martes, 16 de abril de 2024

DOMINGO IV DE PASCUA -B-

1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 4,8-12. 

    En aquellos días, Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo: Jefes del pueblo y senadores, escuchadme: porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre. Pues quede bien claro, a vosotros y a todo Israel, que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante vosotros. Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar y, bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos.

                                             ***             ***             ***

    Es, de nuevo, Pedro el portavoz del grupo apostólico, en esta ocasión ante el Sanedrín. La ocasión es la inquisición que emprenden las autoridades religiosas por la curación del tullido (Hch 3,1-10). Con audacia da testimonio de la singularidad de Jesús: Él es el causante de esa curación; es la piedra angular del proyecto de Dios; es el único Nombre a invocar como salvador. Y no oculta que esa “piedra” de Dios fue rechazada precisamente por ellos, los constructores.

 2ª Lectura: 1 Juan 3,1-2.

    Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a Él. Queridos: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes e Él, porque lo veremos tal cual es.

                                               ***             ***             ***

    El amor de Dios, gratuito, nos ha constituido en sus hijos. Es la verdad más consoladora. Una filiación real, pero aún germinal: Llegará el momento de su floración y granazón definitiva, en la que veremos y sentiremos a Dios sin “mediaciones”. Esa condición de hijos debe llevarnos a vivir como hijos. Esa filiación es nuestra aristocracia, que no es elitista sino profundamente fraterna, ya que esa filiación es gratuitamente ofrecida por Dios a todo ser humano.

Evangelio: Juan 10,11-18.

    En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas.

    Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas

    Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor.

    Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para quitarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he recibido del Padre.

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    Con la imagen del buen Pastor, Jesús desvela uno de sus rostros más entrañables. Como buen Pastor da vida a las ovejas, da su vida por las ovejas, las conoce a cada una por su nombre… Y no es un Pastor de horizontes recortados. Quiere ser Pastor de todas las ovejas. Con la adopción de este título, Jesús plantea una reivindicación mesiánica, y se identifica con la figura profética de Dios como Pastor (Ez 34,11-31), al tiempo que denuncia a los falsos pastores.

 REFLEXIÓN PASTORAL

     Los textos bíblicos de este domingo nos recuerdan afirmaciones impresionantes y consoladoras a un tiempo.

     San Juan, en su carta, nos abre a la inimaginable sorpresa de la fuerza del amor de Dios que nos hace sus hijos -“pues, ¡lo somos!”-. Y eso solo es un anticipo, una primicia. La filiación divina nos abre a horizontes insospechados. ¿Es posible vivir crepuscularmente cuando la aurora de Dios nos invita a un amanecer esperanzador?

     Pedro, por su parte, nos habla de Jesús como la piedra angular, clave y quicio de toda posible edificación… Piedra que fue rechazada, y que aún hoy es rechazada. Y no solo por los de afuera, porque, ¿es Jesús la piedra angular, la primera piedra del edificio de nuestra vida personal, familiar o social? ¿O estamos construyendo sobre otros fundamentos? ¿Sobre qué construimos? ¿Nuestro edificio no se está resquebrajando y agrietando por falta de fundamentación?

     Si el Señor no construye la casa…” (Sal 127,1). “Mire casa cuál cómo construye. Pues nadie puede poner otro cimiento  fuera del ya puesto, que es Jesucristo… Y si uno construye sobre el cimiento con oro, plata…, madera, hierba o paja, la obra de cada cual quedará patente. Y el fuego comprobará la calidad de la obra de cada cual. Si la obra que uno ha construido resiste, recibirá el salario” (1 Cor 3, 10b -14). 

     Y continúa san Pedro en su discurso: “No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos”.

   ¿Creemos que sólo Jesús puede salvarnos? ¿O tenemos otras alternativas? ¿Le concedemos a Él toda la credibilidad? ¿O se la concedemos a otros y a otras siglas? Hoy abundan ofertas de salvación a corto plazo y a bajo precio, evangelios intranscendentes, que pretenden suplantar y desplazar al de Jesús, incluso sirviéndose materialmente de sus mismas palabras.

     Ante la precariedad en que vivimos puede que renunciemos a plantearnos las cuestiones de fondo. Es el mayor fraude: entretener al hombre con lo inmediato para que no se ocupe de lo importante; obsesionarle con el bienestar para que deje de buscar la Verdad. No hay mejor modo de reducir al hombre que reducir sus horizontes…

     Jesús vino a ampliar el horizonte de nuestra visión y de nuestra misión, a sacarnos de nuestras casillas, reducidas y miopes, para descubrirnos que somos hijos de Dios con un futuro insospechado. Algo que el mundo no conoce, porque tampoco lo conoce a Él. Y, sin embargo, sólo Él es la alternativa: la piedra fundamental, el único que puede salvar, el buen Pastor.

     En una sociedad de mercenarios y asalariados, Jesús es el buen Pastor y el modelo de los pastores. Y esto tenemos que decirlo, aunque muchos no lo crean, pero sobre todo, tenemos que creerlo, aunque muchos no lo digan.

    Hoy la Iglesia celebra la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones Y, ante planteamientos como este, existe el peligro de reducirlo todo a unas  cuantas peticiones estereotipadas e incomprometidas.  Hay que orar, porque así lo mandó el Señor –“Orad al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies” (Mt 9,38)-, pero con una oración responsable, que parta de la conciencia y de la vivencia de la propia vocación cristiana, que es de donde surgen y para quien surgen las vocaciones específicas a la Vida consagrada y al ministerio sacerdotal. Estas son el termómetro, el indicador de la vitalidad religiosa de una comunidad. Por eso, la carencia de vocaciones en la Iglesia no es una fatalidad, que traen los tiempos, sino una falta de responsabilidad cristiana.

