1ª Lectura:
Isaías 22,19-23
Así dice el Señor a Sobna, mayordomo de
palacio: Te echaré de tu puesto, te destituiré de tu cargo. Aquel día llamaré a
mi siervo Eliacín, hijo de Elcías: le vestiré tu túnica, le ceñiré tu banda, le
daré tus poderes; será padre para los habitantes de Jerusalén, para el pueblo
de Judá. Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra
nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá. Lo hincaré como un clavo en
sitio firme, dará un trono glorioso a la casa paterna.
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A la pretensión prepotente de este
funcionario responde el profeta con la denuncia y el anuncio de su destitución.
A Sobna se le había subido el poder a la cabeza: ha pretendido “construirse” un
memorial (una tumba) para inmortalizar su figura (Is 22,15-16) y, además, ha
realizado una gestión política equivocada y sorda a las demandas del pueblo. Dios suscitará un nuevo servidor -Eliacín-, que parece tampoco caminó
con fidelidad ante el Señor (Is 22,24-25), favoreciendo descaradamente a sus
familiares. El poder es una llamada al servicio, no a satisfacer proyectos
personales egoístas o de partido.
2ª Lectura:
Romanos 11,33-36
¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y
de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables
sus caminos! ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién
le ha dado primero para que él le devuelva? El es el origen, guía y meta del
universo. A él la gloria por los siglos. Amén.
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Estos versículos son el final de la
reflexión que Pablo hace sobre la actual situación de Israel, cómo se ha
llegado a esta paradójica situación de que el pueblo elegido no hay reconocido
a Cristo (Rom 9-11). También para Israel hay espacio. Solo Dios en su sabiduría
y providencia conoce y maneja los hilos de la historia. Y Pablo se entrega
confiadamente a esa generosidad,
sabiduría y conocimiento de Dios. E invita a los cristiano a abrirse a ese
plan de Dios, y a no condenar a sus “hermanos” de alianza.
En aquel tiempo llegó Jesús a la región de
Cesarea de Felipe y preguntaba a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el
Hijo del Hombre?
Ellos contestaron: Unos que Juan Bautista,
otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.
El les preguntó: Y vosotros, ¿quién decís
que soy yo?
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: Tú eres
el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
Jesús le respondió: ¡Dichoso tu Simón, hijo
de Jonás! , porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi
Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré mi iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré
las llaves del Reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en
el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.
Y les mandó a los discípulos que no dijeran
a nadie que él era el Mesías.
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REFLEXIÓN
PASTORAL
El entusiasmo inicial en torno a Jesús
comienza a decrecer y a despuntar una cierta hostilidad protagonizada por los
dirigentes religiosos. ¡Jesús comienza a ser cuestionado! Y esto afecta
necesariamente a la confianza del grupo. Para serenar el horizonte, el Maestro
decide abrir un breve paréntesis en su actividad, retirándose con los Doce a la
región de Cesarea de Filipo. Y lo primero que hace es clarificar la situación:
¿cuál es el estado de la opinión pública? Los discípulos le informan, en
realidad solo de la parte favorable, ocultando los movimientos de rechazo
generados ya contra él (cf. Mt 9,34; 12,24).
Pero Jesús va más allá. Le interesa la
opinión de los suyos: “¿Vosotros, quién decís que soy yo?” (Mt 16,15). Y
Pedro se adelanta, proclamando: “El Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt
16,16).
Inspirado por el Padre, Pedro ha formulado
el núcleo de la fe de la Iglesia. Y Jesús convierte esa fe en la piedra angular
de la misma. “Sobre esta afirmación que tú has hecho: ´Tú eres el Mesías, el
Hijo de Dios vivo`, edificaré mi Iglesia” (San Agustín: Sermón 295).
Sí, el fundamento de la Iglesia no es
Pedro, sino la fe de Pedro -Jesucristo-; no hay otro fundamento, pues “nadie
pude poner otro fundamento que el ya puesto, Jesucristo” (1 Cor 3,11). Ese
ha sido el designio, su decisión más sublime (2ª lectura). La fe en Cristo es
la roca sobre la que se asienta la Iglesia, por eso hemos de estar muy atentos
a no fundamentarla en otras cosas. Una fe que se acoge, se proclama y, sobre
todo, se concreta en la vida. La Iglesia surge de la fe, y solo puede
mantenerse en la fe. “Si no creéis no subsistiréis” (Is 7,9).
La
Iglesia no salva -solo Dios es salvador-, sirve al proyecto salvador de Dios. A
ella se le han entregado “las llaves del Reino de los cielos” (Mt 16,1),
como a Eliacín le fue entregada la llave del palacio de David (1ª lectura). Y, partir de ahí, su
misión es hacer posible y hacer visible la realidad de ese Reino. La fuerza de
la Iglesia es la fe.
Conocemos la respuesta de Pedro (Mt
16,16), pero no basta; en todo caso, esa respuesta no ha cerrado la pregunta,
que tiene doble resonancia: personal-contemplativa y testimonial-apostólica.
Es llamada a descubrirlo personalmente, y a
descubrirnos personalmente ante él. No
es la invitación a crear un Jesús a la medida de nuestros deseos, sino a
descubrirlo allí donde él ha querido dejar los signos de su presencia (Mt
25,31ss; 1 Cor 11,23-25...). Y puesto que ese conocimiento y reconocimiento no
es conquista humana sino revelación del Padre (Mt 16,17), tal pregunta nos
llevará, necesariamente, al mundo de la oración.
Pero hay algo más. No es solo la pregunta
por la identidad de Jesús sino por su entidad significativa para
la vida. ¿Qué densidad, qué contenido, qué tono aporta ese conocimiento? Pues
no basta con saber quién es Jesús, es preciso saber qué significa
existencialmente (Lc 6,46; Mt 7,21). Es la primera resonancia, la personal-contemplativa.
Pero la pregunta contiene una resonancia
ulterior: ¿Quién decís que soy yo a los otros? Porque a ese Jesús
descubierto personalmente, hay que descubrirlo públicamente. El Cristo conocido
debe ser dado a conocer. Y eso llevará, inevitablemente, al centro de la vida,
para ser testigos de lo que hemos visto... (I Jn 1,1), pues no se
enciende una luz para ponerla bajo de un celemín (Lc 11,33). Es la
interpelación testimonial-apostólica.
Ambas
resonancias deben ser escuchadas; pues, por un lado existe la tentación de
contentarse con imágenes edulcoradas de Cristo y, por otro, la inclinación a
privatizar la fe. La fe que no deja huella en la vida es pura evasión, y el
anuncio de Jesús, sin vivencia personal, no es evangelización, sino mera
propaganda. ¿Quién decís que soy yo?
Una pregunta que no solo define a Jesús, sino a sus discípulos.
REFLEXIÓN
PERSONAL
.- ¿Cómo es mi
testimonio de Cristo? ¿Teórico o vivencial?
.- ¿Quién es
Jesucristo para mí?
.- ¿Con qué
pasión lo busco?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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