no es solo pensar; creer es crear. Cuando hay
crisis de amor es que hay crisis de fe, y cuando hay crisis de fe es que hay
crisis de amor.
Evangelio: Marcos 8,27-35
En aquel
tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe;
por el camino preguntó a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo?
Ellos le
contestaron: Unos, Juan Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas.
Él les
preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Pedro le
contestó: Tú eres el Mesías.
Él les
prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos: El Hijo del
Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores,
sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutados y resucitar a los tres días.
Se lo
explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó a parte y se puso a
increparlo. Jesús se volvió, y de cara a los discípulos increpó a Pedro:
¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!
Después
llamó a la gente y a sus discípulos y les dijo: El que quiera venirse conmigo,
que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que
quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio,
la salvará.
*** *** *** ***
Nos encontramos ante una de las preguntas
fundamentales de Jesús -“¿Quién decís que soy yo?”- y ante una de las respuestas
fundamentales del evangelio -“Tú eres el Mesías”-. Sin embargo esa respuesta
debe ser purificada de toda connotación triunfalista. El mesianismo de Jesús es
de otro orden. Y Jesús comienza a desvelarselo “con claridad” a los
discípulos. La reacción de Pedro
demuestra su limitada visión mesiánica. ¡Pensaban a lo humano! La fe en Jesús
requiere adquirir otro punto de mira: el de Dios. Y solo asumiendo ese punto de
mira es posible el seguimiento; y con ese punto de mira el seguimiento es
ineludible.
REFLEXIÓN PASTORAL
“Si alguno quiere venir en pos de mí, que se
niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga”. Palabras fuertes y poco comunes
para captar adeptos. Pero es que Jesús no vino para eso, sino para dar
testimonio de la verdad. No vino a ser servido, sino a servir; no vino a
halagar sino a salvar; no vino a dar palmaditas en el hombre, sino a cargar la
cruz y a proponerla…
Palabras que escandalizan a no pocos, que
consideran esta invitación como una aceptación anticipada de la más radical
frustración personal. Pero no es así.
En realidad, las palabras de Jesús no
invitan tanto a la renuncia, cuanto al seguimiento. Seguir a Jesús, esta es la cuestión.
Seguimiento que supone una apropiación e
interiorización de sus sentimientos y actitudes. Seguimiento que implica
renuncias serias y dolorosas. Ocultarlas o silenciarlas sería un fraude al
mismo Jesús, que no las ocultó, porque ser cristiano no es compatible con
cualquier actitud teórica o práctica. Nada más contrario a Jesús que la
ambigüedad referencial, que el posibilismo de servir a dos señores, de nadar y
guardar la ropa.
Pero tampoco podemos absolutizarlas,
porque la meta del seguimiento cristiano no es la renuncia, sino el
descubrimiento y el seguimiento de Jesús; no es la cruz, sino el Crucificado.
Cristiano es aquel que ha descubierto a
Cristo como el sentido de su vida, descubrimiento que se concreta en entrega
personal. Es aquel para quien Cristo es norma y camino, con todo lo que esto
tiene de configurante. Así se entendió
desde los orígenes, cuando el calificativo cristiano era injurioso y
subversivo, y no una etiqueta aséptica, válida para encubrir un producto
soporífero.
Ser cristiano no es tanto un fenómeno
cultural cuanto personal. Lo peculiar del cristianismo no es su ética, ni su
filosofía, ni siquiera su teología, sino su vinculación a un tal Jesús, llamado
Cristo, que, muerto, ha resucitado y vive (cf. Hch 25,19). Y si el cristianismo
quiere ser significativo hoy…, nada logrará repitiendo simplemente lo que otros
dicen, o remedando lo que otros hacen. Tal cristianismo, de papagayo, es
irrelevante.
Pero el seguimiento solo será auténtico
cuando hayamos clarificado quién es ese Jesús, que exige una entrega tan absorvente y radical.
En este
punto, quizá, nos encontramos al nivel de “lo
que dice la gente”, y Él quiere arrancarnos una respuesta personal. A Jesús
no se le puede conocer -ni seguir- solo por referencias de terceros, ni se le
puede seguir de lejos. Quizá lo prosaico de nuestra vida cristiana, la carencia
de profundidad de nuestros compromisos…, todo eso que, en momentos de
sinceridad, calificamos de inauténtico, se deba, en última instancia, a que no
hemos descubierto de verdad a ese Jesús al que religarnos, y por eso
encontramos tanta dificultad en desligarnos de tantas cosas que nos asfixian.
“¿Quién decís
que soy yo?” Planteada por Jesús en un momento crítico de su
vida, esta pregunta continúa como cuestión permanente e identificadora. Conocemos la primera respuesta, la de Pedro, pero
no basta; en todo caso esa respuesta no ha cerrado la pregunta, aunque suponga
una aportación fundamental.
¿Quién
decís que soy yo? es, en primer lugar, la
llamada a descubrir personalmente a Jesús y a descubrirnos personalmente ante
él. Y puesto que el conocimiento y reconocimiento de Cristo no es conquista
humana sino revelación del Padre (Mt 16,17), tal pregunta nos llevará,
necesariamente, al mundo de la oración. Y no es solo pregunta por la identidad
de Jesús sino por su significatividad para la vida. ¿Qué densidad, qué
contenido, qué tono aporta ese conocimiento? Pues no basta con saber quién es
Jesús, es preciso saber qué significa existencialmente (Lc 6,46; Mt 7,21). Es
la resonancia personal-contemplativa.
Pero la
pregunta contiene una resonancia ulterior: ¿Quién decís
que soy yo a los otros? Es la interpelación
testimonial-apostólica. A ese Jesús descubierto personalmente, hay que
descubrirlo públicamente. El Cristo conocido debe ser dado a conocer. Y eso
llevará, inevitablemente, al centro de la vida, para ser testigos de lo que hemos visto... (1 Jn 1,1), pues nadie enciende una lámpara y la pone en un lugar oculto o debajo
del celemín (Lc 11,33).
Ambas
resonancias deben ser escuchadas; pues, por un lado existe la tentación de contentarse
con imágenes edulcoradas de Cristo y, por otro, la inclinación a privatizar la
fe. Olvidando que la fe que no deja huella en la vida es pura evasión, y que el
anuncio de Jesús, sin vivencia y experiencia personal, no es evangelización,
sino mera propaganda.
¿Quién decís que soy yo? Una pregunta que no sólo define a Jesús sino a sus discípulos.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cuál
es mi conocimiento de Jesús?
.- ¿Cuál es
mi testimonio de Jesús?
.- ¿Cuáles
son las obras de mi fe?
DOMINGO
J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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