1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles
9,26-31
En aquellos días, llegado Pablo a
Jerusalén, trataba de juntarse con los discípulos, porque no se fiaban de que
fuera realmente discípulo. Entonces Bernabé se lo presentó a los apóstoles.
Saulo les contó cómo había visto al Señor
en el camino, lo que le había dicho y cómo en Damasco había predicado públicamente
el nombre de Jesús. Saulo se quedó con ellos y se movía libremente en Jerusalén
predicando públicamente el nombre del Señor. Hablaba y discutía también con los
judíos de lengua griega, que se propusieron suprimirlo. Al enterarse los
hermanos, lo bajaron a Cesarea y le hicieron embarcarse para Tarso.
Entre tanto la Iglesia gozaba de paz en
toda Judea, Galilea y Samaría. Se iba construyendo y progresaba en la fidelidad
al Señor y se multiplicaba animada por el Espíritu Santo.
*** *** *** ***
Respecto de la fecha de esta visita de Pablo a Jerusalen existen
divergencias entre el testimonio del propio apóstol (Gal 1,15-19), y el que
ofrece el relato de Lucas. Según Pablo, la visita a Jerusalen tuvo lugar a los
tres años de su conversión. Sí coinciden ambos testimonios en afirmar que ni él
conocía a Pedro, ni él era conocido por los de Jerusalén. El relato de Hechos
ofrece más que una información histórica, una relectura teológica para
introducir a Pablo en la historia de la comunidad. Y otro tanto puede decirse
del “protagonismo” atribuido a Bernabé. El relato concluye con un breve sumario
en el que se manifiesta el proceso dinámico del crecimiento de la Iglesia,
animada por el Espíritu Santo.
2ª Lectura: 1 Juan 3,18-24
Hijos míos, no amemos de palabra ni de
boca, sino con obras y según verdad. En esto conocemos que somos de la verdad,
y tranquilizaremos nuestra conciencia ante Él, en caso de que nos condene
nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo.
Queridos, si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza en Dios; y
cuanto pidamos lo recibiremos de Él, porque guardamos sus mandamientos y
hacemos lo que le agrada. Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de
su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó.
*** *** *** ***
El amor verdadero a Dios y al prójimo
deshace todas las dudas; también las de la conciencia. El creyente ha de
procurar tener una conciencia limpia y clara, pero libre de escrúpulos, porque
más allá y por encima de todo debe saber que actúa la misericordia de Dios.
Evangelio: Juan 15,1-8
En aquel tiempo dijo Jesús a sus
discípulos: Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento
mío que no da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros estáis limpios por
las palabras que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros. Como el
sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco
vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el
que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mí no podéis
hacer nada. Al que no permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se
seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y
mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se realizará.
*** *** *** ***
La imagen de la viña hunde sus
raíces en el AT (cf. Is 5,1ss; Jer 2,21). Jesús la emplea en los evangelios
sinópticos como parábola del Reino (Mt 20,1-8; 21,28-31. 33-41). Aquí se
proclama a sí mismo la verdadera vid, cultivada por el Padre. Con esta imagen
no solo se autodefine Jesús como el Dador de la vida; define también al
discipulado cristiano como permanencia y vinculación personal con Él. Solamente
así será fecundo. Sin esa vinculación,
sin que la sabia de Jesús circule por el sarmiento, este se seca,
convirtiéndose en una realidad estéril. Desde la comunión con Cristo, están
abiertas las puertas de la vida.
REFLEXIÓN PASTORAL
El evangelio de este domingo ilumina una de las dimensiones más
importantes y urgentes del cristiano: su dinamismo, su creatividad, su
necesidad de dar frutos, de traducir en vida lo que teóricamente profesa.
Hoy la Iglesia siente la urgencia de estar
presente, de responder a los retos de los tiempos, de servir a las necesidades
de los hombres, de ser actual y de ser útil como instrumento de salvación. Y no
puede sustraerse a este compromiso que le fue encomendado por el Señor, y que
le viene recordado por los hombres, como exigencia de fidelidad a su específica
misión.
Pero no puede olvidar que todavía más
importante que estar ella presente, es que haga presente a Cristo. La presencia
de la Iglesia, su respuesta, no puede situarse a un nivel de táctica más o
menos razonable, ni puede diluirse en planteamientos equívocos. Su única
fuerza, su única razón, su única verdad, su única alternativa es Cristo; por
eso, la única palabra y el único servicio válido que la Iglesia puede prestar
al mundo, en general, y al hombre, en particular, es Cristo. Este debe ser su
fruto.
Y para ello, como nos recuerda el
evangelio, ha de estar profundamente vinculada a Cristo. Permanecer en Cristo,
sin desviaciones ni concesiones, desestimando ofertas más o menos tentadoras.
¿No podríamos analizar desde esta
afirmación de Jesús la esterilidad de no pocas situaciones en la Iglesia? ¿No
ha pretendido, en ocasiones, vincularse a otras fuerzas, a otras razones, a
otras vides, olvidando que solo
Jesús es la vid verdadera? La
Iglesia necesita de una constante interiorización para mantener una conciencia
clara de su singular vinculación con Cristo, única posibilidad y razón de su
existencia.
Quizá estas reflexiones nos cueste poco
admitirlas, por considerarlas dirigidas a los responsables de la Iglesia. Y
aquí está nuestra equivocación. Todos somos la Iglesia, y nadie está privado en
ella de responsabilidad, si bien no todos la ejerzamos a los mismos niveles de
servicio.
Para cada uno, va dirigido el mensaje de
este evangelio: la urgencia de dar fruto, de no privatizar nuestra fe, de no
enterrar el talento recibido…; y, sobre todo, la necesidad de vivir en Cristo,
en comunión profunda con Él, y no solo de palabra.
“Sin
mí no podéis hacer nada”. Nuestros proyectos se vendrán abajo si los
elaboramos al margen del Señor, porque “Si
el Señor no construye la casa…” (Sal 127,1)
La unión con Dios es el principio de la
omnipotencia del hombre. “Si permanecéis
en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se
realizará”. Inversamente, el progresivo alejamiento de Dios significará el
progresivo empobrecimiento del hombre, el hundimiento en sus propios enigmas y
contradicciones.
En la Eucaristía, en la que tenemos la
posibilidad de acceder al Cuerpo y a la Sangre del Señor, la vid verdadera, profundicemos nuestra
experiencia de Dios mediante una vinculación más estrecha y responsable con
Jesucristo. Pidámosle que nos ayude a superar, a vencer nuestra tibieza,
nuestra rutina, para ser sarmientos fecundos, y no ser nunca desgajados de la
única Vid y condenados a una
esterilidad permanente; porque existe ese riesgo: “Al que no permanece en mí, lo tiran fuera, y se seca”.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cómo es mi vinculación a
Cristo?
.- ¿Mi amor a Dios y al prójimo
es solo de palabra y de boca?
.- ¿Tengo vergüenza de dar
testimonio de Jesucristo?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN,
OFMCap.
No hay comentarios:
Publicar un comentario