     Hay que orar desde la apertura -“¿Qué debo hacer, Señor?” (Hch 22,10)-; desde la pasión -“Señor, enséñame tus camino” (Sal 25,4)-; desde la disponibilidad -“Aquí estoy, mándame” (Is 6,8)-.

     Hemos de orar, en primer lugar, por nuestra vocación cristiana, para agradecerla, celebrarla y testimoniarla; y hemos de orar para que no nos falte la sensibilidad necesaria para acoger en nuestra vida y en nuestra familia la llamada del Señor a dejarlo todo por Él, por su causa, que es, también, la del hombre.

REFLEXIÓN PERSONAL 

.- ¿Es Jesús la piedra angular de mi vida?

.- ¿Siento el gozo y la gratitud de la filiación divina?

.- ¿Oro por la vocaciones y oro por mi vocación cristiana?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

viernes, 12 de abril de 2024

DOMINGO III DE PASCUA -B-

1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 3,13-15. 17-19.

     En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: Israelitas, ¿de qué os admiráis? ¿por  qué nos miráis como si hubiésemos hecho andar a este por nuestro propio poder o virtud? El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis a Pilato, cuando había decidido soltarlo. Rechazasteis al santo, al justo y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos. Sin embargo, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras autoridades lo mismo; pero Dios cumplió de esta manera lo que había dicho por los profetas: que su Mesías tenía que padecer. Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados. 

                                      ***             ***             ***

    En el discurso al pueblo, tras la curación del tullido, Pedro no oculta la verdad pero  no la utiliza como arma arrojadiza. Tampoco se apropia la curación: ha sido el Señor el protagonista. Descubre la responsabilidad del pueblo y de sus dirigentes en la muerte de Jesús, pero la explica achacándola a la “ignorancia”, y no a la maldad. “No saben lo que hacen”. Dios escribe también así la historia. Es importante subrayar los títulos reservados a Jesús: el siervo, el santo, el justo, el autor de la vida, Mesías, ecos de las formulaciones cristológicas más antiguas. Como mensaje: lo que importa es el futuro: descubrir a Jesús y convertirse a él. Más que revolver en el pasado descubriendo “culpables”, lo importante es evangelizar para salvar al hombre.

 2ª Lectura: 1 Juan 2,1-5a.

    Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si uno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por lo del mundo entero. En esto sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: “Yo lo conozco” y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él.

                                      ***             ***             ***

    Cristo es el salvador: entregó su vida para redimirnos del pecado. Es nuestro abogado ante el Padre. Ese reconocimiento debe darnos esperanza y ha de traducirse en el cumplimiento de su voluntad, de sus mandamientos. La fe ha de traducirse en obras para no ser “mentirosa”.

Evangelio: Lucas 24,35-48.

   En aquel tiempo contaban los discípulos lo que les había acontecido en el camino y cómo reconocieron a Jesús en el partir el pan. Mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de sus discípulos y les dijo: Paz a vosotros.

    Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. El les dijo: ¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos como veis que yo tengo.

    Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: ¿Tenéis algo de comer?

     Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí, tenía que cumplirse.

     Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

                                    ***             ***             ***

 

    Tras el encuentro con los de Emaús, Jesús se aparece a todos los apóstoles. Ante la sorpresa de estos, Jesús les invita a “verificarlo”. La insistencia en invitarlos a ver y tocar su cuerpo marcado por los signos de la crucifixión obedece a la turbación inicial que les produjo su presencia, y al interés en mostrar que la resurrección no es una especulación. No se trata solo del espíritu de Jesús, se trata de Jesús, en su integralidad personal. Para los destinatarios del evangelio de Lucas, de mentalidad griega y, por tanto, reacios a admitir la resurrección del cuerpo, la insistencia en la pruebas de tipo físico son importantes. A Cristo resucitado hay que “verificarlo”, ¿cómo?, ¿dónde? En las manos y en los pies de lo que Él ha elegido como sus “representantes” (Mt 25, 31-46). 

 REFLEXIÓN PASTORAL

    Continúa la liturgia ofreciéndonos testimonios y consecuencias de la resurrección del Señor, del triunfo de Jesús sobre la muerte. Porque Cristo no solo supo morir (eso pertenece al campo de las posibilidades humanas), sino que venció a la muerte y la iluminó. Y esto parece que nos cuesta creerlo, y les costó creerlo ya a los primeros discípulos.

    Tal vez porque lo sabía, quiso dedicar cuarenta días a explicar a los suyos ese camino de gozo por el que tanto les costaba entrar. No podía resignarse Jesús a la idea de que los hombres, tras su muerte, lo jubilasen y encerrasen en el cielo. No bastaba, pues, con resucitar. Había que meter la resurrección por los oídos, los ojos y el tacto de los suyos. Y habría que hacerlo con la paciencia del Maestro que repite una y otra vez la lección a un grupo de alumnos testarudos.

    ¡Cuánto le cuesta al hombre aprender que puede ser feliz! ¡Qué tercamente se aferra a sus tristezas! ¡Qué difícil le resulta aprender que su Dios es infinitamente mejor de lo que se imagina!

    Eso fueron aquellos cuarenta días que siguieron a la resurrección: una lucha de Cristo con la terquedad y ceguera humanas de los discípulos, ayudándoles a comprender el trasfondo de todo lo que en los tres años anteriores habían vivido a su lado.

