1ª Lectura: 1
Reyes 19,4-8
En aquellos días, Elías llegó a Berseba de
Judá y dejó allí a su criado. Continuó él por el desierto una jornada de
camino, y al final se sentó bajo una retama, y se deseó la muerte diciendo:
Basta ya, Señor, quítame la vida, pues yo no valgo más que mis padres. Se echó
debajo de una retama y se quedó dormido. De pronto un ángel lo tocó y le dijo:
Levántate y come. Miró Elías y vió a su cabecera un pan cocido en las brasas y
una jarra de agua. Comió, bebió y volvió a echarse. Pero el ángel del Señor le
tocó por segunda vez diciendo: Levántate, come, que el camino es superior a tus
fuerzas. Se levantó Elías, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento
caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios.
*** *** *** ***
La reina Jezabel, esposa de Ajab, rey de
Judá, ha planeado eliminar a Elías, y este decide ponerse a salvo. El
sentimiento de abandono y fracaso hunde al profeta, que se echa a morir en el desierto,
en donde el pueblo sufrió desesperanza, Moisés estuvo acosado y Agar se vió a
las puertas de la muerte. Pero allí recibe un alimento inesperado, como el
antiguo maná que alimentó al pueblo en su camino hacia la tierra prometida.
Elías está recorriendo ahora el camino a la inversa: de la tierra prometida al
lugar original de la promesa, el Horeb; pero en ese camino también está el
Señor. Los caminos de Dios solo pueden recorrerse con el alimento del Señor.
2ª Lectura:
Efesios 4,30-5,2
Hermanos:
No pongáis triste al Espíritu Santo. Dios
os ha marcado con él para el día de la liberación final. Desterrad de vosotros
la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos
comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed
imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó
y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor.
*** *** *** ***
Marcados por Dios con el Espíritu Santo,
hemos de evitar entristecerle con cualquier comportamiento o actitud que rompa
o deteriore la comunión fraterna. La comunidad eclesial está expuesta a
tensiones y rupturas. El cristiano es invitado a vivir en el amor de Cristo y a
recrearlo en la vida.
Evangelio: Juan
6,41-52
En aquel tiempo criticaban los judíos a
Jesús porque había dicho “Yo soy el pan bajado del cielo”, y decían: ¿No es
este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre?, ¿cómo dice
ahora que ha bajado del cielo?
Jesús tomó la palabra y les dijo: No
critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y
yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los profetas: “Serán todos
discípulos de Dios.”
Todo el que escucha lo que dice el Padre y
aprende, viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene
de Dios: ese ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y
murieron: este es el pan que ha bajado del cielo, para que el hombre coma de él
y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo:
el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne
para la vida del mundo.
*** *** *** ***
Continuamos en el discurso
eucarístico del cap. 6 de san Juan. El acceso a Jesús no se origina desde la
carne ni la sangre, sino desde el Padre, desde la fe. Él, Jesús, es el pan de
la vida que cura las hambres más profundas del hombre y fortalece sus
debilidades.
REFLEXIÓN PASTORAL
"Gustad
y ved qué bueno es el Señor...” (Sal
34,9). Es la gran experiencia cristiana - debe serlo -. La hizo Pedro ("¡Qué bueno es que estemos aquí!" Mt
17,4); Pablo ("Todo lo considero
pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo" Flp
3,8); Teresa de Jesús ("Quien a Dios tiene nada le falta...");
Francisco de Asís ("Dios mío y todas mis cosas").
El mundo, nuestro mundo, está cada vez más
saturado y más insatisfecho, porque las capacidades más hondas del hombre no se
colman con sucedáneos ni con productos efímeros, que llevan necesariamente la fecha de caducidad. ¡Y esa, desgraciadamente, es nuestra más
frecuente y principal dieta: productos perecederos que no sacian y, además,
estropean el gusto, el buen gusto.
