1ª Lectura: Daniel 7,13-14.
Yo vi, en una visión nocturna, venir una
especie de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el Anciano venerable
y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino. Y todos los
pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es eterno, no cesará. Su
reino no acabará.
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En el marco de una visión nocturna, caracterizada por la presencia de cuatro fieras, representantes de los cuatro imperios entonces conocidos, que sembraron de terror la tierra, Daniel contempla la aparición de este personaje misterioso, a quien un Anciano radiante de luz, símbolo de Dios, le entrega el dominio de la creación y un reinado eterno sobre la misma. Descodificar la identidad de ese personaje es una cuestión abierta, que oscila entre una interpretación colectiva -el pueblo de Dios (v 27)- o individual. Posteriormente la tradición judía lo identificará con el Mesías davídico. Jesús evocará también esta imagen (Mc 13,26 par; Mt 25,31) como expresión de su propia esperanza, y se convertirá en imagen privilegiada de su manifestación en gloria (Mc 14,62 par; Hch 7,55-56)
2ª Lectura: Apocalipsis 1,5-8.
A Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. A aquel que nos amó, nos ha liberado de nuestros, a pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre, a Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. ¡Mirad! Él viene en las nubes. Todo ojo lo verá, también los que le atravesaron. Todos los pueblos de la tierra se lamentarán por su causa. Sí. Amén. Dice Dios: Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso.
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El libro del Apocalipsis -revelación de Jesucristo- se abre con una solemne y densa doxología a Jesucristo con tres atributos principales inspirados en el salmo 89 -Testigo fiel, Primogénito de entre los muertos y Príncipe de los reyes de la tierra- y evocado también como el que nos ha liberado de nuestros pecados y convertidos en un pueblo sacerdotal. Muerto y resucitado aparecerá glorioso y su venida interpelará a la historia.
En
aquel tiempo, preguntó Pilato a Jesús: ¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús le
contestó: ¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?
Pilato
replicó: ¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado
a mí: ¿Qué has hecho?
Jesús le contestó: Mi reino no es de este
mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no
cayera en manos de los judío. Pero mi reino no es de este mundo. Pilato le
dijo: Conque, ¿tú eres rey?
Jesús le contestó: Tú lo dices: Soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.
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El
interrogatorio ante Pilato es una nueva revelación por parte de Cristo,
clarificando su identidad -es Rey-, su
misión -ser testigo de la verdad- y la naturaleza de su reinado -no se rige por
los parámetros de los reinos de este mundo-. Se trata de un proyecto
alternativo, el reino de Dios, que tiene identidad propia, y que Dios revela a
los sencillos y a los buscadores de la verdad. Un Reino que hay que orar
diariamente y que diariamente hay que
esforzarse en construir con la ayuda de
Dios, verdadero protagonista, “pues si el Señor no construye la casa, en vano
se cansan los albañiles” (Sal 127,1).
La fiesta de Cristo Rey da culmen al año
litúrgico. En unos tiempos en que la Iglesia reivindica la imagen de un Jesús
humilde y servidor de los pobres, y ella misma reivindica para sí ese rostro,
esta fiesta puede sonar a imperialismo triunfalista o a temporalismo
trasnochado. Es el riesgo del lenguaje; por eso hay que ir más allá, superando
las resonancias espontáneas e inmediatas de ciertas expresiones, para captar la
originalidad de cada caso.
La afirmación del señorío de Cristo se
encuentra abundantemente testimoniada en el NT.: Él es Rey (Jn 18,37); es el
primogénito de la creación: todo fue creado por él y para él (Col 1,15-16); es
digno de recibir el honor, el poder y la gloria (Ap 5,12); “el príncipe de los reyes de la tierra
(Ap 1,5)...
Pero no es este el único tipo de
afirmaciones; existen otras, también de Cristo Rey: “Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy;
pues si yo os he lavado los pies… (Jn 13,13), porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su
vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45), reconciliando consigo todos los
seres, haciendo la paz por la sangre de su cruz (Col 1,20).
Hablar de Cristo Rey exige ahondar en el
designio salvador de Dios, abandonando esquemas que no sirven. El que nace en
un establo y es acunado en un pesebre, al margen de la oficialidad política,
social y religiosa; el que trabaja con sus manos; el que recorre a pie los
caminos infectados por la miseria y el dolor; el que no tiene dónde reclinar la
cabeza; el que no sabe si va a comer mañana; el que acaba proscrito en una
cruz…, ese tiene poco que ver con los reyes al uso, los de ayer y los de hoy.
Sí, Cristo es rey. El habló ciertamente de
un reino; más aún este fue el tema central de su vida, y vivió consagrado a la
instauración de ese Reino; pero nunca aceptó que le nombraran rey (Jn 6,15).
Sólo en la Cruz…
Celebrar la fiesta de Cristo Rey supone
para nosotros una oración intensa y responsable para que “Venga a nosotros tu
Reino”; habilitando el corazón para que eche ahí sus raíces. Pues a Cristo no
hay ponerle muy alto sino muy dentro. El reino de Dios empieza en la intimidad
del hombre, donde brotan los deseos, las inquietudes y los proyectos; donde se
alimentan los afectos y los odios, la generosidad y la cobardía… Y desde un
corazón así, pedirle como el buen ladrón desde la cruz: “Señor, acuérdate de mí
(de nosotros) cuando llegues a tu Reino” (Lc 23,42).
Un reino por el que hemos de trabajar
ahora. Un reino con unas características bien definidas. Como se dice en el
prefacio de la misa de esta fiesta, el reino de Cristo es el reino de la verdad
y la vida, de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, del amor y la
paz.
O sea, la lucha contra todo tipo de
mentira (personal o institucional), contra todo atentado a la vida (antes y
después del nacimiento), contra todo tipo de pecado (individual o estructural),
contra cualquier injusticia, contra la manipulación de la paz y contra la
locura suicida y fratricida del odio. ¡No es de este mundo…, pero es para este
mundo!
Un reino que necesita militantes que sitúen a Cristo en el vértice y la base de la existencia; abriéndole de par en par las puertas de la vida, porque él no viene a hipotecarla sino a darla posibilidades. “Abrid las puertas a Cristo. Abridle todos los espacios de la vida. No tengáis miedo. El no viene a incautarse de nada, sino a dar posibilidades a la existencia, viene a llenar del sentido de Dios, de la esperanza que no defrauda, del amor que vivifica” (Juan Pablo II)
REFLEXIÓN
PERSONAL
.-
¿Qué resonancias trae a mi vida la fiesta de Cristo Rey?
.-
¿Trabajo porque venga a nosotros su Reino?
.- ¿Abro a Cristo las puertas de mi vida?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.