    ¿Cómo es posible que los herederos del gozo de la resurrección no lo llevemos en nuestros rostros y brille en nuestros ojos? ¿Cómo es que cuando celebramos la Eucaristía, la prueba de que el Señor vive, no salen de nuestros templos oleadas de alegría? ¿Cómo puede haber cristianos que se aburren de serlo? ¿Cómo entender que miren con angustia a su mundo, persuadidos de que es imposible que las cosas terminen bien?

     ¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón?” No es solo una recriminación a la incredulidad de los discípulos, sino una invitación al análisis. Dudar no es malo; el que no piensa no duda, y el que no duda no piensa, pero hay que salir de dudas.

¿De dónde provenían las dudas de los discípulos? De no haber comprendido el misterio de la cruz, ni antes ni después. Por eso, para deshacer sus dudas, Jesús les invita a verificar su identidad de Crucificado, pues la resurrección no desfigura ni falsea la realidad. No oculta la Cruz.

     ¿Por qué surgen dudas en nuestro corazón? Quizá porque no hemos salido de él, de nuestro encasillamiento egoísta.

    A Francisco de Asís se le desvanecieron las dudas al abrazar al leproso… Quien toca o abraza la cruz de Cristo encarnada en los hombres; quien hace la experiencia de amar a Dios como Dios manda, o mejor, como Dios ama, supera todas las dudas de fe. Porque creer es amar, ya que Dios es Amor. Hay que salir de dudas; para eso hay que salir de uno mismo y abrirse a los demás con un abrazo fraterno, como Francisco de Asís.

 REFLEXIÓN PERSONAL

 .- ¿Surgen dudas en mi interior? ¿por qué?, ¿de qué tipo?

.- ¿De verdad integro el mensaje de la resurrección en mi vida?

.- ¿Soy más dado a culpabilizar, a acusar, que a excusar?

 DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

jueves, 4 de abril de 2024

DOMINGO II DE PASCUA -B-

1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 4,32-35.

    En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor. Todos eran muy bien vistos. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno.

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    Nos hallamos ante el segundo “sumario” en que se describe la vida de la comunidad. Es más un ideal de comunidad que una radiografía real de la comunidad (lo mostrará el relato de Ananías y Safira: Hch 5,1-11 o el descuido de las viudas de los cristianos helenistas: Hch 6,1)). Se insiste en la comunidad de pensamiento y de bienes. Y se destaca la centralidad y la comunión en torno a los apóstoles, que gestionaban no solo la evangelización sino la asistencia a los necesitados. El mismo libro mostrará con la institución de los Siete (Hch 6,1-6), cómo esta tarea fue delegada en otros miembros de la comunidad. Fe y vida deben ir coordinados.

 2ª Lectura: 1 Juan 5,1-6.

   Queridos hermanos:

    Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios; y todo el que ama a Aquel que da el ser, ama también al que ha nacido de Él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Y esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe; porque ¿quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Este es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No solo con agua, sino con agua y con sangre: y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.

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     La fe en Cristo es la victoria del cristiano; quien cree en Él ha nacido de Dios, y desde Dios ama a todo el que ha nacido de Dios, a todo hombre. El amor de Dios se autentifica en el amor al prójimo, pero, también, el amor al prójimo se origina y fundamenta en el amor a y de Dios. No hay dos amores distintos, sino dos visibilizaciones del único amor. Así lo vivió y enseñó Jesús.

 Evangelio: Juan 20,19-31.

    Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros.

    Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.

    Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.  Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

     Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.

     A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: Paz a vosotros.

    Luego dijo a Tomás: Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métala en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!

    Jesús le dijo: ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.

    Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de sus discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.

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    El texto contempla dos escenas: una, común con los evangelios sinópticos (la aparición a los discípulos), y otra, específica del IV Evangelio (el relato de Tomás).

    La paz del resucitado es la gran aportación de Jesús a la historia del hombre: “El es nuestra PAZ” (Ef 2,14). Una paz que se hace misión y se encarna en el perdón. La paz del Señor no es pactista: reestructura por dentro, redime y libera del origen de la violencia: el pecado. Por eso se asienta en el perdón de Dios, y se prolonga en el perdón fraterno.

    La escena de Tomás muestra la dificultad de creer en la resurrección si no se ha dado “un” encuentro con el Señor. Las últimas palabras de Jesús a Tomás desvelan el contenido profundo de la fe: sin “visión” no hay fe, pero sin fe es imposible la “visión”. La fe no es ciega, es clarividente, trasciende las apariencias y descubre en las huellas del Crucificado (y de todo crucificado) la verdad del Resucitado. El Resucitado sigue marcado para siempre con las huellas de su amor al hombre.  

 REFLEXIÓN PASTORAL

    La resurrección de Jesús no fue una invención de los discípulos;  fueron ellos los primeros y los más sorprendidos.

    A los dos días de la crucifixión habían empezado a resignarse ante lo irremediable: dar por perdido a Jesús y a su causa. Pero Jesús no podía resignarse a esa idea y quiere meterles por los ojos y por las manos su resurrección, con la paciencia del maestro que repite la lección una y otra vez con distintos recursos.

    Las apariciones de Jesús no son un jugar al escondite; son las últimas lecciones del Maestro antes de  que los discípulos se abran al mundo con la insospechada novedad del Evangelio. Eso fueron los días que siguieron a la resurrección: una pugna de la luz contra el temor que cegaba los ojos de los discípulos. Y es el contexto del relato evangélico de este domingo: miedo, retraimiento, desorientación, puertas cerradas...