"Gustad y ved qué bueno es el Señor"
no es una llamada sentimental ni al sentimentalismo; es una invitación a
adentrarse en el misterio de Cristo, en su conocimiento y seguimiento. Es una
gracia, pues "nadie puede venir a mí
si no lo atrae el Padre" (Jn 6,44); se requiere una sabiduría "escondida, misteriosa", que supera
las capacidades humanas de comprensión (cf. 1 Cor 2,7). Por eso muchos miran
sin ver, porque solo "tu luz nos
hace ver la luz" (Sal 36,10).
Y ¿desde dónde hacer esa experiencia de Dios?
La Sagrada Escritura nos muestra uno de esos espacios privilegiados: La
Eucaristía. Aquí se nos ofrece la posibilidad de gustar y ver qué bueno es el
Señor.
No fue la Eucaristía una ocurrencia de
última hora; fue algo muy madurado por Jesús. Nació de su corazón. El amor
tiene necesidad de dar: es, por definición, don. El que ama tiende a dar cosas,
incluso las que más aprecia, hasta, si es posible y necesario, darse. Pero,
además, el amor desea quedarse. La
ausencia es el gran tormento del amor.
En la hora de los "adiós" se
dejan cosas que suplan la presencia y llenen la ausencia: un regalo, una
foto... No importa lo que sea, pero siempre es algo en lo que se pone lo mejor de
uno mismo "para que te acuerdes de mí", decimos.
Pues bien, Jesús "sabiendo que había llegado su hora de pasar
de este mundo al Padre" (Jn 13,1), sintió deseos de quedarse con
nosotros dándose a sí mismo en comida y bebida. Y ¿por qué? "Habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1).
Siendo sapientísimo no supo inventar cosa
mejor; siendo todopoderoso, no pudo
hacer nada mejor ni hacerlo mejor; siendo riquísimo, no pudo hacernos
mejor don que el de sí mismo. Ahí está el misterio de la Eucaristía.
Por eso cada vez es más urgente un
discernimiento del uso que hacemos del Cuerpo y la Sangre del Señor. Comulgar
es interiorizar a Cristo en nuestra vida; es una adhesión cordial y práctica al
amor y al proyecto de Jesucristo. Por
eso antes de comulgar se proclama el Evangelio (para saber a quien nos unimos
sacramentalmente), y por eso recibimos a Cristo después de la proclamación del
Evangelio (para que con la fuerza de Jesús podamos cumplirlo). El concilio
Vaticano II sintetizó muy bien estos aspectos de la celebración eucarística,
donde los fieles nutren su espíritu "con el pan de la vida que ofrece la
mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo" (DV 21).
Comulgar con Cristo es “peligroso” y
“maravilloso”: supone asumir sus actitudes, su proyecto, sus opciones. No es una devoción piadosa.
Una pastoral poco discernida ha convertido
la comunión, ya desde la “primera”, en un acto devocional, intimista, carente
de proyección vital. La comunión sacramental eucarística hoy está demandando
discernimiento personal y pastoral (1 Cor 11,27-29).
No se trata de alejar a nadie,
estableciendo barreras de elitismo religioso. Para comulgar no hay que “saber”
mucho, sino “ser” y “sentirse” pobre; no estar saturado, sino tener hambre y
sed de justicia. La comunión sacramental con Cristo debe ser una comunión real
con su vida y con su proyecto.
Y como el profeta Elías (1ª lectura),
necesitamos ese alimento para recorrer el camino de la vida, y hacer frente a
los retos y dificultades que necesariamente habremos de encontrar. Pues Cristo
no nos prometió un camino fácil; nos prometió que no estaríamos solos en el
camino.
"Gustad y ved qué bueno es el
Señor" ¡Que el Señor nos conceda esta experiencia!
REFLEXIÓN
PERSONAL
.-
¿Cuáles son los nutrientes de mi vida cristiana?
.-
¿Con qué frecuencia me acerco a la mesa de la Eucaristía?
.-
¿Siento en mí y manifiesto en mí las marcas del Espíritu?
DOMINGO
J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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