1ª Lectura: Eclesiástico 27-33-28,9.
El furor y la cólera son odiosos: el pecador los posee. Del vengativo se vengará el Señor y llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados? Si él, que es carne, conserva la ira, ¿quién expiará por sus pecados? Piensa en tu fin y cesa en tu enojo, en la muerte y corrupción y guarda los mandamientos. Recuerda los mandamientos y no te enojes con tu prójimo, la alianza del Señor y perdona el error.
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Para un creyente la referencia es el Señor. No será el Señor quien condene: ha puesto en manos del hombre las claves de su evaluación final: Perdona la ofensa a tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. Perdónanos como nosotros perdonamos. El futuro del hombre pasa por el perdón de Dios, y este pasa por el perdón fraterno. La lección es sencilla, aunque no cómoda.
2ª Lectura: Romanos 14,7-9.
Hermanos:
Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor. Para eso murió y resucitó Cristo, para ser Señor de vivos y muertos.
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La existencia del cristiano debe ser existencia “cristiana”: desde el Señor y para el Señor. En estas frases condensa Pablo lo más radical de la fe: vivir para el Señor. Él debe ser la referencia unificadora de la vida. De ahí la consecuencia: “Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor 10,31), “con toda el alma, como para el Señor” (Col 3,23).
Evangelio: Mateo 18, 21-35.
En aquel tiempo, acercándose Pedro a Jesús
le preguntó: Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar?
¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: No te digo hasta siete veces, sino hasta
setenta veces siete.
Y les propuso esta parábola: Se parece le Reino de los Cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo. El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios, y agarrándolo lo estrangulaba diciendo: Págame lo que me debes. El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: Ten paciencia conmigo y te lo pagaré. Pero él se negó y fue lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: ¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti? Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano.
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El texto mateano, remontándose a la
enseñanza y la praxis de Jesús, sin embargo contempla ya la situación
problemática de la comunidad en el tema del perdón. La expresión de Pedro: “Si mi hermano…” tiene connotaciones
eclesiales.
La parábola pretende enfatizar la
misericordia de Dios, que no es indiferente al pecado (la mala gestión del
empleado), pero que no lo absolutiza, lo único absoluto en él es el amor y la
misericordia. La reacción ante el siervo despiadado es expresión de que a Dios
le afectan las relaciones interhumanas. Y nos invita y urge a “perdonaros mutuamente como Dios os perdonó
en Cristo” (Ef 4,32).
Cuando Dios no duda en perdonarnos los diez mil talentos de nuestra deuda (unos 100 millones de denarios), nosotros nos resistimos a perdonar al hermano los cien denarios (calderilla) que pueda debernos.
REFLEXIÓN PASTORAL
“Si vivimos, vivimos para el Señor”. Una afirmación que hoy todos deberíamos acoger, dejándola resonar en
nuestro interior y profundizando sus consecuencias. Urgidos por tantas cosas,
inmersos en lo inmediato, frecuentemente perdemos la justa perspectiva de la
realidad. Absolutizamos lo relativo y relativizamos lo absoluto.
Como creyentes no podemos perder la
conciencia de nuestra referencia primordial al Señor. Cristo no puede ser un
supuesto implícito, distante de nuestra existencia, sino una realidad patente.
Hemos de vivir de tal manera que los que se encuentren con nosotros se den
cuenta de que nosotros nos hemos encontrado con él. A Dios, a Jesucristo, no
podemos situarlos en la periferia de nuestra vida, sino en el centro de la
misma. No podemos dedicarles solo el tiempo que nos sobra, sino el centro de
nuestro tiempo.
Hay diversos modos de explicar la vida y de
organizar la convivencia. Creyente es aquel que en este cometido concede la
primacía real a Dios; y creyente cristiano es aquél que reconoce como norma
suprema el evangelio de Cristo.
Y tal reconocimiento es conflictivo,
doloroso, porque supone tomar opciones que el mundo no comprende y que hasta
rechaza. Y no deberíamos alarmarnos por ello. “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros.
Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo,
porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo” (Jn
15,18-19). Lo alarmante, pues, sería, lo contrario.
“Si
vivimos, vivimos para el Señor”. ¿Pero para qué Señor? Recorriendo las
calles de Atenas, entre los altares dedicados a las divinidades del mundo
conocido, encontró una con este nombre: “al
Dios desconocido” (Hch 17,23). Quizá si san Pablo hoy visitara hoy nuestra
Iglesia y nuestra vida pudiera, a lo peor, constatar que, en más ocasiones de
lo deseable, estamos adorando, rezando y cantando a un Dios, a un Señor
desconocido.
A Dios solo se le puede afirmar en la
medida en que se le experimenta. ¿Qué experiencia tenemos de Dios, de
Jesucristo? Dios es amor, y el mandamiento de Cristo es el Amor. Y el amor es
donación y relación. Dios nunca aísla. Por eso, “vivir para el Señor” no
aminora el compromiso humano. El tiempo dedicado a Dios nunca puede ser un
tiempo sustraído al hombre, porque en el hombre está Dios, que ha vinculado su
suerte con el hombre -“Lo que hicisteis…”
(Mt 25,31ss)-.
La afirmación que el creyente hace de Dios
y de su supremacía no es a costa del hombre, porque Dios y el hombre no son
incompatibles. Dios no solo ha hecho al hombre, sino que se ha hecho hombre en
Jesucristo. La visión del hombre se agiganta cuando se le contempla desde Dios.
Hoy la primera y la tercera lecturas nos
muestran algunas consecuencia de ese vivir para Dios, para el Señor, que no es
una evasión espiritualista hacia lo divino, sino una conversión realista a lo
humano.
“¿Cómo
puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud del Señor?” (1ª). El
diálogo con Dios, la oración, es imposible cuando está roto el diálogo con el
hermano. Deberíamos tomar esto muy en serio. Jesús ofreció un criterio
fundamental para acercarnos a Dios: “Si
al presentar tu ofrenda ante el altar...” (Mt 5,23). Por eso nos enseñó a
orar: “Perdónanos, como nosotros
perdonamos” (Mt 6,12). Y porque necesitamos un perdón innumerable, como
innumerables son nuestras caídas, también hemos de mantener abierta
permanentemente nuestra oferta de perdón.
S. Pedro creía que en esto del perdón, como
en todo, debería haber un límite razonable, al menos como estricta obligación
moral. Jesús rompe sus esquemas: no hay límites.
Un perdón inspirado en el perdón de Dios;
un perdón cordial; un perdón que no vive atrapado por el recuerdo de la ofensa
recibida; un perdón que no es mera estrategia o cálculo interesado; un perdón
que implica la reconciliación con uno mismo, con el entorno familiar, social...
y hasta natural; un perdón que no es indiferente ante la verdad y la justicia,
sino que las busca enérgicamente, pero siempre con un corazón purificado por la
misericordia y la experiencia de perdón de Dios.
Esto significa vivir para Dios, dejar que el amor, que es la esencia de Dios, nos transforme para que nuestra convivencia sea más fraterna, comprensiva...; porque “el amor espera sin límites, cree sin límites y perdona sin límites” (1 Cor 13,7).
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Es “cristiana” mi
existencia?
.- ¿Qué experiencia tengo
del perdón de Dios en mi vida?
.- ¿Qué oferta de perdón ofrezco a la vida?
DOMINGO
J. MONTERO CARRIÓN, Capuchino.
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