      La resurrección del Señor no es, y no fue, una creencia fácil. Por eso Jesús se hace presente. Su aparición no es solo para “consolar” sino para “consolidar” la misión que el Padre le encomendó, y que Él ahora confía a su Iglesia. Pero faltaba Tomás.

      No somos comprensivos con este apóstol. Lo consideramos incrédulo  cuando, en realidad, todos los discípulos habían mostrado el mismo escepticismo. Tomás es como el hombre moderno que no cree más que lo que toca; un hombre que vive sin ilusiones; un pesimista audaz que quiere enfrentarse con el mal, pero no se atreve a creer en el bien. A Tomás no le bastaban las referencias de terceros, buscaba la experiencia, el encuentro personal con Cristo. Y Cristo accedió.

    Y de aquel pobre Tomás surgió el acto de fe más hermoso que conocemos: “Señor mío y Dios mío”. Y arrancó de Jesús la última bienaventuranza del Evangelio: “Bienaventurados los que crean sin haber visto”.  Que no quiere decir dichosos los que crean sin conocerme, sino dichosos los que sepan reconocer mi presencia en la Palabra hecha evangelio; hecha alimento y perdón en los sacramentos; hecha comunión fraterna, hecha sufrimiento humano. Pues desde la fe y el amor podemos contemplarle en las manos y los pies, la carne y los huesos de aquellos que hoy son la prolongación de su pasión y muerte. Y es que el resucitado es el crucificado, y a Cristo resucitado solo se accede por la comprobación de la Cruz. Las llagas de Cristo, contraídas por nuestro amor, nos ayudan a entender quién es Dios y que solo un Dios que nos ama hasta cargar con nuestras heridas y nuestro dolor, herido y dolorido Él también, es digno de fe y de credibilidad.

    Este segundo domingo de Pascua, desde que así lo denominara Juan Pablo II, es conocido como “domingo de la misericordia”.

    La misericordia de Dios es el crisol donde confluyen, se funden y  se fundan todos los matices del amor divino: el de padre (Is 63,16), el de esposo (Os 2,3ss) y el de madre (Is 49,14-15).

     Misericordia constituyente, porque hace ser; reconstituyente, porque perdona; estimulante, porque abre a un futuro de esperanza. Misericordia que pertenece a la esencia íntima de Dios, superando cualquier otra dimensión en él (Os 11,8-9). Y es, además, la revelación más nítida de su omnipotencia (Sab 11,23), que no discrimina sino que abarca a toda la creación, ya que “el hombre se compadece de su prójimo, el Señor de todo ser viviente” (Eclo 18,13).

     La misericordia es el corazón y el rostro de Dios: su nombre es “el Misericordioso” (Eclo 50,19), o como dice san Pablo: “Padre de las misericordias” (2 Cor 1,3).Y también es su voluntad: “Quiero misericordia y no sacrificio” (Os 6,6). Una dimensión que debe ser contemplada y creída, pero, sobre todo, debe ser recreada: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Con una misericordia operativa, que vaya más allá del mero sentimiento (Mt 25,31 ss), y ejercida con alegría (Rom 12,8)-. Una misericordia introducida por Jesús en el catálogo de las bienaventuranzas (Mt 5,7), y que será nuestro mejor aval ante Dios, pues “el juicio será sin misericordia para quien no practicó la misericordia…” (Sant 2,13)-.

     La misericordia oxigena la vida, aporta salud a los pulmones del alma y permite respirar los aires del Espíritu. Es la misericordia que tuvo Jesús con Tomás, abriéndole el corazón, y la que hemos de intentar tener nostros, abriendo también el nuestro. Y en última instancia, no solo que nosotros “metamos” nuestra mano en sus heridas y en su corazón sino que también él meta la suya en las nuestras.

 REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Con qué valor doy yo testimonio de Cristo resucitado?

.- ¿He experimentado en mi vida, de verdad, la paz del perdón de Dios?

.- ¿He sembrado en la vida la paz a través del perdón y la misericordia?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

 

viernes, 29 de marzo de 2024

DOMINGO DE RESURRECCIÓN -B-

1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 10,34a. 37-43. 

    En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: Hermanos, vosotros conocéis lo que pasó en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa comenzó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos. El testimonio de los profetas es unánime: que los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados. 

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    El texto seleccionado forma parte del discurso de Pedro en casa del centurión Cornelio. En él hace una apretada síntesis de la historia de Jesús, desde el bautismo hasta su muerte y resurrección. Subraya su paso bienhechor por el mundo, “porque Dios estaba con él”. Destaca su glorificación/resurrección por Dios y la aparición a los discípulos, convertidos en anunciadores de que Jesús, por su resurrección, es el Señor de vivos y muertos, fuente de perdón para los que creen en él, más allá de  connotaciones étnicas o culturales (Hch 10,34-35).

 2ª Lectura: Colosenses 3,1-4.

  Hermanos: 

Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria. 

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    La fe en la resurrección es urgencia de vida. En Cristo resucitado el creyente tiene ya un espacio reservado en su triunfo. Vive sacramentalmente unido a él; esa comunión de existencias se manifestará plenamente cuando “aparezca Cristo” como Señor de la historia. Mientras, el cristiano no debe desorientar su vida ni desorientar con su vida: ha de remitir linealmente a Cristo.

 Evangelio: Juan 20,1-9. 

