1ª Lectura: Isaías 52,7-10
¡Qué hermosos son
sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena
nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: “Tu Dios es Rey”!
Escucha: tus vigías
gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión.
Romped a cantar, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo,
rescata a Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las
naciones, y verán los confines de la tierra y la victoria de nuestro Dios.
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Este poema, que
evoca a Is 40,9-10, cierra una sección importante del libro y prepara a Is
62,6-7. Más allá de los problemas textuales, en el marco de la Navidad este
texto halla su plenitud en el gran Mensajero de la Paz y constructor del Reino
de Dios, Jesús. El nacimiento del Señor marca el punto de inflexión, a partir
del cual renace la esperanza y la alegría.
2ª Lectura: Hebreos 1,1-6
En distintas
ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los
Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha
nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades
del mundo. El es el reflejo de su gloria, impronta de su ser. El sostiene el
universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los
pecados, está sentado a la derecha de Su Majestad en las alturas; tanto más
encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado.
Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: “Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado”? O ¿”Yo
seré para él un padre y él será para mí un hijo”? Y en otro pasaje, al
introducir en el mundo al primogénito, dice: “Adórenlo todos los ángeles de
Dios”.
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Nos hallamos ante
uno de los textos más densos del NT. En Jesús, Dios deja de pronunciar palabras
para pronunciarse él. Jesucristo es el autopronunciamiento personal de Dios. En
él desaparece toda fragmentariedad y provisionalidad. El ha realizado el
designio original de Dios. La Navidad no debe diluirse en un sentimentalismo
fácil, sino abrirnos a una contemplación y escucha profundas del Niño que nace
en Belén La Navidad inagura los tiempos definitivos.
Evangelio: Juan 1,1-18
En el principio ya
existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La
Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo
todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había
vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la
tiniebla no la recibió… La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo
hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella,
y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a
cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su
nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano,
sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos
contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia
y de verdad….
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En los evangelios
hay dos presentaciones del misterio navideño: uno “narrativo”: el de los
sinópticos (Mt y Lc), y otro “kerigmático”: el de Juan. El prólogo del IV
evangelio, texto elegido para la liturgia de esta solemnidad, rebosa densidad
teológica. Presenta la identidad y misión profundas de Jesús -la Palabra
personal de Dios, llena de luz y de vida…-; denuncia el peligro de no reconocer
su venida en la debilidad de la carne, y anuncia la enorme suerte de los que
reconocen y acogen esa “navidad” de Dios. Porque la “navidad” de Dios no será
completa hasta que cada uno no nos incorporemos a ella o la incorporemos a
nosotros.
REFLEXIÓN PASTORAL
La Navidad se ha
convertido en una de las fechas mágicas y tópicas por excelencia. Son muchos
los elementos que se funden en ella -y que la confunden-. No se trata de
polemizar contra esos aspectos periféricos y distorsionadores, sino de
reivindicar su “corazón” y su “razón” originales.
La Navidad nos
habla, en primer lugar, de Dios; todo es iniciativa suya. Un Dios que decide
encarnarse -humanizarse-, convivir, dialogar, servir y salvar al hombre. Un
Dios que quiere hacernos familia suya -hijos- (1 Jn 3,1). ¡Este es el “corazón”
de la Navidad y su “razón” original!
La Navidad es una
llamada a la interioridad, y hay que entrar en ella. No puede ser algo que “se
viene y se va” en una alegría intrascendente e inmotivada. La Navidad ha de
dejar una huella permanente, indeleble e inolvidable, como la dejó en Dios, a
quien marcó profundamente y para
siempre.
La Navidad nos
ofrece la oportunidad de restregarnos los ojos para descubrir al Jesús de
verdad; y la verdad de Jesús. La fiesta del nacimiento del Hijo de Dios debe
ser también la de su descubrimiento. De lo contrario será una ocasión perdida.
Todo se diluirá en luces que no alumbran, en voces que no dan respuestas; en
consumos que nos consumen.
La Navidad es una
posibilidad y una responsabilidad. La posibilidad de compartir con Dios su
“cena” de Navidad. Y la responsabilidad, o irresponsabilidad, de no oír su
llamada y “cenar” sin él, una cena más y sin más, porque “vino a los suyos y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11; Apo 3,20).
Sin renunciar a la
interpretación festiva, hay que oponerse al secuestro y tergiversación de estos
misterios, protagonizados por un consumismo y una publicidad insolidarios con
las necesidades de tantos hombres -hermanos-, para quienes careciendo en esos
días de lo necesario, tales mensajes resultan una provocación.
Afinemos la
sensibilidad, porque sería un despiste enorme celebrar la Navidad sin conocer
de verdad al Señor.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cómo celebro la Navidad?
.- ¿Qué gusto deja en mi vida?
.- ¿Celebro en ella mi filiación
divina y fraternidad interhumana?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
Muchas gracias por todo.
ResponderEliminarCon mi gratitud y cariño, os deseo una feliz y santa Navidad.