    El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue a donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien quería Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos donde lo han puesto. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo: pero no entró. Llegó también Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: Vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

                                            ***             ***             ***

    La fe en Cristo resucitado no se apoya en un sepulcro vacío. El sepulcro vacío es una “prueba” secundaria. No es la tumba vacía la que explica la resurrección de Jesús, sino viceversa: la resurrección clarifica a la tumba vacía. Solo el encuentro con el Señor aclarará la vida de los discípulos. Con todo, es el IV Evangelio el que ofrece el relato más detallado. Presenta a Pedro y al discípulo amado como testigos privilegiados, y destaca el “orden” existente dentro del sepulcro. Allí se ha producido “algo” extraordinario y de momento inexplicable; solo la comprensión de la Escritura lo aclarará.

 REFLEXIÓN PASTORAL

      En la celebración de la Resurrección, la Iglesia vibra con particular intensidad; su liturgia es una eclosión de gozo y esperanza; el “gloria” y el “aleluya” vuelven a resonar. Las flores adornan los altares; la música y el color blanco presiden y revisten todos los espacios. Y es que la Resurrección es el fundamento de la fe: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe; más todavía: resultamos unos falsos testigos… Si Cristo no ha resucitado… seguís estando en vuestros pecados… Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad. Pero  Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto!” (1 Cor 15,14-20).

     La fe cristiana se mantiene en pie o se desmorona como un castillo de naipes con la verdad o no del testimonio de la resurrección de Jesús de entre los muertos. La resurrección reivindica, da veracidad y credibilidad a su vida. La Iglesia lo entendió así desde el principio.

     Sin ella, Jesús habría sido una personalidad religiosa radicalmente fallida, válida solo en la medida en que su mensaje nos convenza o no. Seríamos nosotros quienes, en definitiva, le haríamos inmortal, Jesús dependería de nosotros. Y si esta “dependencia” tiene su lado positivo -somos responsables de que a Jesús se le “sienta vivo”-, es, sin embargo, insuficiente y equívoca, porque no somos nosotros los responsables de que “esté vivo”. Eso es obra del Padre, “que lo resucitó de entre los muertos” (Gál 1,1).

     Jesús no vive solo en su “mensaje”: no es solo una resurrección “funcional”; es, más bien, su mensaje el que vive en Jesús resucitado: se trata de una resurrección “personal”. Si Jesús no hubiera resucitado no habría rebasado la condición de un personaje ilustre, utópico… pero mortal, como cualquier hombre. Sería un hombre, y nada más.

     La primera lectura lo subraya: Jesús fue un hombre “ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien… Lo mataron…, pero Dios lo resucitó…, y lo ha constituido juez de vivos y muertos”.

     Pero afirmado esto, hay que subrayar que la resurrección de Jesús no termina ahí, no se agota en él ni la agota él: Jesús nos ha incorporado a su victoria sobre la muerte. San Pablo destaca las consecuencias y los efectos en los creyentes. El cristiano ya ha resucitado con Cristo (2ª lectura).

      No hay, pues, que esperar a morir físicamente para resucitar. La resurrección ha tenido lugar “sacramentalmente”, pero “realmente”, en el bautismo, pues “cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo” (Gal 3,27), o “¿es que no sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Por el bautismo fuimos con él sepultados en la muerte para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos, también nosotros andemos en una vida nueva” (Rom 6,3-4). “Vuestra vida está con Cristo escondida en Dios” (Col 3,3).

     Y esto debe hacerse visible en la vida, en eso consiste el testimonio cristiano, dando trascendencia y profundidad a la vida. Por eso san Pablo anima a celebrar la Pascua “con los panes ázimos de la sinceridad y de la verdad” (1 Cor 5,8).

  REFLEXIÓN PERSONAL 

.- ¿Qué huella deja en mi vida Cristo resucitado?

.- ¿Qué huellas dejo yo en mi paso por la vida?

.- ¿Cuáles son y dónde están mis aspiraciones?

 Domingo J. Montero Carrión, franciscano capuchino.

miércoles, 20 de marzo de 2024

DOMINGO DE RAMOS -B-

1ª Lectura: Isaías 50,4-7.

   Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he echado atrás. Ofrecía la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos. Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido; por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado.


                                            ***             ***             ***

El texto seleccionado forma parte una sección importante del libro de Isaías, denominada “Cantos del Siervo”. Estamos en el tercer “canto”. Más allá de los problemas exegéticos sobre la identidad del “Siervo”, la figura que aparece en este canto es la de un hombre consciente de una misión encomendada por Dios, misión que le ha destrozado la vida pero no le ha arrancado la esperanza en el Señor.  En él se cumplen las palabras del salmo 23,4: “Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo, tu cayado me consuela”, o aquellas otras de san Pablo “Sé de quién me he fiado” (2 Tim 1,12). Estos cantos han sido releídos y aplicados, en parte, a la persona de Jesús, en el NT y en la liturgia de Iglesia.

 2ª Lectura: Filipenses 2,6-11. 

    Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble -en el Cielo, en la Tierra, en el Abismo-, y toda lengua proclame:¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre.

                                        ***             ***             ***

    Nos hallamos ante un himno prepaulino, posiblemente se remonte a la catequesis de san Pedro (Hch 2,36; 10,39). San Pablo lo inserta en su carta a los Filipenses y lo enriquece con aportaciones personales, entre las que destaca la mención a la muerte de cruz. Tampoco puede descartarse una alusión a la antítesis Adán-Cristo: mientras uno tiende a “autodivinizarse” (Adán), el otro opta por “rebajarse” (Cristo). En el texto paulino se perciben dos momentos: uno kerigmático, centrado en esa opción del Hijo de Dios manifestada en Jesucristo (Dios y Hombre), que es revalidado por el Padre y convertido en Señor del universo, y otro parenético: exhortación a los cristianos a identificarse con esa opción humilde y de entrega del Hijo de Dios: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo” (Flp 2,5).

 Evangelio: Marcos 14,1-15,47 (Relato de la Pasión)


 REFXIÓN PASTORAL

 

En el umbral de la Semana Santa nada parece más adecuado que aclarar el por qué y para qué de todo lo que celebramos en estos días.

      ¿Cuántos nos detenemos a pensar que “todo eso” fue por nosotros, y no porque sí? “Nosotros”, “yo”, somos la causa, el motivo y los destinatarios de su pasión.

      La Semana Santa, a través de su liturgia y de las manifestaciones de la religiosidad popular, debe contribuir a reconocer e interiorizar con gratitud el amor de Dios en nuestro favor manifestado en Cristo, y a anunciarlo con responsabilidad, concretándolo en el amor fraterno.

     Si nos desconectamos, o no nos sentimos afectados por su muerte y resurrección quedaremos suspendidos en un vertiginoso vacío.

     Si, por el contrario, nos reconocemos destinatarios preferenciales de esa opción radical de amor, directamente afectados e implicados en ella, hallaremos la serenidad y la audacia suficientes para afrontar las alternativas de la vida con entidad e identidad cristianas.

    La Semana Santa no puede ser solo la evocación de la Pasión de Cristo; esto es importante, pero no es suficiente. La Semana Santa debe ser una provocación a renovar la pasión por Cristo.

    Celebrar la Pasión de Cristo no debe llevarnos solo a considerar hasta dónde nos amó Jesús, sino a preguntarnos hasta dónde le amamos nosotros.

    ¡Todo transcurre en tan breve espacio de tiempo! De las palmas, a la cruz; del “Hosanna”, al  “Crucifícalo”… A veces uno tiene la impresión de que no disponemos de tiempo -o no dedicamos tiempo- para asimilar las cosas. Deglutimos pero no degustamos, consumimos pero no asimilamos la riqueza litúrgica de estos días y la profundidad de sus símbolos, muchas veces banalizados y comercializados.

    La Semana Santa es una semana para hacerse preguntas y para buscar respuestas. Para abrir el Evangelio y abrirse a él. Para releer el relato de la Pasión desde nuestro hoy, y ver en qué escena, en qué momento, en qué personaje me reconozco… ¿En Pilato, indiferente ante la Verdad; en Judas que le traiciona; en Pedro, que le niega; en la gente curiosa del camino; en los torturadores; en el cirineo, que arrima su hombro; en la verónica, que enjuga su rostro; en los sumos sacerdotes que sólo celebran tejedores de la condena y que solo celebran su muerte…?

     La Semana Santa debe llevarnos a descubrir los espacios donde hoy Jesús sigue siendo condenado, violentado y crucificado, y donde son necesarios “cirineos” y “verónicas” que den un paso adelante para enjugar y aliviar su sufrimiento y soledad. Solo así  será Santa.

 REFLEXIÓN PERSONAL 

.- ¿Desde dónde vivo la Semana Santa?

.- ¿Qué preguntas suscita en mi vida?

.- ¿La Semana Santa es solo evocadora o también provocadora?

 DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

 

 

miércoles, 13 de marzo de 2024

DOMINGO V DE CUARESMA -B-

1ª Lectura: Jeremías 31,33-34.

 Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la que hice con vuestros padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto: Ellos, aunque yo era su Señor, quebrantaron mi alianza; -oráculo del Señor-. Sino que así será la alianza que haré con ellos, después de aquellos días -oráculo del Señor-: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: Reconoce al Señor. Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande -oráculo del Señor-, cuando perdone sus crímenes, y no recuerde sus pecados.

                                        ***             ***             ***

    Estos versículos marcan la cumbre espiritual del libro de Jeremías. Tras el fracaso de la antigua alianza, quebrantada por el pueblo, el plan de Dios aparece bajo la promesa de una Alianza Nueva, cuya novedad reside en tres puntos: a) el perdón de los pecados, iniciativa de Dios; b) la responsabilidad y la retribución personal; 3) la interiorización de la Alianza en el corazón del hombre. Esta Nueva Alianza, reiterada por Ezequiel (36, 25-28) y por los últimos capítulos del libro de Isaías, será inaugurada y sellada por el sacrificio de Cristo (Mt 26,28).

 2ª Lectura: Hebreos 5,7-9.

 Cristo en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna. 

                                        ***             ***             ***

    La obra de la salvación fue realizada en Cristo. Sufriendo hasta la muerte, en obediencia al Padre, Jesús experimentó el drama del sufrimiento inmerecido pero asumido por el amor al Padre y a los hombres. Verdadero hombre, Jesús oró al Padre. Y fue escuchado: no fue dispensado de la muerte, pero fue arrancado de su poder, transformando esa muerte en fuente de gloria. Dios siempre escucha, pero su respuesta a veces llega “al tercer día”. Y eso a nosotros suele parecernos excesivamente tarde. Hay que aprender de Jesús.

 Evangelio. Juan 12,20-33.

    En aquel tiempo entre los que habían venido a celebrar la Fiesta había algunos gentiles; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: Señor, quisiéramos ver a Jesús. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.

    Jesús les contestó: Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga  y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.

    La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.

    Jesús tomó la palabra y dijo: Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

                                            ***             ***             **                 

    Estamos en los umbrales de la Pascua de Jesús. Unos gentiles, posiblemente pertenecientes a los “temerosos de Dios” (Hch 10,2), afectos al judaísmo, quieren conocer a Jesús. Pero Jesús no es una “curiosidad”. El recurso a dos discípulos es significativo: esa es la función del discípulo, llevar al conocimiento del Maestro, que es quien tiene “palabras de vida eterna”. Y el Maestro hace un avance de su inminente destino, en el que debe quedar implicado quien quiera seguirle. La escena evoca algunos momentos de la oración del Huerto (angustia ante la Hora, súplica al Padre, aceptación de su voluntad y consuelo del Padre); escena que Juan no detalla en su Evangelio. Pero se trata de un anuncio “completo”: Pasión, muerte y glorificación.

 REFLEXIÓN PASTORAL

      Queremos ver a Jesús”…. Es la nostalgia que todos llevamos dentro. Para ello organizamos peregrinaciones a Tierra Santa, con la ilusión de contemplar los paisajes y lugares que Él vio y recorrió, de poner nuestros pies en sus huellas… ¡Qué no daríamos por un encuentro con Jesús!

     Y es un deseo legítimo y, además, posible. Pero para eso hay que purificar la mirada, hasta purificar el corazón -pues se ve bien solo con el corazón limpio-. Y hay que orar, porque  ese conocimiento no es conquista, no es “hechura de manos humanas” (Sal 115,4), es don de Dios. “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado” (Jn 6,44). “Esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17).

    Conocimiento imposible sin una voluntad inicial de acceso a él: “Venid y veréis” (Jn 1,39). Conocimiento que  implica remar mar adentro (Lc 5,4), pasar a la otra orilla (Mc 4,35), despojarse de indumentarias inadecuadas y superfluas (Lc 9,3). Querer ver a Jesús no debe obedecer a una curiosidad sino a una pasión. ¿Sentimos pasión por Jesús?

    Crea en mí un corazón puro”, pedimos hoy en el salmo responsorial. Un corazón capaz de acoger con pureza y alegría; capaz de entender que el que se ama a sí mismo por encima de todo, desplazando a Dios y a los otros, se pierde; capaz de comprender que el pan que nos alimenta -la Eucaristía- es fruto de un grano enterrado, Jesús, y que si nosotros queremos ser ayuda y alimento -y debemos serlo- hemos de enterrar nuestros egoísmos y modos insolidarios de vivir.

     En la primera lectura, el profeta Jeremías anuncia una alianza nueva, la que nosotros celebramos en la Eucaristía -la alianza nueva y eterna-, caracterizada por una interiorización de la Ley de Dios en el corazón del hombre, por la obediencia a su voluntad y por el conocimiento personal de Dios, sin dependencias externas ni ajenas…  ¿Experimentamos esa transformación? ¿O seguimos servilmente encadenados a meras obligaciones externas, incapaces de discernir desde la fe la auténtica voluntad de Dios sobre nuestras vidas? “¡Todos me conocerán, oráculo del Señor, cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados!”. ¿Conocemos de verdad a Dios? ¿Hemos experimentado su perdón?

     Nuestra vista frecuentemente está cansada de ver siempre lo mismo; de tanto mirar egoístamente para nosotros, hemos terminado por perder la justa perspectiva de la realidad; hemos terminado por no saber mirar a Dios y a los otros o, lo que es peor, los hemos confundido con nosotros mismos.

     Está concluyendo la Cuaresma; un tiempo que se abrió al grito de “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Tiempo de conocimiento y de rectificación; de restregarse los ojos para contemplar nuestra posición y ver si en la brújula de nuestra vida el norte coincide con Dios.

     Se acerca la gran Semana, que nosotros llamamos Santa. La semana de la “hora” de la verdad de Jesús, y, también, de nuestra propia verdad. Y hay que purificar la mirada para contemplarla no solo desde la acera o el balcón, convertidos en meros espectadores… Y hay que purificar el corazón, para acompasar su latido al del corazón de Cristo, que continúa recordándonos, hoy como ayer: “el que se ama a sí mismo, se pierde” (Mc 8,35)”; “el quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva el Padre le honrará…”. Y “cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis  (Mt 25,40)

         ¡Queremos ver a Jesús! No es imposible…, pero hay que purificar la mirada y el corazón…y seguirle.

  REFLEXIÓN PERSONAL

 .- Tengo vida interior, o solo exterior?

.- ¿Qué niveles alcanza en mí la pasión por Cristo?

.- ¿Qué contenidos aporta a mi vida el conocimiento de Jesús?

 DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

miércoles, 6 de marzo de 2024

DOMINGO IV DE CUARESMA -B-

1ª Lectura: 2 Crónicas 36,14-16. 19-23.

     En aquellos días todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles, y mancharon la Casa del Señor, que él se había construido en Jerusalén. El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de sus Morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira de  Dios contra su pueblo a tal punto que ya no hubo remedio…. Incendiaron (los caldeos) la casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén; pegaron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Y a los que escaparon de la espada los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos del rey y de sus hijos hasta la llegada del reino de los persas; para que se cumpliera lo que Dios dijo por boca del Profeta Jeremías: “Hasta que el país haya pagado sus sábados, descansará todos los días de la desolación, hasta que se cumplan los setenta años”

    En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de la Palabra del Señor, por boca de Jeremías, movió el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino: Así habla Ciro, rey de Persia: El Señor, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra. Él me ha encargado que le edifique una Casa en Jerusalén, en Judá. Quien de vosotros pertenezca a su pueblo, sea su Dios con él y suba”.

                                           ***             ***             ***

      El Cronista parece resumir los primeros capítulos de Jeremías y Ezequiel. El texto es un reconocimiento penitencial de la historia de Israel: pecando contra Dios y desoyendo la voz de sus mensajeros, Israel se ha acarreado la destrucción… Pero Dios no ha abandonado a su pueblo; suscita un instrumento de salvación, precisamente fuera del propio Israel, Ciro, rey de los persas. La salvación a Israel le llega por caminos nuevos: los que diseña y protagoniza el Señor, que “de las piedras puede sacar hijos de Abrahán”. En la historia hay esperanza, porque Dios nos se olvida nunca de su amor, aunque pasemos por caminos oscuros…

2ª Lectura: Efesios 2,4-10.

 Hermanos: Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó: estando muertos nosotros por los pecados nos ha hecho vivir con Cristo -por pura gracia estáis salvados-, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Así muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras que él determinó practicásemos.

                                                 ***             ***             ***

    La vocación cristiana se origina en el amor de Dios. Y desde Cristo es ya un presente -estáis salvados-. Esta escatología realizada es una de las características de las Cartas de la Cautividad -Efesios, Filipenses, Colosenses y Filemón-.  Y no es cuestión de méritos propios, sino de la gracia de Dios manifestada en Jesucristo. Desde ahí Dios nos llama a la práctica de las buenas obras. La llamada es gratuita, pero no irrelevante. La misericordia de Dios, origen de la vocación cristiana, urge a actualizarla en la vida. La vocación se hace misión.

 Evangelio: Juan 3,14-21.

    En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en el tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.

 

                                        ***             ***             ***

     Jesús es portador de la salvación y la sanación de los hombres, de la vida eterna. Y lo es desde la paradoja de la Cruz. Él es la epifanía del amor de Dios al mundo. Su misión es exclusivamente salvadora. Y a esa salvación se accede por la fe. La misión de Jesús es iluminadora, y el que opta por esa Luz pasa de las tinieblas a la luz. Quien no opta por él, opta por la muerte y la tiniebla.

   REFLEXIÓN PASTORAL

        

         Durante el tiempo de Cuaresma se nos insiste de manera primordial en la conversión; pero frecuentemente se hace una presentación muy limitada. Se habla de la necesidad del hombre de convertirse a Dios. Pero esto es solo parte de la conversión y no la más importante; es, en todo caso, la segunda parte: la conversión “penitencial”.

         La primera, y más importante, es proclamar que primero Dios se ha convertido al hombre, y de una manera insospechada e inmerecida (Jn 3,16), “estando muertos por los pecados” (2ª lectura). Es la conversión “del amor”, manifestada en Jesucristo.

         La conversión cristiana no es cuestión de mortificación cuanto de acogida de un amor real y efectivo, el de Dios. Convertirse es dejarse amar por Dios.

 Para eso Dios “enviaba mensajeros a diario” (1ª lectura). Y, especialmente, para eso envió a su Hijo, que no vino a repartir reprobaciones, sino a salvar y a hacer posibles las condiciones de salvación. “Es palabra digna de crédito y merecedora de toda aceptación que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores” (1 Tim 1,15). Jesucristo es la expresión más real y más veraz del amor de Dios al mundo. Y este es un aspecto que merece ser subrayado. Desde esa opción amorosa de Dios quedan desautorizadas las “pastorales” anti-mundo. La de Dios, encarnada en Jesús, fue una pastoral pro-mundo.

Jesús es la visibilización, el sacramento de la conversión de Dios al hombre y del hombre a Dios. Y como en él la conversión de Dios al hombre es total y sin reservas, así ha de ser la conversión del hombre a Dios, total y sin reservas (Mt 10, 37 ss).  Él encarna el sí de Dios al hombre y el sí del hombre a Dios, pues “el Hijo de Dios, Jesucristo, anunciado entre vosotros por mí…, no fue sí y no, sino que  en él solo hubo sí. Pues todas las promesas de  Dios han alcanzado su sí en él” (2 Cor 1, 19 -20). “Aprended de mí” (Mt 11, 29). Pablo recomendará: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús” (Flp 2, 5). La conversión es un “con-sentimiento” con Cristo.

En Cristo, Dios se revela apostando por el hombre;  es la expresión de la opción humana de Dios. En su persona, el hombre recupera la esperanza y la alegría, al descubrir el compromiso de Dios en su defensa (Rom 8,31). La garantía de que Dios está por el hombre es que por él se hizo hombre. La conversión cristiana es, en primer lugar, celebración de la conversión de Dios…

       Pero esto no debe inducirnos a una falsa seguridad. “El amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14), es el principio de nuestra responsabilidad. Sin esa experiencia de un Dios vuelto hacia nosotros, en una revelación de amor, es imposible la respuesta del hombre; pero sin la respuesta, libre y amorosa, del hombre queda bloqueada la iniciativa salvadora de Dios.

El hombre no se salva por sus obras -la salvación viene de Dios- (2ª lectura); pero este Dios no impone la salvación al hombre, le hace una oferta responsable. Nos lo recuerda el evangelio de san Juan: la condenación del hombre es autocondenación, pues “el que cree en Él, no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del  Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron  las tinieblas, porque sus obras eran malas”.

Sí, Dios solo es Salvador, y el solo Salvador. Si Dios se ha convertido a nosotros, convirtámonos nosotros a Dios. Si Dios es Luz, caminemos a su luz. ¡Que su luz nos haga ver la luz!

 REFLEXIÓN PERSONAL

 .- ¿Siento que Dios está de mi parte?

.- ¿Hasta dónde llegan en mi vida las urgencias del amor de Dios?

.- ¿Cómo es mi conversión: ritual, parcelaria…?

Domingo J. Montero Carrión, Franciscano Capuchino.